El primer día (17 page)

Read El primer día Online

Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
10.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Jeanne, me sabe fatal —dijo Keira mirando su reloj—, pero ahora tengo que dejarte. Te llamaré cuando…

—Cuelga ya mismo, vamos, que al final vas a llegar tarde. ¿Ya has colgado?

—¡No!

—¿Y a qué estás esperando? ¡Vamos!

Keira colgó el teléfono y entró en el vestíbulo del edificio. Un vigilante la invitó a subir a uno de los ascensores. La Fundación Walsh estaba reunida en el último piso. Eran las seis de la tarde. Las puertas de la cabina se abrieron de nuevo y una azafata guió a Keira a través de un largo pasillo. La sala, completamente a rebosar, era más grande de lo que se había imaginado.

Un centenar de asientos formaban un hemiciclo que rodeaba el gran estrado. En primera fila, los miembros del jurado, sentados cada uno delante de una mesa, escuchaban atentamente a uno de los ponentes, que presentaba ya sus trabajos dirigiéndose a la asamblea con la ayuda de un micrófono. El corazón de Keira se desbocó, encontró con la mirada la única silla todavía libre, en la cuarta fila, y se abrió camino para llegar hasta allí. El orador, que había sido el primero de la jornada en tomar la palabra, defendía un proyecto de investigación en biogenética. Su exposición duró los quince minutos reglamentarios y fue acogida con una salva de aplausos.

El segundo candidato presentó el prototipo de un aparato que permitía realizar sondeos acuíferos con un coste mínimo, así como un proceso de purificación de las aguas salobres que funcionaba con energía solar. El agua sería el oro azul del siglo XXI, la apuesta más valiosa para el hombre; en muchos lugares del planeta, la supervivencia dependería de ella. La falta de agua potable sería el germen de las guerras futuras, de los grandes desplazamientos de personas. La exposición acabó siendo más política qua técnica.

El tercer participante hizo un discurso brillante sobre las energías alternativas. Tal vez incluso demasiado brillante para el gusto de la presidenta de la fundación, que intercambió unas cuantas palabras con su vecino mientras el ponente estaba hablando.

—Pronto nos tocará a nosotros —me susurró Walter—. Vas a estar magnífico.

—No tenemos ninguna posibilidad.

—Si les gustas tanto a los miembros del jurado como a esa chica, tenemos el premio en el bolsillo.

—¿Qué chica?

—Ésa que no te quita el ojo de encima desde que ha entrado a la sala. Allí —insistió mientras la señalaba disimuladamente con la cabeza—. En la cuarta fila, a nuestra izquierda. ¡Pero no te vuelvas ahora, que tú eres muy torpe y se te notaría mucho!

Por supuesto, me volví y no fui capaz de descubrir a ninguna mujer mirándome.

—Estás alucinando, mi pobre Walter.

—Te devora con los ojos. Pero gracias a tu legendaria discreción, se ha vuelto a meter en su concha igual que un cangrejo ermitaño.

Volví a lanzar una mirada y la única cosa que descubrí en la cuarta fila fue que había una silla vacía.

—¡Lo estás haciendo a propósito! —me regañó Walter—. Llegados a este punto está claro que ya podemos catalogarte como un caso sin solución.

—¡Por favor, Walter, estás sacando las cosas de quicio!

Me llamaron por el nombre, había llegado mi turno.

—Sólo estaba intentando distraerte un poco, quitarte un poco de estrés para que no te superaran los nervios. Y, de hecho, me da la impresión de que lo he conseguido. Vamos, ahora te toca estar perfecto, es todo lo que te pido.

Cogí todas mis notas y me disponía a levantarme cuando Walter se inclinó a mi oído y me dijo:

—Lo de la joven no me lo he inventado, así que buena suerte, amigo —concluyó dándome una alegre palmada en la espalda.

Aquel momento quedará para siempre como uno de los peores recuerdos de toda mi vida. El micrófono dejó de funcionar. Un técnico se subió al estrado para intentar arreglarlo, pero no lo consiguió. Iban a instalar otro, pero antes tenían que encontrar la llave del cuarto técnico. Yo quería acabar lo antes posible, así que decidí pasar del micro; los miembros del jurado estaban sentados en la primera fila y mi voz debía de sonar lo suficientemente alto como para que me oyeran. Walter, que había adivinado mi impaciencia, empezó a hacerme signos con las manos para hacerme comprender que no era una buena idea, pero yo ignoré su mímica suplicante y empecé a hablar.

Mi exposición fue laboriosa. Intenté explicar a mi auditorio que el futuro de la humanidad no sólo dependía del conocimiento que teníamos de nuestro planeta y de sus océanos, sino también de lo que todavía nos quedaba por aprender del espacio. A semejanza de los primeros navegantes que emprendieron la vuelta al mundo cuando todavía se creía que la Tierra era plana, ahora nos tocaba ir en busca del descubrimiento de galaxias lejanas. Era imposible enfrentarnos a nuestro futuro sin saber cómo había empezado todo. Dos preguntas confrontan al hombre a los límites de su inteligencia, dos preguntas a las que ni siquiera el más sabio de nosotros puede responder: la primera, qué es infinitamente pequeño y qué es infinitamente grande; la segunda, cuál es el instante cero, el momento en que todo comenzó. Cualquiera que se preste al juego de intentar resolver estas dos preguntas se encontrará incapaz de imaginar ni la más mínima hipótesis.

Cuando creía que la Tierra era plana, el hombre no era capaz de concebir que en su mundo existiera nada más allá de la línea del horizonte que se podía ver. Por miedo a desaparecer en la nada, temía al gran azul. Sin embargo, cuando decidió adentrarse en el horizonte fue el horizonte quien reculó, y cuanto más avanzaba el hombre, más comprendía la extensión del mundo al que pertenecía.

Por fin ha llegado nuestro turno de explorar el Universo, de interpretar, mucho más allá de las galaxias que conocemos, la multitud de informaciones que llegan hasta nosotros desde espacios y tiempos remotos. Dentro de unos pocos meses, los norteamericanos lanzarán al espacio el telescopio más potente que jamás haya existido. Tal vez nos permitirá ver, oír y conocer cómo se formó el Universo, o si han surgido otras vidas en planetas parecidos al nuestro. Es el momento de dirigirse a la aventura.

Creo que Walter tenía razón: una joven me miraba de forma especial desde la cuarta fila. Su cara me recordaba a algo. En cualquier caso, al menos había una persona en la sala que parecía cautivada por mi discurso. Pero como no era el momento más adecuado para la seducción, tras un corto instante de duda concluí mi exposición.

La luz del primer día viaja desde lo más profundo del Universo en dirección a nosotros. ¿Sabremos captarla, interpretarla? ¿Comprenderemos finalmente cómo empezó todo?

Un silencio de muerte. Nadie se movía. Sentía el calvario del muñeco de nieve que se funde lentamente al sol; yo era ese muñeco de nieve. Entonces Walter empezó a aplaudir y yo empecé a recoger mis notas apresuradamente. De pronto la presidenta del jurado se levantó y empezó a aplaudir también, y todos los miembros del comité se unieron a ella y la sala entera los siguió. Di las gracias a todo el mundo y abandoné el estrado.

Walter me recibió con un enorme abrazo.

—Has estado…

—¿Patético o espantoso? Te dejo escoger. Ya te había avisado de que no teníamos ninguna posibilidad.

—¿Quieres callarte de una vez? Si no me hubieras interrumpido te habría dicho que has estado impresionante. El auditorio estaba mudo, ¡no se ha oído una sola tos en la sala!

—¡Normal, al cabo de cinco minutos estaban todos muertos!

Cuando me senté de nuevo vi a la joven de la cuarta fila levantarse y subir al estrado. Por eso me miraba tan fijamente: ambos competíamos por lo mismo y estaba analizando todo lo que tenía que evitar hacer.

El micrófono seguía sin funcionar, pero su voz clara llegó hasta el fondo de la sala. Alzó la cabeza y su mirada se evadió a otro lugar, a un país lejano. Nos habló de África, de una tierra ocre que sus manos excavaban sin descanso. Explicó que el hombre jamás sería libre de ir allí adónde deseaba si antes no descubría de dónde venía. Su proyecto era, de alguna manera, el más ambicioso de todos; no se trataba de ciencia ni de tecnología punta, sino de cumplir un sueño, el suyo.

«¿Quiénes son nuestros padres?» Éstas fueron sus primeras palabras. ¡Y yo que soñaba con averiguar dónde empezaba el alba!

Cautivó a la asamblea desde el primer momento de su exposición. Sin embargo, «exposición» no me parece la palabra adecuada, lo que ella nos explicaba era más bien un cuento.
Walter había caído rendido, igual que los miembros del
jurado y cada uno de los que estábamos en aquella sala. Habló del Valle del Omo. Yo habría sido completamente incapaz de describir las montañas de Atacama tan bellamente como ella dibujaba ante nosotros las orillas del río etíope. Por momentos casi me parecía escuchar el chapoteo del agua, notar el soplo del viento que arrastraba el polvo, sentir los mordiscos del sol… En el tiempo que duró su relato, podría haber abandonado mi profesión para abrazar la suya, pertenecer a su equipo, cavar el árido suelo a su lado. La chica se sacó un extraño objeto del bolsillo y se lo colocó delicadamente en el hueco de la palma de la mano, que tendió abierta hacia la asamblea para que todos pudiéramos verlo.

—Esto es el fragmento de un cráneo. Lo encontré a quince metros de profundidad, en el fondo de una gruta. Tiene quince millones de años. Es un minúsculo fragmento de humanidad. Si pudiera excavar un poco más hondo, más lejos, durante más tiempo, a lo mejor podría volver a ponerme delante de todos ustedes y decirles, por fin, quién fue el primer hombre.

La sala no tuvo necesidad de los aplausos incitadores de Walter para ovacionar a la joven al final de su exposición.

Todavía quedaban diez candidatos y no me habría gustado estar en el pellejo de aquellos a los que les tocaba presentar sus investigaciones después de ella.

A las nueve y media el jurado se retiró para deliberar y la sala se vació. La calma de Walter me desconcertaba. Sospeché que había abandonado toda esperanza en lo que se refería a nuestros intereses.

—Ahora sí creo que nos merecemos una buena cerveza —me dijo mientras me cogía del brazo.

Yo tenía un nudo en el estómago demasiado grande como para tomar nada; había acabado por entrar en el juego y ahora sólo deseaba que los minutos pasaran de prisa, incapaz de relajarme.

—¿Qué te pasa, Adrián? ¿Dónde han quedado tus preciosas lecciones sobre la relatividad del tiempo? La hora que nos queda por delante va a parecemos larguísima, así que, anda, ¡vayamos a tomar un rato el aire y distraigámonos un poco!

En la gélida entrada del edificio, algunos candidatos igual de inquietos que nosotros se fumaban un pitillo mientras daban saltitos todo el tiempo para entrar en calor. Ni rastro de la joven de la cuarta fila: se había volatilizado. Walter tenía razón, el tiempo se había parado y la espera me pareció que duraba una eternidad. Sentados a la mesa del bar del Marriott, consultaba el reloj sin cesar. Por fin llegó el momento de volver a la sala donde el jurado anunciaría su decisión.

La desconocida de la cuarta fila había vuelto a su lugar: no me dirigió ni una sola mirada. La presidenta de la fundación entró seguida de los miembros del jurado. Subió al estrado y felicitó al conjunto de los candidatos por la excelencia de sus presentaciones. La deliberación había sido difícil, afirmó, y habían sido necesarios varios turnos de votaciones para tomar una decisión final.

Le concedieron una mención especial al candidato que había presentado el proyecto de saneamiento de las aguas, pero fue el primer orador quien se llevó la recompensa, que contribuiría a financiar sus investigaciones en biogenética. Walter encajó el golpe sin inmutarse. Me dio un golpecito en la espalda y me aseguró con mucha amabilidad que no teníamos nada que reprocharnos, que lo habíamos hecho lo mejor que habíamos podido. La presidenta del jurado interrumpió los aplausos.

Tal como ya había anunciado, el jurado había tenido muchas dificultades para decidirse. De forma excepcional, la dotación sería compartida este año entre dos candidatos o, más exactamente, entre un candidato y una candidata.

La desconocida de la cuarta fila era la única mujer que se había presentado ante los miembros de la fundación. La presidenta le dirigió una sonrisa y ella se levantó tambaleándose; entre el estruendo de los aplausos no conseguí oír su nombre.

Asistimos a algunos abrazos sobre el escenario y los participantes, al igual que sus conocidos, empezaron a abandonar el lugar.

—¿Al menos me regalarás ese par de botas de agua para que pueda chapotear en mi oficina? —me preguntó Walter.

—Una promesa es una promesa. Siento muchísimo haberos decepcionado.

—Nuestra candidatura ya ha recibido el mérito de haber sido seleccionada… Quiero que sepas que no sólo te merecías ese premio, sino que además me he sentido muy orgulloso de acompañarte en esta aventura a lo largo de estas últimas semanas.

Fuimos interrumpidos por la presidenta del jurado, que me tendió la mano.

—Julia Walsh. Me alegra mucho conocerle.

Junto a ella había un mozo muy recio de anchas espaldas. Su acento no dejaba lugar a dudas sobre sus orígenes germanos.

—Su proyecto es apasionante —continuó la heredera de la Fundación Walsh—, era mi favorito. La decisión se ha decantado por un único voto. Vuelva a presentarse el año que viene, la composición del jurado será diferente y estoy segura de que tendrá muchísimas posibilidades. La luz del primer día podrá esperarle otro año más, ¿no?

Me saludó muy cortésmente y se marchó al instante seguida de su amigo, un tal Thomas.

—¿Lo ves? —exclamó Walter—. ¡Realmente no tenemos nada de lo que arrepentimos!

No le respondí. Walter se golpeaba la mano violentamente con el puño.

—¿Por qué ha tenido que decirnos eso? —gruñó—. «Por un único voto», ¡es insoportable! Habría preferido mil veces que nos hubiera dicho que nos habíamos quedado completamente fuera de la carrera, pero ¡sólo por un voto!… ¿Te das cuenta de la crueldad del asunto? ¡Me voy a pasar los siguientes años de mi vida trabajando dentro de una charca por culpa de un único voto! Me gustaría saber quién ha sido el que ha hecho decantar la votación para romperle el cuello.

Walter estaba furioso y yo no sabía cómo calmarlo. Se le puso la cara colorada y su respiración se hizo jadeante.

—Walter, tienes que tranquilizarte un poco o vas a acabar por desmayarte.

—¿Cómo le pueden decir a uno que su suerte se ha decidido sólo por un voto? ¡Esto para ellos no es más que un juego! ¿Cómo pueden atreverse a decir algo así? —chillaba.

Other books

Loving His Forever by LeAnn Ashers
The Lifeboat: A Novel by Charlotte Rogan
You Majored in What? by Katharine Brooks
The Golden Hour by Margaret Wurtele
Paradise Found by Dorothy Vernon
Evolver: Apex Predator by Lewis, Jon S., Denton, Shannon Eric, Hester, Phil, Arnett, Jason