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Authors: John Boyne

Tags: #Drama

El niño con el pijama de rayas (2 page)

BOOK: El niño con el pijama de rayas
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Continuaba hasta el siguiente, donde estaba su dormitorio y el de Gretel, y el cuarto de baño más pequeño que sí le dejaban utilizar y que en realidad habría debido utilizar más a menudo.

Y seguía hasta la planta baja, donde se caía del extremo de la barandilla. Debía aterrizar con los dos pies si no quería recibir una penalización de cinco puntos y verse obligado a empezar de nuevo.

La barandilla era lo mejor de la casa —eso y que los abuelos vivían muy cerca—. Cuando reparó en aquello, Bruno se preguntó si ellos irían también al sitio del nuevo trabajo y supuso que sí, porque ¿cómo iban a dejarlos allí? A Gretel nadie la necesitaba mucho porque era tonta de remate —todo habría sido más fácil si ella se hubiera quedado al cuidado de la casa—, pero los abuelos… Hombre, aquello era muy distinto.

Subió despacio la escalera hacia su dormitorio, pero antes de entrar miró hacia abajo y vio a Madre abriendo la puerta del despacho de Padre, que se comunicaba con el comedor —y donde estaba Prohibido Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones—, y la oyó gritarle hasta que Padre gritó mucho más fuerte que ella, poniendo fin a la conversación. Entonces la puerta del despacho se cerró y Bruno no oyó nada más, de modo que le pareció buena idea volver a su habitación y encargarse personalmente de hacer las maletas; de lo contrario, María sacaría todas sus cosas del armario sin cuidado ni consideración, incluso las pertenencias que él había escondido en el fondo del mueble y que eran suyas y de nadie más.

2. La casa nueva

Cuando vio su casa nueva por primera vez, Bruno abrió los ojos desmesuradamente, sus labios formaron una O y los brazos se le extendieron hacia los lados. Era todo lo contrario de su antigua casa y no podía creer que de verdad fueran a vivir allí.

La casa de Berlín estaba en una calle tranquila donde había otras también muy grandes, y le gustaba contemplarlas porque eran casi iguales a la suya, aunque no idénticas, y en ellas vivían otros niños con los que Bruno jugaba (si eran amigos) o a los que no se acercaba (si eran rivales). La nueva, en cambio, estaba aislada, en un sitio vacío y desolado, y no había ninguna otra casa cerca, lo que significaba que no habría otras familias en el vecindario ni otros niños con los que jugar, ni amigos ni rivales.

La casa de Berlín era enorme, y pese a que Bruno había vivido nueve años en ella, todavía encontraba rincones y recovecos que no había explorado a fondo.

Incluso había habitaciones enteras —como el despacho de Padre, donde estaba Prohibido Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones— en las que apenas había curioseado. Sin embargo, la casa nueva sólo tenía dos plantas: un piso superior donde estaban los tres dormitorios y el único cuarto de baño, y una planta baja donde se encontraban la cocina, el comedor y el nuevo despacho de Padre (sujeto, presumiblemente, a las mismas restricciones que el antiguo). También había un sótano, donde dormía el servicio.

Alrededor de la de Berlín había otras calles con grandes casas, y cuando caminabas hacia el centro de la ciudad siempre encontrabas personas que paseaban y se paraban para charlar un momento, y personas que pasaban con prisa y decían que no tenían tiempo de pararse, aquel día no, porque aquel día tenían un montón de cosas que hacer. Había tiendas con llamativos escaparates y puestos de fruta y verdura con enormes bandejas de coles, zanahorias, coliflores y mazorcas de maíz. En algunos apenas cabían los puerros, champiñones, nabos y coles de Bruselas; había otros con lechugas, judías verdes, calabacines y chirivías. A veces Bruno se plantaba delante de aquellos puestos, cerraba los ojos y aspiraba sus aromas; la dulce mezcla de efluvios de toda aquella materia viva le producía un ligero mareo. Pero alrededor de la casa nueva no había otras calles, ni nadie paseando tranquilamente ni caminando con prisa, y por supuesto, tampoco ninguna tienda ni puestos de fruta y verdura. Cuando cerraba los ojos, sólo notaba vacío y frío alrededor, como si se hallara en el lugar más solitario del planeta. Era como el fondo de la nada.

En Berlín la gente sacaba mesas a la calle, y a veces, cuando Bruno volvía caminando de la escuela con Karl, Daniel y Martin, había hombres y mujeres sentados a aquellas mesas, tomando bebidas espumosas y riendo a carcajadas; la gente que se sentaba a aquellas mesas debía de ser muy graciosa, pensaba él, porque dijeran lo que dijesen siempre había alguien que se reía. Sin embargo, la casa nueva tenía algo que hizo pensar a Bruno que allí nunca se reía nadie; que no había nada de qué reírse y nada de qué alegrarse.

—Me parece que nos hemos equivocado —opinó Bruno unas horas después de su llegada, mientras María deshacía las maletas en el piso de arriba. (María no era la única criada en la casa nueva: había otras tres que estaban muy flacas y casi nunca hablaban entre ellas, salvo esporádicos susurros. También había un anciano que, según dijeron a Bruno, se encargaría de preparar las hortalizas todos los días y servirles la comida en el comedor, y que parecía muy desdichado y un poco malhumorado.)

—A nosotros no nos corresponde pensar —dijo Madre mientras abría una caja que contenía un juego de sesenta y cuatro vasitos que los abuelos le habían regalado cuando se casó con Padre—. Ciertas personas toman las decisiones por nosotros.

Como no sabía qué significaba aquello, Bruno fingió no haberla oído.

—Me parece que nos hemos equivocado —repitió—. Creo que lo mejor será olvidar todo esto y volver a casa. La experiencia es la madre de la ciencia —añadió, una frase que había aprendido hacía poco y que le gustaba utilizar siempre que era posible.

Madre sonrió y colocó los vasos con cuidado encima de la mesa.

—Te voy a enseñar otro refrán —dijo—: «Al mal tiempo, buena cara».

—Pues yo no veo que pongamos buena cara. Creo que deberías decirle a Padre que has cambiado de idea. Si no hay más remedio que pasar el resto del día aquí, y cenar y quedarnos a dormir esta noche porque todos estamos cansados, no importa, pero mañana tendríamos que levantarnos temprano si queremos llegar a Berlín antes de la hora de merendar.

Madre suspiró.

—Bruno, ¿por qué no subes y ayudas a María a deshacer las maletas? —dijo.

—¿Para qué voy a deshacer las maletas si sólo vamos a…?

—¡Sube, Bruno, por favor! —le espetó Madre, porque al parecer no había inconveniente en que ella lo interrumpiera a él, pero no funcionaba igual a la inversa—. Estamos aquí, hemos llegado, éste será nuestro hogar en el futuro inmediato y tenemos que poner al mal tiempo buena cara. ¿Me has entendido?

Bruno no sabía qué significaba «el futuro inmediato», y así lo dijo.

—Significa que ahora vivimos aquí —explicó Madre—. Y no se hable más.

Al niño le dio un retortijón; algo crecía en su interior, algo que cuando ascendiera de las profundidades de su ser y saliera al mundo exterior le haría gritar y chillar que todo aquello era una equivocación y una injusticia y un grave error por el que alguien pagaría tarde o temprano, o que sencillamente le haría prorrumpir en llanto. No entendía cómo habían podido llegar a aquella situación. Él estaba tan tranquilo, jugando en su casa, con sus tres mejores amigos para toda la vida, deslizándose por la barandilla de la escalera, intentando ponerse de puntillas para contemplar todo Berlín, y de pronto se encontraba atrapado allí, en aquella casa fría y horrible con tres criadas que hablaban en susurros y un camarero de aspecto desdichado y malhumorado, donde parecía que nadie podría estar alegre nunca.

—Bruno, he dicho que subas y deshagas las maletas ahora mismo —le ordenó Madre con aspereza.

Él supo que hablaba en serio, así que dio media vuelta y se marchó sin decir nada más. Las lágrimas se le acumulaban en los ojos, pero no permitiría que se vertieran.

Subió al piso de arriba y se giró lentamente, describiendo un círculo completo, con la esperanza de descubrir una pequeña puerta o un armario que más tarde podría explorar, pero no había nada. En aquella planta sólo había cuatro puertas, dos a cada lado del pasillo, enfrentadas. Una daba a su dormitorio, otra al dormitorio de Gretel, otra al dormitorio de Madre y Padre y otra al cuarto de baño.

—Este no es mi hogar y nunca lo será —masculló al entrar en su habitación y encontrar toda su ropa esparcida por la cama y las cajas de juguetes y libros todavía por vaciar. Era evidente que María no tenía claras sus prioridades—. Mi madre me ha dicho que venga a ayudarte —dijo con voz queda.

María asintió y señaló una gran bolsa que contenía todos sus calcetines, camisetas y calzoncillos.

—Si quieres, separa todo eso y ve poniéndolo en esa cómoda de ahí. —Señaló un feo mueble al fondo de la habitación, junto a un espejo cubierto de polvo.

Bruno suspiró y abrió la bolsa repleta de ropa interior. Le habría encantado meterse dentro y confiar en que cuando saliera habría despertado y se encontraría de nuevo en su casa.

—¿Tú qué piensas de todo esto, María? —preguntó tras un largo silencio; siempre había sentido simpatía por María, a quien consideraba una más de la familia, pese a que Padre dijera que sólo era una criada y con un sueldo excesivo, por cierto.

—¿De qué?

—De esto —dijo él, como si fuera lo más obvio del mundo—. De que hayamos venido a un sitio como éste. ¿No crees que hemos cometido un grave error?

—Yo no soy nadie para opinar sobre eso, señorito Bruno —repuso María—. Tu madre ya te ha explicado que el trabajo de tu padre…

—¡Jo, estoy harto de oír hablar del trabajo de Padre! Es de lo único que se habla, la verdad. El trabajo de Padre no sé qué y el trabajo de Padre no sé cuántos. Mira, si ese trabajo significa que tenemos que irnos de casa y que tengo que dejar la barandilla de la escalera y a mis tres mejores amigos para toda la vida, creo que Padre debería replantearse su trabajo, ¿no te parece?

Entonces se oyó un chirrido proveniente del pasillo. Bruno se asomó y vio cómo se abría un poco la puerta de la habitación de Madre y Padre. Se quedó paralizado. Madre seguía abajo, lo cual significaba que Padre estaba allí y que quizá hubiera oído lo que Bruno acababa de decir. Se quedó mirando la puerta, casi sin atreverse a respirar, temiendo que Padre saliera de repente para llevárselo abajo y leerle la cartilla.

La puerta se abrió un poco más y Bruno dio un paso atrás al ver aparecer una figura, pero no era Padre. Era un hombre mucho más joven y más bajo que Padre, aunque vestía el mismo tipo de uniforme, sólo que sin tantos adornos. Estaba muy serio y llevaba la gorra firmemente calada. Bruno vio que tenía el pelo muy rubio alrededor de las sienes, de un rubio casi artificial. Llevaba una caja en las manos y se dirigía hacia la escalera, pero se paró un momento al ver a Bruno allí plantado, observándolo. Lo miró de arriba abajo como si fuera la primera vez que veía a un niño y no estuviera muy seguro de qué hacer con él: comérselo, hacer caso omiso de él o pegarle una patada y echarlo escaleras abajo. Al final lo saludó con un rápido gesto y siguió su camino.

—¿Quién era ése? —preguntó Bruno. Parecía un joven tan serio y tan agobiado que debía de tratarse de alguien muy importante.

—Uno de los soldados de tu padre, supongo —contestó María, que al ver aparecer al joven se había puesto muy tiesa y juntado las manos delante del pecho como si rezara. En lugar de mirarlo a la cara, había bajado la vista al suelo, como si temiera convertirse en piedra si atisbaba sus ojos; no se relajó hasta que el joven se hubo marchado—. Ya los iremos conociendo.

—Creo que no me cae bien. Parece demasiado serio.

—Tu padre también es muy serio —observó María.

—Sí, pero él es Padre. Los padres han de ser serios. Tanto da que sean verduleros, maestros, cocineros o comandantes —añadió, enumerando todos los trabajos que sabía que hacían los padres decentes y respetables y sobre cuyos títulos había meditado en numerosas ocasiones—. Y no me parece a mí que ése sea un padre. Aunque se lo veía muy serio, eso sí.

—Bueno, es que tienen un trabajo muy serio —suspiró la criada—. O al menos eso creen ellos. Pero yo en tu lugar evitaría a los soldados.

—Aparte de eso, no veo qué otra cosa puedo hacer —dijo Bruno con tristeza—. Ni siquiera creo que haya alguien con quien jugar que no sea Gretel. Menudo consuelo. Gretel es tonta de remate.

De nuevo sintió ganas de llorar, pero se contuvo, pues no quería parecer un niño pequeño delante de María. Echó un vistazo al dormitorio, intentando descubrir algo interesante. No había nada, o al menos eso parecía. Pero entonces le llamó la atención una cosa. En el lado opuesto al de la puerta había una ventana que arrancaba del techo y se prolongaba a lo largo de la pared, parecida a la de la buhardilla de la casa de Berlín, sólo que no estaba tan alta. Bruno la miró y pensó que quizá podría ver por ella sin necesidad de ponerse de puntillas.

Se acercó poco a poco, con la esperanza de divisar Berlín y su casa y las calles aledañas y las mesas donde los vecinos se sentaban a tomar sus bebidas espumosas y contarse historias graciosísimas. Avanzó despacio porque no quería llevarse un chasco. Pero como aquél era el dormitorio de un niño, no tuvo que caminar demasiado para llegar a la ventana. Pegó la cara al cristal y vio lo que había fuera, y esta vez, si bien sus ojos se abrieron desmesuradamente y sus labios formaron una O, sus manos permanecieron pegadas a los costados porque algo le hizo sentir un frío y un temor muy intensos.

3. La tonta de remate

Bruno estaba seguro de que habría sido mejor dejar a Gretel en Berlín cuidando la casa, porque sólo daba problemas. De hecho, más de una vez había oído decir que Gretel había sido un Problema Desde el Primer Día.

Su hermana era tres años mayor que Bruno y desde que él tenía uso de razón le había dejado muy claro que en lo relativo a los asuntos del mundo, sobre todo cualquier asunto del mundo que afectara a ambos, quien mandaba era ella. A Bruno no le gustaba admitir que le tenía un poco de miedo, pero sinceramente —y él siempre procuraba ser sincero consigo mismo— debía aceptar que así era.

Gretel tenía unas costumbres muy desagradables, como suele pasar con todas las hermanas. Para empezar, se entretenía demasiado en el cuarto de baño por las mañanas, sin importarle que Bruno estuviese esperando fuera dando saltitos, aguantándose el pis.

Tenía una vasta colección de muñecas en los estantes que cubrían las paredes de su habitación, y cuando Bruno entraba allí las muñecas clavaban sus ojos en él y lo seguían con la mirada, observando todos sus movimientos. Bruno estaba convencido de que si entrara en la habitación de Gretel para explorar cuando ella no estuviese en casa, luego las muñecas se lo contarían todo. Además, tenía unas amigas muy antipáticas que por lo visto pensaban que era muy divertido burlarse de él, pero él jamás habría permitido algo así si hubiera sido tres años mayor que su hermana. Daba la impresión de que a las amigas antipáticas de Gretel no había nada que les gustara más que torturarlo y decirle cosas desagradables cuando no estaban cerca Madre ni María.

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