Durante las semanas siguientes Madre parecía más y más descontenta con la vida en Auschwitz y Bruno entendía perfectamente a qué se debía su desazón. Al fin y al cabo, cuando llegaron allí él también odió aquel lugar, debido a que no podía compararse con su casa de Berlín y a que echaba de menos muchas cosas, como a sus tres mejores amigos para toda la vida. Pero con el tiempo la situación había cambiado, sobre todo gracias a Shmuel, que se había convertido para él en una persona más importante de lo que Karl, Daniel o Martin lo habían sido nunca. Pero Madre no tenía ningún Shmuel. No tenía nadie con quien hablar, y la única persona con la que había trabado alguna amistad, el joven teniente Kotler, había sido destinada a otro sitio.
Aunque intentaba no ser como los niños que se dedican a escuchar por el ojo de la cerradura y por las chimeneas, una tarde Bruno pasó por delante del despacho de Padre mientras Madre y Padre estaban dentro manteniendo una de sus conversaciones. Bruno no quería escuchar a hurtadillas, pero sus padres hablaban en voz tan alta que de todos modos los oyó.
—Es horrible —decía Madre—. Horrible. Ya no lo soporto.
—No tenemos alternativa —replicó Padre—. Esta es nuestra misión y…
—No, ésta es tu misión —lo cortó Madre—. Tu misión, no la nuestra. Si quieres, puedes quedarte aquí.
—¿Y qué pensará la gente si permito que tú y los niños volváis a Berlín sin mí? —replicó Padre—. Harán preguntas sobre mi compromiso con el trabajo que desempeño aquí.
—¿Trabajo? —gritó Madre—. ¿A esto llamas trabajo?
Bruno no oyó mucho más porque las voces se estaban acercando a la puerta y siempre cabía la posibilidad de que Madre saliera hecha una furia en busca de licor medicinal, así que subió la escalera a toda prisa. Sin embargo, había oído suficiente para saber que tal vez regresaran a Berlín, y le sorprendió comprobar que no sabía qué sentir al respecto.
Recordaba que le encantaba vivir en Berlín, pero allí debían de haber cambiado mucho las cosas. Seguramente Karl y sus otros dos mejores amigos para toda la vida cuyos nombres no conseguía recordar ya se habrían olvidado de él. La Abuela había muerto y casi nunca tenían noticias del Abuelo, que, según decía Padre, ya chocheaba.
Pero Bruno se había acostumbrado a la vida en Auschwitz: no le importaba tener que aguantar a herr Liszt, se llevaba muy bien con María —mucho mejor que cuando vivían en Berlín—, Gretel seguía con su mala racha y lo dejaba en paz (y ya no parecía tan tonta de remate), y sus tardes conversando con Shmuel lo llenaban de alegría.
Bruno no sabía cómo sentirse y decidió que, pasara lo que pasase, aceptaría la decisión sin protestar.
Durante unas semanas nada cambió; la vida seguía su curso con normalidad. Padre pasaba la mayor parte del tiempo en su despacho o al otro lado de la alambrada. Madre estaba muy callada durante el día y echaba más siestas, a veces incluso antes de comer (Bruno estaba preocupado por su salud, porque no conocía a nadie que necesitara tomar tanto licor medicinal). Gretel se quedaba en su habitación concentrada en los diversos mapas que había colgado en las paredes; consultaba los periódicos durante horas antes de desplazar un poco los alfileres (herr Liszt estaba muy satisfecho con aquella actividad de Gretel). Y Bruno hacía exactamente lo que le pedían, no causaba ningún problema y disfrutaba con el hecho de tener un amigo secreto del que nadie sabía nada.
Hasta que un buen día Padre llamó a Bruno y Gretel a su despacho y les comunicó los cambios que se avecinaban.
—Sentaos, niños —dijo señalando los dos grandes sillones de piel, donde siempre les advertían que no debían sentarse cuando tenían ocasión de entrar en el despacho de Padre porque llevaban las manos sucias. Padre se sentó detrás de su escritorio—. Hemos decidido realizar ciertos cambios —empezó, y parecía un poco triste—. Decidme: ¿sois felices aquí?
—Sí, Padre, por supuesto —respondió Gretel.
—Sí, Padre —contestó Bruno.
—¿Y nunca echáis de menos Berlín?
Los niños pensaron un momento y se miraron, preguntándose cuál de los dos iba a comprometerse primero a dar una respuesta.
—Bueno, yo lo añoro muchísimo —dijo Gretel al final—. No me importaría volver a tener amigas.
Bruno sonrió pensando en su secreto.
—Amigas —dijo Padre, asintiendo con la cabeza—. Sí, he pensado a menudo en eso. A veces debes de haberte sentido sola.
—Sí, muy sola —confirmó Gretel.
—¿Y tú, Bruno? ¿Echas de menos a tus amigos?
—Pues… sí —contestó él, sopesando con cuidado su respuesta—. Pero creo que allá donde fuese siempre echaría de menos a alguien. —Era una referencia indirecta a Shmuel, pero no quería ser más explícito.
—Pero ¿te gustaría volver a Berlín? —preguntó Padre—. Me refiero a si hubiera alguna posibilidad.
—¿Todos nosotros? —preguntó Bruno.
Padre soltó un hondo suspiro y negó con la cabeza.
—Madre, Gretel y tú. Volveríais a la casa de Berlín. ¿Te gustaría?
Bruno reflexionó.
—Bueno, si tú no vinieras no me gustaría —contestó, porque era la verdad.
—Entonces ¿preferirías quedarte aquí conmigo?
—Preferiría que los cuatro continuáramos juntos —dijo él, incluyendo a Gretel a regañadientes—. En Berlín o en Auschwitz.
—¡Oh, Bruno! —exclamó Gretel con exasperación, y Bruno no supo si lo había dicho porque podía estar estropeándole los planes de regresar a Berlín o porque (según ella) seguía pronunciando mal el nombre de su casa.
—Bien, me temo que de momento eso no será posible —dijo Padre—. Me temo que el Furias todavía no tiene previsto relevarme de mi puesto. Por otra parte, Madre cree que éste sería un buen momento para que vosotros tres volvierais a casa y os instalarais allí, y pensándolo bien… —Hizo una breve pausa y miró por la ventana que tenía a su izquierda, por la que se veía el campo que había al otro lado de la alambrada—. Pensándolo bien, quizá tenga razón. Quizá éste no sea un lugar adecuado para criar a dos niños.
—Pues aquí hay cientos de niños —dijo Bruno impulsivamente—. Lo que pasa es que están al otro lado de la alambrada.
Tras aquel comentario hubo un silencio, pero no un silencio normal de los que se producen cuando nadie habla, sino un silencio muy ruidoso. Padre y Gretel miraron a Bruno de hito en hito.
—¿Qué quieres decir con que al otro lado hay cientos de niños? —preguntó Padre—. ¿Qué sabes tú de lo que pasa allí?
Bruno abrió la boca para responder, pero temía meterse en un aprieto si hablaba demasiado.
—Los veo desde la ventana de mi dormitorio —dijo al final—. Están muy lejos, claro, pero por lo que parece hay cientos. Y todos llevan pijama de rayas.
—Ya, el pijama de rayas —dijo Padre asintiendo con la cabeza—. ¿Y has estado observándolos?
—Bueno, los he visto. No estoy seguro de que sea lo mismo.
Padre sonrió.
—Muy bien, Bruno —dijo—. Y tienes razón, no es lo mismo. —Volvió a vacilar un momento y entonces hizo un movimiento con la cabeza, como si hubiera tomado una decisión irrevocable—. Sí, Madre tiene razón —dijo, sin mirar a Gretel ni a Bruno—. Tiene toda la razón. Lleváis mucho tiempo aquí. Ya es hora de que volváis a casa.
Y así fue como se tomó la decisión. Enviaron un aviso, pues había que limpiar la casa a fondo, barnizar la barandilla, planchar las sábanas y hacer las camas, y Padre anunció que Madre, Gretel y Bruno regresarían a Berlín la semana siguiente.
El niño comprendió que volver a Berlín no le ilusionaba tanto como habría podido imaginar y que no tenía ninguna gana de comunicarle la noticia a Shmuel.
El día después de que Padre dijera a Bruno que pronto volvería a Berlín, Shmuel no fue a la alambrada como era habitual. Tampoco apareció al día siguiente. El tercer día, cuando Bruno llegó allí, no estaba; esperó diez minutos y estaba a punto de volver a casa, sumamente preocupado por tener que marcharse de Auschwitz sin haberse despedido de su amigo, cuando a lo lejos un punto se convirtió en una manchita que se convirtió en un borrón que se convirtió en una figura que a su vez se convirtió en el niño del pijama de rayas. Bruno sonrió al verlo sentarse en el suelo y sacó de su bolsillo el trozo de pan y la manzana que había llevado de casa para dárselos. Pero ya desde lejos había advertido que su amigo parecía más triste que de costumbre, y tampoco cogió la comida con el entusiasmo de siempre.
—Pensaba que ya no vendrías —dijo Bruno—. Vine ayer y anteayer y no estabas.
—Lo siento —dijo Shmuel—. Es que ha pasado una cosa.
Bruno lo miró y entornó los ojos, intentando adivinar qué podía haber pasado. Se preguntó si también a él le habrían dicho que volvía a su casa; después de todo, a veces ocurren coincidencias como ésa, como el hecho de que Bruno y Shmuel hubieran nacido el mismo día.
—¿Qué? —preguntó Bruno—. ¿Qué ha pasado?
—Mi padre —dijo Shmuel—. No lo encontramos.
—¿Que no lo encontráis? Eso es muy raro. ¿Qué quieres decir? ¿Que se ha perdido?
—Supongo. El lunes estaba aquí, luego se marchó a hacer su turno de trabajo con unos cuantos hombres más y ninguno ha regresado todavía.
—¿Y no te ha escrito ninguna carta? ¿No te ha dejado ninguna nota diciendo cuándo piensa volver?
—No —contestó Shmuel.
—Qué raro —se extrañó Bruno—. ¿Ya lo has buscado bien? —preguntó tras una pausa.
—Claro que lo he buscado —dijo Shmuel exhalando un suspiro—. He hecho eso de lo que tú siempre hablas. He explorado por ahí.
—¿Y no has encontrado rastro de él?
—No, ni rastro.
—Pues eso es muy extraño. Pero seguramente tiene una explicación muy sencilla.
—¿Y cuál es? —preguntó Shmuel.
—Supongo que habrán llevado a los hombres a trabajar a otro pueblo y que tendrán que quedarse allí unos días, hasta que terminen su trabajo. De todas formas, este sitio no es ninguna maravilla. Ya verás como no tarda en aparecer.
—Eso espero —dijo Shmuel, que estaba al borde del llanto—. No sé qué vamos a hacer sin él.
—Si quieres puedo preguntarle a Padre si sabe algo —dijo Bruno con cautela, confiando en que su amigo no dijera que sí.
—No creo que sea buena idea —dijo Shmuel, lo cual produjo cierta inquietud en Bruno, pues no era un rechazo rotundo de su ofrecimiento.
—¿Por qué no? —insistió igualmente—. Padre está muy informado de todo lo que ocurre al otro lado de la alambrada.
—Me parece que a los soldados no les caemos bien. Bueno —añadió con algo parecido a una risotada—, sé muy bien que no les caemos bien. Nos odian.
Bruno dio un respingo.
—Estoy seguro de que no es así —dijo.
—Sí, nos odian —insistió Shmuel inclinándose hacia delante, entornando los ojos y haciendo una mueca de rabia con los labios—. Pero eso no me importa, porque yo también los odio. ¡Los odio! —repitió con convicción.
—Pero a Padre no lo odias, ¿verdad? —preguntó Bruno.
Shmuel se mordió el labio inferior y no dijo nada. Había visto al padre de Bruno en varias ocasiones y no entendía cómo aquel hombre podía tener un hijo tan simpático y amable.
—En fin —dijo Bruno tras una pausa, pues no quería seguir hablando de aquel asunto—, yo también tengo que contarte una cosa.
—¿Ah, sí? —dijo Shmuel levantando la cabeza, esperanzado.
—Sí, que voy a volver a Berlín.
Shmuel puso cara de sorpresa.
—¿Cuándo? —preguntó, y la voz se le quebró un poco.
—A ver, hoy es jueves. Y nos vamos el sábado. Después de comer.
—Pero ¿cuánto tiempo vas a estar fuera?
—Creo que nos vamos para siempre —respondió Bruno—. A Madre no le gusta Auschwitz, dice que no es un sitio adecuado para criar a dos hijos, así que Padre va a quedarse trabajando aquí porque el Furias tiene grandes proyectos para él, pero los demás volvemos al hogar. —Utilizó la palabra «hogar», pese a que ya no estaba seguro de dónde estaba su hogar.
—Entonces ¿no volveré a verte? —preguntó Shmuel.
—Bueno, sí, algún día. Podrías venir de vacaciones a Berlín. Al fin y al cabo, no te quedarás aquí para siempre, ¿no?
Shmuel negó con la cabeza.
—Supongo que no —dijo con tristeza. Y añadió—: Cuando te marches, ya no tendré nadie con quien hablar.
—Ya —dijo Bruno. Quería añadir «Yo también te echaré de menos, Shmuel», pero le dio un poco de vergüenza—. Así que, hasta entonces, mañana nos veremos por última vez. Mañana tendremos que despedirnos. Procuraré traerte un regalo especial.
Shmuel asintió con la cabeza, pero no encontraba palabras para expresar la pena que sentía.
—Me habría gustado poder jugar contigo —dijo Bruno tras una larga pausa—. Aunque sólo fuera una vez. Sólo para tener algo que recordar.
—A mí también —coincidió Shmuel.
—Llevamos más de un año hablando y no hemos podido jugar ni una sola vez. ¿Y sabes otra cosa? —agregó—. Todo este tiempo he estado observando dónde vives desde la ventana de mi dormitorio, pero nunca he visto por mí mismo cómo es.
—No te gustaría —dijo Shmuel—. Tu casa es mucho más bonita.
—Ya, pero me habría gustado ver la tuya.
Shmuel caviló unos momentos, entonces se inclinó y levantó un poco la alambrada, hasta formar un hueco por donde habría podido colarse un niño pequeño, quizá de la estatura y el tamaño de Bruno.
—¿Por qué no pasas? —propuso.
Bruno parpadeó y se lo pensó.
—No creo que me dejen —dijo con reserva.
—Bueno, seguramente tampoco te dejan venir aquí todos los días y hablar conmigo —dijo Shmuel—. Pero aun así lo haces, ¿no?
—Pero si me descubrieran me las cargaría —razonó Bruno, que estaba seguro de que Madre y Padre no lo aprobarían.
—En eso tienes razón —dijo Shmuel; soltó la alambrada y se quedó mirando el suelo con lágrimas en los ojos—. Supongo que mañana nos veremos y nos despediremos.
Los dos se quedaron callados un momento. De pronto Bruno tuvo una idea genial.
—A no ser… —empezó, pensándolo y dejando que el plan fuera tramándose en su mente. Se tocó la rapada cabeza; el pelo apenas había empezado a crecer—. Dijiste que me parecía a ti, ¿recuerdas? —le preguntó a Shmuel—. Porque me habían afeitado la cabeza.
—Sí, pero más gordo.
—Pues aprovechando que me parezco a ti, y si tuviera también un pijama de rayas, podría ir de visita al otro lado sin que se enterara nadie.