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Authors: John Boyne

Tags: #Drama

El niño con el pijama de rayas (7 page)

BOOK: El niño con el pijama de rayas
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—El único neumático de recambio que he visto últimamente por aquí es del sargento Hoffschneider, y lo lleva siempre alrededor de la cintura —contestó Kotler, mientras sus labios esbozaban algo parecido a una sonrisa. Aquello no tenía ningún sentido para Bruno, pero a Gretel le hizo tanta gracia que empezó a sacudirse como si bailara sin moverse del sitio.

—¿Pero lo utiliza o no? —preguntó Bruno.

—¿El sargento Hoffschneider? Sí, me temo que sí. Le tiene mucho aprecio a su neumático de recambio.

—Basta, Kurt —dijo Gretel, secándose las lágrimas—. ¿No ve que no le entiende? Sólo tiene nueve años.

—¿Quieres hacer el favor de callarte? —replicó el niño mirando con fastidio a su hermana. Ya era bastante penoso tener que pedirle un favor al teniente, y sólo faltaba que su propia hermana se burlara de él en ese momento—. Tú sólo tienes doce años —añadió—. Deja de fingir que eres mayor de lo que eres.

—Tengo casi trece años, Kurt —dijo Gretel con brusquedad, el semblante demudado—. Los cumpliré dentro de quince días. Soy una adolescente. Como usted.

Kotler sonrió y asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Bruno lo miró a los ojos. Si hubiera tenido delante a otro adulto, habría puesto los ojos en blanco para dar a entender que ambos sabían que las niñas eran tontas y las hermanas, tremendamente ridículas.

Pero aquél no era cualquier adulto. Aquél era el teniente Kotler.

—Bueno —dijo Bruno ignorando la mirada de rabia que Gretel le dirigía—, aparte de ése, ¿hay algún otro sitio donde pueda encontrar un neumático desechado?

—Claro que sí —dijo el teniente, que había dejado de sonreír y de pronto parecía estar aburriéndose con todo aquello—. Pero ¿para qué lo quieres?

—Quiero construir un columpio. Ya sabe, con un neumático y cuerda, colgado de las ramas de un árbol.

—Ah, ya. —Kotler asintió con la cabeza como si para él aquellas cosas sólo fueran recuerdos lejanos, pese a que, como Gretel había señalado, él tampoco era más que un adolescente—. Sí, yo también me hacía columpios cuando era pequeño. Mis amigos y yo pasamos tardes estupendas jugando con ellos.

A Bruno le sorprendió tener algo en común con él (y más aún saber que el teniente Kotler había tenido amigos).

—Así pues, ¿qué le parece? —preguntó—. ¿Hay alguno por aquí?

Kotler lo miró fijamente, como si vacilara entre darle una respuesta directa o intentar alguna chanza más. Entonces vio a Pavel —el anciano que por las tardes acudía a la cocina a pelar las hortalizas para la cena, antes de ponerse la chaqueta blanca y servir la mesa— dirigiéndose hacia la casa, y por lo visto se decidió.

—¡Eh, tú! —gritó, y añadió una palabra que Bruno no entendió—. Ven aquí… —dijo la palabra otra vez, y su áspero sonido hizo que Bruno desviara la mirada y se sintiera avergonzado de formar parte de aquella escena.

Pavel fue hacia ellos y el joven oficial le habló con insolencia, pese a que podría haber sido su nieto.

—Lleva a este jovencito al almacén que hay detrás de la casa. Amontonados junto a una pared verás unos neumáticos viejos. Que elija uno, y tú se lo llevas a donde él te diga. ¿Has entendido?

Pavel sujetó su gorra con ambas manos y asintió, agachando la cabeza más aún de lo que habitualmente la agachaba.

—Sí, señor —respondió en voz baja, casi inaudible.

—Y después, cuando vuelvas a la cocina, asegúrate de que te lavas las manos antes de tocar la comida, asqueroso… —El teniente repitió aquella palabra que ya había empleado dos veces, y al hacerlo escupió un poco.

Bruno miró a Gretel, que había estado contemplando, embelesada, los reflejos del sol en el cabello de Kotler, pero que en ese momento parecía un poco incómoda, como su hermano. Ninguno de los dos había hablado con Pavel hasta entonces, pero era muy buen camarero y, según Padre, los buenos camareros no abundaban.

—Ya puedes irte —dijo el teniente.

Pavel dio media vuelta y guió a Bruno hasta el almacén; de vez en cuando el niño miraba hacia atrás, a su hermana y al oficial, porque sentía el impulso de volver allí y llevarse a Gretel, pese a que era una pesada y una egocéntrica y la mayor parte del tiempo se mostraba cruel con él. Pero no le hacía ninguna gracia dejarla sola con un individuo como el teniente Kotler. Desde luego, no había forma de disimularlo: el teniente Kotler era sencillamente repugnante.

El accidente se produjo dos horas después de que Bruno hubiera encontrado un neumático adecuado y Pavel lo hubiera arrastrado hasta el gran roble que se veía desde la ventana de Gretel. Bruno había trepado y bajado, trepado y bajado y trepado y bajado por el tronco para atar bien un extremo de las cuerdas a las ramas y el otro al neumático. Hasta ese momento, toda la operación había sido un éxito rotundo. Él había construido un columpio similar en otra ocasión, aunque con la ayuda de Karl, Daniel y Martin. Ahora lo estaba haciendo solo, lo cual comportaba que la operación resultara mucho más arriesgada. Y sin embargo lo consiguió.

Por fin instalado en el centro del neumático, empezó a columpiarse como si no tuviera ni una sola preocupación, sin importarle que fuera uno de los columpios más incómodos en que se había sentado jamás.

Luego se tumbó boca abajo sobre el neumático y se dio impulso con los pies contra el suelo. Cada vez que el neumático se balanceaba hacia atrás, Bruno alcanzaba a tocar el tronco de un árbol con un pie, lo que le permitía impulsarse para elevarse más rápido y más alto. Aquello funcionó muy bien hasta que, de pronto, resbaló del neumático justo cuando intentaba darse un nuevo impulso y cayó de bruces al suelo, produciendo un ruido sordo.

Todo se volvió negro, pero al punto recuperó la visión y se incorporó. En ese momento el neumático oscilaba hacia atrás y le golpeó la cabeza. El niño soltó un grito y se apartó de su trayectoria. Cuando por fin logró ponerse en pie, le dolían mucho un brazo y una pierna, pues había caído sobre ellos, aunque no creía que los tuviera rotos. Se miró la mano y la vio cubierta de arañazos, y en el codo se había hecho un buen rasguño. La pierna le dolía más que el brazo, y cuando se miró la rodilla, que asomaba justo por debajo de sus pantalones cortos, vio un ancho corte que parecía estar esperando a que Bruno lo descubriera, pues en ese instante la herida empezó a sangrar profusamente.

—¡Vaya! —exclamó Bruno, y se preguntó qué debía hacer.

Pero no tuvo que preguntárselo mucho rato, ya que el roble donde había construido el columpio estaba en el mismo lado de la casa que la cocina, y Pavel, que se encontraba junto a la ventana pelando patatas, había visto el accidente. Cuando el niño levantó de nuevo la cabeza, vio a Pavel corriendo hacia él, y entonces se sintió lo bastante seguro para abandonarse a la sensación de mareo que lo embargaba. Estuvo a punto de caerse, pero esta vez no llegó a tocar el suelo, porque Pavel lo sujetó.

—No entiendo qué ha pasado —balbuceó—. No parecía peligroso.

—Te elevabas demasiado —dijo Pavel en voz baja—. Te he visto. Estaba pensando que en cualquier momento te harías daño.

—Y me lo he hecho —dijo Bruno.

—Sí, eso parece.

Pavel lo llevó en brazos por el jardín hacia la casa, entró en la cocina y lo sentó en una silla.

—¿Dónde está Madre? —preguntó Bruno, mirando alrededor en busca de la primera persona a la que siempre recurría cuando tenía un problema.

—Me temo que tu madre todavía no ha regresado —dijo Pavel, que se había arrodillado delante de Bruno para examinarle la rodilla—. Sólo estoy yo.

—Entonces ¿qué va a suceder? —Le entró un poco de miedo, una emoción que quizá le provocaría el llanto—. Podría morir desangrado.

Pavel rió un poco y negó con la cabeza.

—No vas a morir desangrado —le aseguró; acercó un taburete y puso la pierna de Bruno encima—. No te muevas. Ahí hay un botiquín.

El niño observó cómo cogía el botiquín verde de un armario y llenaba un cuenco con agua, probándola primero con el dedo para asegurarse de que no estaba demasiado fría.

—¿Tendrán que llevarme al hospital? —preguntó Bruno.

—No, no. —Pavel se arrodilló de nuevo a su lado, mojó un paño en el agua del cuenco y se lo aplicó con cuidado en la rodilla. Bruno hizo una mueca de dolor, pese a que en realidad no le dolía demasiado—. Sólo es un pequeño corte. Ni siquiera necesitarás puntos.

Bruno frunció el entrecejo y se mordió el labio con nerviosismo mientras Pavel le limpiaba la sangre de la herida y luego le aplicaba otro paño y presionaba unos minutos. Cuando retiró el paño con cuidado, la herida había dejado de sangrar; entonces agarró una botellita con un líquido verde del botiquín y le dio unos toques en la herida, que a Bruno le escocieron bastante y le hicieron decir varios «ay».

—No duele tanto —dijo Pavel con voz suave y amable—. Si piensas que duele más de lo que en realidad duele, es peor.

Bruno se dijo que aquello tenía sentido, y se controló para no soltar otro «ay». Cuando Pavel hubo terminado de aplicarle el líquido verde, buscó un apósito en el botiquín y le cubrió la herida.

—Listo —dijo—. Así está mejor, ¿no?

Bruno asintió con la cabeza, avergonzándose un poco por no haber demostrado todo el valor que le habría gustado.

—Gracias —dijo.

—De nada —repuso Pavel—. Ahora tienes que quedarte aquí sentado unos minutos. Dentro de un rato podrás volver a andar, ¿de acuerdo? Deja que la herida descanse. Y será mejor que hoy no vuelvas a subirte al columpio.

Bruno asintió y mantuvo la pierna estirada encima del taburete mientras Pavel iba al fregadero y se lavaba concienzudamente las manos, frotándose incluso debajo de las uñas con un cepillo, antes de secárselas y volver a las patatas.

—¿Le contarás a Madre lo que ha pasado? —preguntó Bruno, que llevaba unos minutos cuestionándose si lo considerarían un héroe por haber sufrido un accidente o un granuja por haber construido un artilugio peligroso.

—Creo que lo verá ella misma —contestó Pavel; llevó las zanahorias a la mesa, se sentó frente a Bruno y se puso a pelarlas encima de un periódico viejo.

—Sí, supongo que sí. A lo mejor quiere llevarme al médico.

—No lo creo —dijo Pavel en voz baja.

—Eso nunca se sabe —repuso Bruno, que no quería que le quitaran importancia a su accidente. Al fin y al cabo, era lo más emocionante que le había pasado desde su llegada—. Podría ser peor de lo que parece.

—No lo es —repuso Pavel, que prestaba toda su atención a las zanahorias.

—¿Y usted cómo lo sabe? —se apresuró a preguntar Bruno, un poco molesto pese a que aquel hombre lo había levantado del suelo, llevado a la casa y curado la herida—. Usted no es médico.

Pavel dejó de pelar zanahorias un momento y lo miró sin levantar la cabeza, como si estuviera pensando qué replicar. Entonces suspiró y dijo:

—Sí, lo soy.

Bruno se quedó mirándolo, sorprendido. Aquello no tenía ninguna lógica.

—Pero si usted es camarero —dijo despacio—. Y pela las hortalizas para la cena. ¿Cómo puede ser también médico?

—Mira, joven —repuso Pavel, y Bruno agradeció que tuviera la delicadeza de llamarlo «joven» en lugar de «jovencito», como había hecho el teniente Kotler—, te aseguro que soy médico. Que uno contemple el cielo por la noche no lo convierte en astrónomo, ¿sabes?

Bruno no tenía ni idea de qué quería decir con eso, pero sus palabras hicieron que lo observara atentamente por primera vez. Era un hombre menudo y delgado, con largos dedos y facciones angulosas. Era mayor que Padre pero más joven que Abuelo, lo cual significaba que era bastante anciano, y aunque Bruno nunca lo había visto antes de llegar a Auschwitz, su cara tenía algo que le hizo pensar que en el pasado había llevado barba.

Pero ya no la llevaba.

—Pues no lo entiendo —dijo Bruno, tratando de llegar al fondo del asunto—. Si es médico, ¿por qué trabaja de camarero? ¿Por qué no está en un hospital?

Pavel vaciló largamente antes de contestar, y mientras lo hacía Bruno no dijo nada. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que lo educado era esperar hasta que Pavel decidiese hablar.

—Antes de venir aquí practicaba la medicina —dijo al final.

—¿Practicaba? —repitió Bruno, que no estaba familiarizado con aquella expresión—. ¿Qué pasaba? ¿No lo hacía bien?

Pavel sonrió.

—Sí, lo hacía muy bien. Verás, siempre quise ser médico. Desde que era muy pequeño. Desde que tenía tu edad.

—Yo quiero ser explorador —dijo rápidamente Bruno.

—Te deseo suerte.

—Gracias.

—¿Ya has descubierto algo?

—En nuestra casa de Berlín se podía explorar mucho —recordó Bruno—. Pero, claro, era una casa muy grande, no se imagina cómo de grande, y había muchos sitios para explorar. Aquí es diferente.

—Aquí nada es igual —coincidió Pavel.

—¿Usted lleva mucho tiempo en Auschwitz?

Pavel dejó la zanahoria y el pelador en la mesa y reflexionó.

—Creo que siempre he estado aquí —dijo con un hilo de voz.

—¿Se crió aquí?

—No. —Negó con la cabeza—. No me crié aquí.

—Pero si acaba de decir…

Antes de que Bruno terminase la frase, se oyó la voz de Madre fuera. Pavel se puso en pie de un brinco y volvió al fregadero con las zanahorias, el pelador y el periódico lleno de pieles; le dio la espalda a Bruno, agachó la cabeza y no volvió a hablar.

—¿Se puede saber qué te ha pasado? —preguntó Madre cuando llegó a la cocina y se inclinó para examinar el apósito que cubría la herida de Bruno.

—He construido un columpio y me caí de él —explicó el niño—. Y entonces el columpio me golpeó la cabeza y casi me desmayo, pero Pavel me trajo aquí, me curó y me puso un apósito. Aunque me escocía mucho, no he llorado. Ni una sola lágrima, ¿verdad que no, Pavel?

Pavel se volvió ligeramente hacia ellos, pero no levantó la cabeza.

—Le he limpiado la herida —dijo el anciano con voz queda, sin contestar a la pregunta del niño—. No hay nada que temer.

—Ve a tu habitación, Bruno —dijo Madre, que parecía muy turbada.

—Es que…

—No discutas. ¡Ve a tu habitación!

Bruno bajó de la silla y al cargar el peso sobre la que había decidido llamar su «pierna mala», le dolió un poco. A continuación salió de la cocina, pero mientras iba hacia la escalera oyó a Madre dar las gracias a Pavel, y se alegró porque parecía evidente que, de no ser por él, habría muerto desangrado.

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