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Authors: John Boyne

Tags: #Drama

El niño con el pijama de rayas (3 page)

BOOK: El niño con el pijama de rayas
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—Bruno no tiene nueve años, sólo tiene seis —decía siempre uno de aquellos monstruos, con un sonsonete, bailando alrededor de él e hincándole un dedo en las costillas.

—Tengo nueve —protestaba él, intentando alejarse.

—Entonces ¿por qué eres tan bajito? —preguntaba el monstruo—. Todos los niños de nueve años son más altos que tú.

Aquello era cierto, y se trataba de una cuestión particularmente delicada para Bruno. El no ser tan alto como los demás niños de su clase era una fuente de constante amargura. De hecho, sólo les llegaba por los hombros. Cuando caminaba por la calle con Karl, Daniel y Martin, a veces la gente lo tomaba por el hermano pequeño de uno de ellos, cuando en realidad era el segundo en edad.

—Venga, di la verdad: sólo tienes seis años —insistía el monstruo.

Bruno se iba corriendo y hacía sus estiramientos y confiaba en que una mañana despertaría y habría crecido un palmo o dos.

Así que una de las ventajas de no estar en Berlín era que ninguna de aquellas brujas aparecería para martirizarlo. Otra ventaja de verse obligado a permanecer en la casa nueva un tiempo, incluso un mes entero, era que quizá hubiera crecido cuando volvieran a su verdadera casa, y entonces ellas ya no podrían maltratarlo. Aquello era algo que debía recordar si quería seguir la sugerencia de Madre: poner al mal tiempo buena cara.

Irrumpió en la habitación de Gretel sin llamar a la puerta y la encontró distribuyendo su ejército de muñecas por los estantes de las paredes.

—¿Qué haces aquí? —le gritó ella, volviéndose rápidamente—. ¿No sabes que no se entra en la habitación de una dama sin llamar a la puerta?

—¿Te has traído todas las muñecas? —preguntó Bruno, que tenía la costumbre de contestar a las preguntas de su hermana con otra pregunta.

—Pues claro. ¿Qué querías que hiciera, dejarlas en casa? Podrían pasar semanas antes de que volvamos allí.

—¿Semanas? —repitió él fingiendo decepción, pero en secreto se alegró porque se había resignado; a la idea de pasar todo un mes allí—. ¿Estás segura?

—Se lo he preguntado a Padre y ha dicho que nos quedaremos aquí en el futuro inmediato.

—¿Qué significa exactamente el futuro inmediato? —quiso saber Bruno, sentándose en el borde de la cama.

—Significa las próximas semanas —contestó Gretel y asintió con la cabeza—. Unas tres semanas.

—Qué alivio. Mientras sea el futuro inmediato y no un mes entero… Porque esto es horrible.

Gretel lo miró y, por una vez, tuvo que admitir que estaba de acuerdo con él.

—Ya —dijo—. No es muy bonito, ¿verdad?

—Es horrible —repitió Bruno.

—Bueno, sí. Ahora puede parecer horrible. Pero cuando arreglemos un poco la casa seguro que no nos parecerá tan mal. Le oí decir a Padre que quienes vivían aquí en Auschwitz antes que nosotros perdieron su empleo muy deprisa y no tuvieron tiempo de arreglar la casa para nosotros.

—¿Auschwitz? —preguntó Bruno—. ¿Qué es un Auschwitz?

—«Un» Auschwitz no, Bruno —suspiró Gretel—. Sólo Auschwitz.

—Bueno, pues ¿qué es Auschwitz?

—Es el nombre de la casa. Auschwitz.

Bruno reflexionó. Fuera no había visto ningún letrero con ese nombre, ni nada escrito en la puerta principal.

Su casa de Berlín ni siquiera tenía nombre; se llamaba sencillamente «número cuatro».

—Pero ¿por qué ese nombre? —preguntó, exasperado.

—Auschwitz era la familia que vivía aquí antes que nosotros, supongo —dijo Gretel—. El padre no debía de hacer bien su trabajo y alguien dijo: «Largaos, ya buscaremos a otro que sepa hacerlo mejor».

—Te refieres a Padre.

—Claro —dijo Gretel, que siempre hablaba de Padre como si él no se equivocara ni se enfadara nunca, y como si siempre fuese a darle un beso de buenas noches antes de que ella se durmiera, cosa que, si Bruno hubiera sido justo y olvidado la tristeza que le producía la mudanza, habría admitido que Padre también hacía con él.

—Entonces ¿estamos aquí, en Auschwitz, porque alguien echó a la familia que vivía en esta casa antes que nosotros?

—Exacto, Bruno. Y ahora, sal de encima de mi colcha. Me la estás arrugando.

Bruno saltó de la cama y aterrizó en la alfombra con un ruido sordo. No le gustó: era un sonido muy hueco, así que decidió que sería mejor no ir dando saltos por aquella casa porque podía derrumbarse y caérseles encima.

—Esto no me gusta —repitió por enésima vez.

—Ya lo sé —dijo Gretel—. Pero no podemos hacer nada, ¿no?

—Echo de menos a Karl, Daniel y Martin.

—Y yo a Hilda, Isobel y Louise —dijo Gretel, y Bruno intentó recordar cuál de las tres niñas era el monstruo.

—Los otros niños no parecen nada simpáticos —comentó, y Gretel, que estaba poniendo una de sus muñecas más aterradoras en un estante, se dio la vuelta y lo miró fijamente.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—He dicho que los otros niños no parecen nada simpáticos.

—¿Los otros niños? —repitió Gretel, desconcertada—. ¿Qué otros niños? Yo no he visto ninguno.

Bruno miró en derredor. En la habitación de Gretel también había una ventana, pero como estaban en el otro lado del pasillo, frente a la habitación de él, la ventana daba a la dirección opuesta. Procurando mantener un aire de misterio, Bruno se dirigió hacia la ventana. Metió las manos en los bolsillos de sus pantalones cortos e intentó silbar una melodía y esquivar la mirada de su hermana.

—¡Bruno! —dijo ésta—. ¿Qué demonios haces? ¿Te has vuelto loco?

Él siguió andando y silbando, sin mirarla, hasta que llegó a la ventana. Por suerte, era lo bastante baja para poder mirar por ella. Se asomó y vio el coche en que habían llegado, así como tres o cuatro coches más de los soldados de Padre, algunos de los cuales andaban por allí, fumando cigarrillos y riendo de algo mientras miraban con nerviosismo hacia el edificio. Un poco más allá estaba el camino de la casa, y más allá había un bosque que parecía ideal para explorar.

—Bruno, ¿quieres hacer el favor de explicarme qué has querido decir con ese último comentario? —preguntó Gretel.

—Mira, un bosque —dijo él sin hacerle caso.

—¡Bruno! —le espetó su hermana, avanzando hacia él con unas zancadas tan grandes que el niño se apartó de un brinco de la ventana.

—¿Qué? —preguntó fingiendo no saber a qué se refería.

—Los otros niños. Has dicho que no parecen nada simpáticos.

—Es verdad. —No quería juzgarlos antes de conocerlos, pero no tenía más remedio que guiarse por las apariencias, pese a que Madre le había dicho muchas veces que aquello no estaba bien.

—Pero ¿qué otros niños? ¿Dónde están?

Bruno sonrió y le indicó que lo acompañara. Ella resopló y siguió a su hermano; fue a dejar la muñeca en la cama, pero se lo pensó mejor y la abrazó con fuerza. Al entrar en el dormitorio de Bruno, María casi la derriba, pues en ese momento salía atropelladamente llevando lo que parecía un ratón muerto.

—Están ahí fuera —dijo Bruno, mirando por la ventana. No se dio la vuelta para comprobar si Gretel había entrado en la habitación; estaba absorto observando a los niños. Por un momento, hasta olvidó que su hermana estaba allí.

Gretel se había detenido en el umbral; se moría de ganas de mirar también, pero algo en el tono de Bruno y en el modo como miraba la puso nerviosa. Su hermano nunca había conseguido engañarla y suponía que tampoco la estaba engañando en aquel momento, pero algo en su actitud la hacía dudar sobre si de verdad quería ver a aquellos niños. Tragó saliva, ansiosa, y rezó en silencio para que volvieran a Berlín en el futuro inmediato y no pasado todo un mes como había apuntado Bruno.

—¿Qué? —dijo el niño al volverse y verla plantada en el umbral, estrechando su muñeca, con las rubias trenzas en perfecto equilibrio sobre los hombros, a punto para recibir un buen tirón—. ¿No quieres verlos?

—Claro que sí —replicó ella, y avanzó con paso vacilante—. Quítate de en medio —dijo, propinándole un codazo.

Hacía una tarde radiante y soleada, y el sol salió por detrás de una nube en el preciso instante en que Gretel se asomó a la ventana; pero un momento más tarde sus ojos se adaptaron a la luz, el sol se ocultó de nuevo y la niña pudo ver exactamente a qué se refería Bruno.

4. Lo que vieron por la ventana

Para empezar, no eran niños. Al menos no todos. Había niños pequeños y niños mayores, pero también padres y abuelos. Quizá también algunos tíos. Y unas cuantas personas de las que viven en las calles y que parecen no tener familia.

—¿Quiénes son? —preguntó Gretel, tan boquiabierta como solía quedarse su hermano últimamente—. ¿Qué clase de sitio es ése?

—No estoy seguro —dijo Bruno, sin faltar a la verdad—. Pero no es tan bonito como Berlín, eso sí lo sé.

—¿Y dónde están las niñas? ¿Y las madres? ¿Y las abuelas?

—A lo mejor viven en otra zona.

Gretel no quería seguir mirando, pero le resultaba muy difícil apartar la mirada. Hasta entonces, lo único que había visto era el bosque hacia el que estaba orientada su ventana; parecía un poco oscuro, pero quizá más allá hubiera algún claro donde hacer meriendas campestres. Sin embargo, desde aquel lado de la casa el panorama era muy diferente.

A primera vista no estaba tan mal. Justo debajo de la ventana de Bruno había un jardín bastante grande y lleno de flores en pulcros y ordenados arriates. Parecían muy bien cuidados por alguien que hubiera comprendido que plantar flores en un sitio como aquél era una buena idea, como lo habría sido, durante una oscura noche de invierno, encender una velita en el rincón de un lúgubre castillo situado en medio de un brumoso páramo.

Más allá de las flores había un bonito adoquinado con un banco de madera, donde Gretel se imaginó sentada al sol leyendo un libro. En el respaldo del banco se veía una placa, pero desde aquella distancia no logró leer la inscripción. El asiento estaba orientado hacia la casa, lo cual podía resultar un poco extraño, pero dadas las circunstancias la niña lo entendió.

Unos seis metros más allá del jardín y las flores y el banco con la placa, todo cambiaba: paralela a la casa discurría una enorme alambrada, con la parte superior inclinada hacia dentro, que se extendía en ambas direcciones hasta más allá de donde alcanzaba la vista. Era una alambrada muy alta, incluso más que la casa donde se hallaban los niños, y estaba sostenida por gruesos postes de madera, como los de telégrafos, repartidos a intervalos. En lo alto, gruesos rollos de alambre de espino enredados formaban espirales. Gretel sintió un escalofrío al ver las afiladas púas.

Detrás de la alambrada no crecía hierba; de hecho, a lo lejos no se veía ningún tipo de vegetación. El suelo parecía de arena, y Gretel sólo vio pequeñas cabañas y grandes edificios cuadrados, separados entre ellos, y una o dos columnas de humo a lo lejos. Abrió la boca para decir algo, pero no encontró palabras para expresar su sorpresa, así que hizo lo único sensato que se le ocurrió: volver a cerrarla.

—¿Lo ves? —dijo Bruno a su espalda. Estaba satisfecho de sí mismo porque, fuera lo que fuese aquello que se veía y fueran quienes fuesen aquellas personas, él lo había visto primero y podría verlo siempre que quisiera, puesto que se veía desde su ventana y no desde la de Gretel. Por tanto, todo aquello le pertenecía: él era el rey de todo lo que contemplaban y ella su humilde súbdita.

—No lo entiendo —admitió Gretel—. ¿A quién se le ocurriría construir un sitio tan horrible?

—¿Verdad que es horrible? Me parece que esas casuchas sólo tienen una planta. Mira qué bajas son.

—Deben de ser casas modernas —sugirió su hermana—. Padre odia las cosas modernas.

—Entonces no creo que le gusten.

—No —dijo Gretel, y siguió contemplándolas.

Tenía doce años y se la consideraba una de las niñas más inteligentes de su clase, así que apretó los labios, entornó los ojos y se exprimió el cerebro para comprender qué era aquello.

—Esto debe de ser el campo —concluyó al fin, volviéndose a mirar a su hermano con expresión de triunfo.

—¿El campo?

—Sí, es la única explicación, ¿no te das cuenta? Cuando estamos en casa, en Berlín, estamos en la ciudad. Por eso hay tanta gente y tantas casas, y tantas escuelas llenas de niños, y no puedes caminar por el centro de la ciudad un sábado por la tarde sin que la multitud te empuje.

—Ya… —asintió Bruno, intentando seguir el razonamiento.

—Pero en clase de Geografía nos enseñaron que en el campo, donde están los granjeros y los animales, y donde se cultivan los alimentos, hay zonas inmensas como ésta donde vive y trabaja la gente que envía a la ciudad todo lo que nosotros comemos. —Miró de nuevo por la ventana y contempló la gran extensión que se abría ante ella, fijándose en las distancias que había entre las cabañas—. Sí, debe de ser eso. Es el campo. A lo mejor ésta es nuestra casa de veraneo —añadió esperanzada.

Bruno reflexionó y negó con la cabeza.

—No lo creo —dijo con convicción.

—Tienes nueve años —replicó Gretel—. ¿Qué sabrás tú? Cuando tengas mi edad entenderás mucho mejor estas cosas.

Bruno sabía que era más pequeño, pero no estaba de acuerdo en que eso le impidiera tener razón.

—Pero si esto es el campo, como dices, ¿dónde están todos esos animales de los que hablas?

Gretel abrió la boca para replicar, pero no se le ocurrió ninguna respuesta adecuada, así que miró de nuevo y escudriñó el terreno en busca de los animales. No los había por ninguna parte.

—Si fuera una granja, habría vacas, cerdos, ovejas y caballos —dijo Bruno—. Y gallinas y patos.

—Pues no hay ninguno —admitió Gretel en voz baja.

—Y si aquí cultivaran alimentos, como has dicho —continuó Bruno, disfrutando de lo lindo—, la tierra tendría mejor aspecto, ¿no crees? No me parece que se pueda cultivar nada en una tierra tan árida.

Gretel volvió a mirar y asintió con la cabeza; no era tan tonta como para empeñarse en tener razón cuando era evidente que no la tenía.

—A lo mejor resulta que no es ninguna granja —dijo.

—No lo es —confirmó Bruno.

—Y eso significa que esto no es el campo —añadió ella.

—No, creo que no lo es.

—Y eso también significa que seguramente ésta no es nuestra casa de veraneo —concluyó Gretel.

—Me parece que no.

Bruno se sentó en la cama y por un instante sintió ganas de que Gretel se sentara a su lado, lo abrazara y le asegurara que todo saldría bien y que al final aquello acabaría gustándoles tanto que ya no querrían regresar a Berlín. Pero ella seguía mirando por la ventana, y esta vez no contemplaba las flores ni el adoquinado ni el banco con la placa ni la alta alambrada ni los postes de madera ni el alambre de espino ni la tierra reseca que había detrás ni las cabañas ni los pequeños edificios ni las columnas de humo: estaba mirando a la gente.

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