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Authors: John Boyne

Tags: #Drama

El niño con el pijama de rayas (4 page)

BOOK: El niño con el pijama de rayas
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—¿Quiénes son todas esas personas? —preguntó con un hilo de voz, como si pensara en voz alta—. ¿Y qué hacen allí?

Bruno se levantó y por primera vez ambos miraron juntos por la ventana, pegados el uno al otro, contemplando lo que pasaba más allá de aquella alambrada levantada a menos de quince metros de su nuevo hogar.

Allá donde mirasen veían individuos que iban de un lado a otro; los había altos, bajos, viejos y jóvenes. Unos estaban de pie, inmóviles, formando grupos, con los brazos pegados a los costados, intentando mantener la cabeza erguida, mientras un soldado pasaba ante ellos gesticulando con la boca muy deprisa, como si les gritara algo. Algunos formaban una especie de cadena de presos y empujaban carretillas a través del campo; salían de un sitio que quedaba fuera del alcance de la vista y llevaban sus carretillas detrás de una cabaña, donde desaparecían nuevamente. Unos cuantos estaban cerca de las cabañas formando grupos, con la vista clavada en el suelo como si jugaran a pasar inadvertidos. Otros caminaban con muletas y muchos llevaban vendajes en la cabeza. Algunos cargaban palas y eran conducidos por soldados hacia un sitio que quedaba oculto.

Bruno y Gretel vieron a cientos de personas, pero había tantas cabañas y el campo se extendía hasta tan lejos, más allá de donde alcanzaba la vista, que daba la impresión de que debía de haber miles.

—Y qué cerca de nosotros viven —comentó Gretel frunciendo el ceño—. En Berlín, en nuestra tranquila y bonita calle, sólo había seis casas. Y mira cuántas hay aquí. ¿Cómo se le ocurriría a Padre aceptar un empleo en un sitio tan horrible y con tantos vecinos? No tiene sentido.

—Mira allí —dijo Bruno.

Gretel siguió la dirección que señalaba el dedo de su hermano y vio salir de una lejana cabaña a un grupo de niños y a unos soldados que les gritaban. Cuanto más les gritaban, más se amontonaban los niños, pero entonces un soldado se abalanzó sobre ellos y los niños se separaron e hicieron lo que al parecer les ordenaban, que era ponerse en fila india. Cuando lo hicieron, los soldados se echaron a reír y aplaudieron.

—Deben de estar ensayando algo —sugirió Gretel, sin tener en cuenta que al parecer algunos niños, incluso mayores, incluso los que tenían la misma edad que ella, estaban llorando.

—Ya te decía yo que aquí había niños —dijo Bruno.

—Pero no son la clase de niños con los que yo quiero jugar. Mira qué sucios están. Hilda, Isobel y Louise se bañan todas las mañanas, como yo. Estos niños parece que no se hayan bañado en la vida.

—Sí, está todo muy sucio. A lo mejor es que no tienen cuartos de baño.

—No seas estúpido —le espetó Gretel, pese a que le habían dicho muchas veces que no debía llamar estúpido a su hermano—. ¿Cómo no van a tener cuartos de baño?

—No lo sé —dijo Bruno—. A lo mejor es que no hay agua caliente.

Gretel siguió mirando unos momentos más; luego se estremeció y se dio la vuelta.

—Me voy a mi habitación a ordenar mis muñecas —anunció—. La vista es más bonita desde allí.

Y echó a andar, cruzó el pasillo, entró en su dormitorio y cerró la puerta, aunque no se puso a ordenar las muñecas enseguida. Se sentó en la cama y empezaron a pasarle muchas cosas por la cabeza.

Su hermano se acercó a la ventana y, mientras contemplaba a aquellos cientos de personas que trajinaban o deambulaban a lo lejos, reparó en que todos —los niños pequeños, los niños no tan pequeños, los padres, los abuelos, los tíos, los hombres que vivían en las calles y que no parecían tener familia— llevaban la misma ropa: un pijama gris de rayas y una gorra gris de rayas.

—Qué curioso —murmuró, y se apartó de la ventana.

5. Prohibido Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones

Sólo se podía hacer una cosa, y era hablar con Padre.

Padre no había viajado desde Berlín en el mismo coche que ellos aquella mañana. Se había marchado unos días antes, la noche del día que Bruno llegó a casa y encontró a María revolviendo sus cosas, incluso las pertenencias que él había escondido en el fondo del mueble, que eran suyas y de nadie más. En los días siguientes, Madre, Gretel, María, el cocinero, Lars y Bruno se habían dedicado a meter sus cosas en cajas y cargarlas en un gran camión que las trasladaría a su nueva casa de Auschwitz.

Esa última mañana, cuando la residencia había quedado vacía y ya no parecía su hogar, metieron sus últimos objetos personales en las maletas y un coche oficial con banderitas rojas y negras en el capó se detuvo ante su puerta para llevárselos de allí.

Madre, María y Bruno fueron los últimos en salir de la casa, aunque Bruno tuvo la impresión de que Madre no se percataba de que la criada seguía allí, porque cuando echaron un último vistazo al vacío recibidor donde habían pasado tantos momentos felices —era el sitio donde ponían el árbol de Navidad en diciembre, el sitio del paragüero en que dejaban los paraguas mojados, el sitio donde Bruno debía dejar sus zapatos manchados de barro cuando entraba, aunque nunca lo hacía—, Madre sacudió la cabeza y comentó una cosa muy extraña.

—No debimos permitir que el Furias viniera a cenar —dijo—. Hay que ver de lo que son capaces algunos con tal de progresar.

Entonces se dio la vuelta y Bruno vio que tenía lágrimas en los ojos, pero ella se sobresaltó al ver a María allí plantada, contemplándola.

—María —dijo, y frunció el ceño—. Creía que estabas en el coche.

—Ya me iba, señora.

—No he querido decir… —añadió Madre; sacudió la cabeza y comenzó de nuevo—: No pretendía insinuar…

—Ya me iba, señora —repitió María, que no debía de conocer la norma que prohibía interrumpir a Madre, y salió rápidamente por la puerta y corrió hacia el coche.

Madre la miró un momento y se encogió de hombros, como si de cualquier manera nada de aquello importara ya realmente.

—Vamos, Bruno —dijo, cogiéndole la mano y cerrando la puerta con llave—. Espero que podamos volver aquí algún día, cuando haya terminado todo esto.

El coche oficial con las banderitas en el capó los llevó a una estación de ferrocarril que tenía dos vías separadas por un ancho andén. A cada lado del andén se encontraba un tren esperando a que subieran los pasajeros. Como había tantos soldados desfilando por el otro lado y la alargada caseta del guardavía interrumpía la visión, Bruno sólo pudo ver brevemente a la multitud. Entonces él y su familia subieron a un tren muy cómodo en el que viajaban muy pocos pasajeros, había muchos asientos vacíos y entraba bastante aire fresco cuando bajaban las ventanillas. Si los trenes hubieran estado orientados en sentidos opuestos, pensó, no habría parecido tan raro, pero no era así; ambos apuntaban hacia el este. Tuvo ganas de gritar a aquella gente que en su vagón quedaban muchos asientos vacíos, pero se abstuvo porque intuyó que, aunque aquello no hiciera enfadar a Madre, seguramente pondría furiosa a Gretel, lo cual habría sido peor.

Bruno no había visto a su padre desde la llegada a la nueva casa de Auschwitz. Poco antes había creído que quizá estaba en su dormitorio, cuando la puerta se había entreabierto, pero resultó ser aquel joven soldado antipático que había mirado a Bruno con unos ojos que no reflejaban ni pizca de ternura. No había oído la retumbante voz de Padre ni una sola vez, ni el sonido de sus pesadas botas en el entarimado de la planta baja. En cambio sí había gente que entraba y salía, y mientras trataba de decidir qué era lo mejor que podía hacer, Bruno oyó un gran alboroto proveniente de abajo; salió al pasillo y se asomó a la barandilla.

Vio la puerta del despacho de Padre abierta, y a cinco hombres delante, riendo y estrechándose las manos. Padre estaba en el centro del grupo; iba muy elegante con su uniforme recién planchado. Se notaba que se había peinado y puesto fijador en su pelo grueso y oscuro. Mientras lo observaba desde arriba, Bruno sintió miedo y admiración a la vez. El aspecto de los otros hombres le gustó menos. Para empezar, no eran tan atractivos como Padre. Ni llevaban uniformes recién planchados. Ni sus voces eran tan retumbantes. Ni llevaban botas lustradas. Todos sostenían la gorra bajo el brazo y parecían rivalizar por la atención de Padre. Bruno sólo entendió algunas de las frases que decían.

—… empezó a cometer errores el mismo día que llegó aquí. Al final el Furias no tuvo más remedio que… —dijo uno.

—¡… disciplina! —dijo otro—. Y competencia. Nos ha faltado competencia desde principios del cuarenta y dos, y sin eso…

—… está claro, los números no mienten. Está claro, comandante… —dijo el tercero.

—… y si construimos otro —dijo el último—, imagínese lo que podríamos hacer entonces… ¡Imagínese…!

Padre alzó una mano e inmediatamente los demás guardaron silencio. Era como si él fuera el director de un conjunto de voces masculinas.

—Caballeros —dijo, y esa vez Bruno entendió todas y cada una de las palabras que oyó, porque no había sobre la tierra ningún hombre capaz de hacerse oír mejor que Padre desde un extremo al otro de una habitación—. Agradezco mucho sus sugerencias y sus palabras de ánimo. Y el pasado, pasado está. Empezaremos de nuevo, pero lo haremos mañana. Porque ahora será mejor que ayude a mi familia a instalarse, o tendré más problemas aquí dentro de los que tienen ellos ahí fuera, ya me comprenden.

Los otros rieron y le estrecharon la mano. Antes de marcharse, formaron una hilera, como si fueran soldaditos de juguete, y saludaron estirando un brazo al frente, como Padre había enseñado a saludar a Bruno, con la palma de la mano hacia abajo, levantando el brazo con un firme movimiento mientras gritaban las dos palabras que a Bruno le habían enseñado que debía decir siempre que alguien se las dijera a él. Entonces se marcharon y Padre volvió a su despacho, donde estaba Prohibido Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones.

Bruno bajó despacio la escalera y vaciló un instante frente a la puerta. Estaba triste porque Padre no había subido a verlo durante la hora, más o menos, que él llevaba en la casa nueva, aunque ya le habían explicado que Padre estaba muy ocupado y no había que molestarlo por tonterías como un saludo. Pero los soldados ya se habían marchado y pensó que no pasaría nada si llamaba a la puerta.

En Berlín, Bruno había estado en el despacho de Padre en contadas ocasiones, generalmente porque se había portado mal y había que leerle la cartilla. Sin embargo, la norma que se aplicaba al despacho de Padre en Berlín era una de las más importantes que Bruno había aprendido, y no era tan tonto como para pensar que no fuera a aplicarse también allí, en Auschwitz.

Con todo, como llevaban varios días sin verse, pensó que no le importaría que por una vez llamara a la puerta.

Quizá Padre no lo oyó, quizá Bruno no llamó lo bastante fuerte, pero nadie abrió la puerta. Así que llamó de nuevo, esta vez un poco más fuerte; entonces oyó una retumbante voz al otro lado de la puerta: «¡Pase!».

Bruno entró y adoptó la postura acostumbrada de ojos muy abiertos, labios formando una O y brazos extendidos hacia los lados. El resto de la casa quizá fuera un poco oscuro y triste y sin muchas posibilidades para la exploración, pero aquella habitación era otra cosa. Para empezar, el techo era muy alto y en el suelo había una alfombra en la que Bruno pensó que se hundiría si la pisaba. Las paredes apenas se veían, recubiertas de estantes de caoba oscura llenos de libros, como los que había en la biblioteca de la casa de Berlín. En la pared del fondo había unas enormes ventanas saledizas que se proyectaban sobre el jardín y permitían colocar un cómodo asiento delante; y en el centro de todo aquello, sentado detrás de un enorme escritorio de roble, estaba Padre, que levantó la vista de sus papeles y esbozó una ancha sonrisa.

—¡Bruno! —exclamó. Acto seguido rodeó el escritorio y le estrechó la mano con firmeza, porque Padre no era de la clase de personas que dan abrazos, a diferencia de Madre y la Abuela, que los daban casi con demasiada frecuencia, acompañándolos de húmedos besos—. Hijo mío —añadió.

—Hola, Padre —dijo él en voz baja, un poco intimidado por el esplendor de la habitación.

—Bruno, pensaba subir a verte ahora mismo, te lo aseguro. Sólo tenía que acabar una reunión y escribir una carta. Veo que habéis llegado bien, ¿no?

—Sí, Padre.

—¿Has ayudado a tu madre y tu hermana a cerrar la casa?

—Sí, Padre.

—Estoy orgulloso de ti. —Asintió en señal de aprobación—. Siéntate, hijo.

Señaló el amplio sillón que había enfrente de su escritorio y Bruno se sentó en él —sus pies no llegaban al suelo—, mientras Padre volvía a su asiento detrás del escritorio y lo miraba fijamente. Hubo un momento de silencio, hasta que Padre dijo:

—¿Y bien? ¿Qué opinas?

—¿Que qué opino? ¿Qué opino de qué?

—De tu nuevo hogar. ¿Te gusta?

—No —contestó Bruno sin vacilar, porque siempre procuraba ser sincero. Además, si vacilaba aunque sólo fuera un instante no tendría valor para decir lo que de verdad pensaba—. Creo que deberíamos volver a casa —añadió con coraje.

La sonrisa de su padre se apagó un poco, echó un rápido vistazo a su carta y luego volvió a levantar la cabeza, como si meditara bien su respuesta.

—Es que ya estamos en casa, Bruno —dijo al fin con voz dulce—. Auschwitz es nuestro nuevo hogar.

—Pero ¿cuándo volveremos a Berlín? —preguntó el niño, desanimado tras oír aquello—. Berlín es mucho más bonito.

—Vamos, vamos —dijo Padre, que no estaba para tonterías—. No me vengas con bobadas. Un hogar no es un edificio, ni una calle ni una ciudad; no tiene nada que ver con cosas tan materiales como los ladrillos y el cemento. Un hogar es donde está tu familia, ¿entiendes?

—Sí, pero…

—Y tu familia está aquí, Bruno. En Auschwitz.
Ergo
, éste es nuestro hogar.

Bruno no sabía qué quería decir
ergo
, pero no necesitaba saberlo porque se le ocurrió una respuesta muy hábil.

—Pero los abuelos se han quedado en Berlín —adujo—. Y ellos también son nuestra familia. O sea que éste no puede ser nuestro hogar.

Padre reflexionó y asintió con la cabeza. Hizo una larga pausa antes de responder:

—Sí, Bruno, ellos también son nuestra familia. Pero tú, Gretel, Madre y yo somos las personas más importantes de la familia, y ahora vivimos aquí. En Auschwitz. ¡Vamos, no estés tan triste! —Porque era evidente que Bruno estaba muy triste—. Ni siquiera le has dado una oportunidad. Estoy seguro de que esto acabará gustándote.

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