El primer día (12 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
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—Bien, ya son las diez y media. Toda mi cena ha sido ese infame bocadillo con pepino y un poco de pavo liofilizado al que has tenido la generosidad de invitarme; estamos en campo raso, y aquí esa palabra adquiere todo su significado. ¿Vas a decirme ya de una vez qué es lo que pintamos nosotros en este rincón perdido de la mano de Dios?

—¡No!

Walter me fulminó con la mirada, y debo reconocer que me producía un cierto placer ver cómo se encabritaba. Por fin apareció, por la carreterita que rodeaba la estación, una vieja ranchera Hillman de 1957 que reconocí al instante. Menos mal que Martyn no había olvidado la cita que habíamos fijado el día anterior por teléfono.

—Lo lamento —dijo al salir de la ranchera por la puerta del maletero—. Llego tardísimo, pero es que estábamos todos muy ocupados con el evento que te trae aquí esta noche y no he podido escaparme antes. ¡Subid rápido si no queréis perderos el acontecimiento! No tengo más opción que haceros pasar por aquí —añadió mi viejo amigo y colega señalando el maletero—, las jodidas puertas de este coche ya no se abren desde que un día me quedé con las manijas en las manos, y ya no quedan muchas piezas sueltas en circulación.

El vehículo no era más que un montón de hojalata oxidado; el parabrisas estaba resquebrajado por todas partes. Walter preguntó con voz febril si íbamos muy lejos. Tras las breves presentaciones de rigor, Martyn se metió el primero en el habitáculo, saltando por encima de los asientos de atrás. Una vez sentado ante el volante, le pidió a Walter que tuviera la amabilidad de tirar con fuerza de la puerta del maletero para cerrarla, pero tampoco excesivamente. Dejamos atrás la pequeña estación y nos lanzamos a las carreteras llenas de baches del condado de Macclesfield.

Walter tuvo que renunciar a aferrarse al asidero del techo, ya que el último remache que lo mantenía enganchado acababa de ceder. Lo vi dudar un instante y metérselo en el bolsillo.

—Creo que ya está —dijo cuando la ranchera giró por una larga curva—, el pavo y el pepino se han unido en mi estómago hasta el fin de los tiempos.

—Perdonad que conduzca tan de prisa, pero no podemos perdernos esto bajo ningún pretexto. Agarraos, muy pronto habremos llegado a nuestro destino.

—¿Y a qué quiere que me agarre? —gritó Walter mientras agitaba el asidero—. Y ¿adónde diablos vamos, si se puede saber?

Martyn me miró sorprendido y yo le hice una señal para que no dijera nada. Walter me fulminaba con la mirada a la salida de cada curva y sólo dejó de refunfuñar cuando apareció de pronto ante nosotros la inmensa antena telescópica del Observatorio de Jodrell.

—¡Mi madre! —soltó Walter—. Nunca había visto una tan de cerca.

El Observatorio de Jodrell dependía del Departamento de Astronomía de la Universidad de Manchester. Yo había pasado allí algunos meses durante mis estudios y así fue como había empezado mi amistad con Martyn, que había continuado su carrera profesional aquí, después de haberse casado durante los años de facultad con una tal Eleonor Atwell, heredera de la lechería regional del mismo nombre. Eleonor dejó a Martyn después de cinco años de una relación que parecía idílica. Se instaló en Londres con el mejor amigo de Martyn, heredero él también de una gran fortuna, en su caso salida del mundo de las finanzas, que en aquellos tiempos parecía incluso más sólido que el de los productos lácteos. Por supuesto, Martyn y yo nunca abordábamos este delicado asunto. El Observatorio de Jodrell era único en su especie. Una gigantesca parábola de setenta y seis metros de diámetro componía su principal elemento. Colocado encima de una base de metal que culminaba a setenta y siete metros del suelo, aquel radiotelescopio era el tercero más grande del mundo. Tres telescopios más de medidas inferiores completaban las instalaciones. Jodrell pertenecía a una compleja red de antenas situadas en territorio inglés, todas ellas interconectadas para poder poner en común la multitud de datos que provenían del espacio. La red había sido bautizada con el nombre de
Merlín
. Lamentablemente, no en homenaje al brujo hechicero, sino porque las iniciales de una serie de palabras técnicas componían tal acrónimo. La misión principal de los astrónomos que trabajaban en Jodrell consistía en rastrear meteoritos, quásares, pulsares y lentes gravitacionales en los confines de las galaxias y, más aún, en detectar los agujeros negros que se formaron cuando nació el universo.

—¿Vamos a ver un agujero negro? —exclamó Walter, de repente desbordante de entusiasmo.

Martyn sonrió y se abstuvo de contestar a la pregunta.

—¿Cómo fue en Atacama? —me preguntó mientras Walter intentaba salir del vehículo trabajosamente.

—Apasionante, un equipo extraordinario —respondí con una nostalgia que mi viejo colega percibió al instante.

—¿Por qué no te vienes aquí con nosotros? No tenemos tantos medios, pero nuestro equipo también tiene muchísimas cualidades, ¿sabes?

—No lo dudo, Martyn. Y por nada del mundo querría darte a entender que mis colegas de Atacama sobrepasan en nada a tus compañeros de Jodrell. Sólo es que echo de menos el aire de Chile, la soledad de las altas mesetas, la pureza de las noches. Sin embargo, por ahora estamos aquí, y te lo agradezco.

—Entonces —refunfuñó Walter, que esperaba ya sobre el césped—, ¿vamos a ver un agujero negro, sí o no?

—Algo parecido —dije yo al salir de la ranchera, y Martyn no pudo evitar soltar una carcajada.

Los colegas de Martyn nos saludaron y acto seguido se pusieron de nuevo manos a la obra. Walter esperaba poder poner el ojo en el objetivo de un telescopio gigantesco, así que se sintió un poco decepcionado cuando le dije que tendría que contentarse con mirar las imágenes sobre las pantallas de los ordenadores de la sala en la que nos encontrábamos. La excitación se podía palpar en el ambiente. Todos los científicos allí reunidos tenían los ojos pegados a sus mesas de trabajo. Por momentos, uno podía escuchar en la lejanía los chirridos de la antena que pivotaba unos pocos milímetros sobre sus gigantescos ejes metálicos. Después el silencio volvía y cada uno a su manera escuchaba aquellas señales que llegaban hasta nosotros desde el origen de los tiempos.

Walter no dejaba de acosar a preguntas a los colegas de Martyn, así que me lo llevé fuera de la sala para dejarlos tranquilos.

—¿Por qué están todos tan excitados? —me susurró.

—Aquí puedes hablar con normalidad sin temor a molestarlos. Esta noche esperan poder asistir al nacimiento de un agujero negro. Es un acontecimiento muy poco usual en la vida de un radioastrónomo.

—¿Vas a hablar de agujeros negros ante los miembros de la comisión?

—Por supuesto.

—Entonces, venga, te escucho.

—El agujero negro representa la culminación de lo desconocido para un astrónomo, ni siquiera la luz consigue escapar de él.

—Entonces ¿cómo sabéis que existen?

—Se forman con la última implosión de una estrella masiva, muchísimo más grande que nuestro sol. El cadáver de esa estrella es tan extraordinariamente pesado que ninguna forma natural puede evitar que se desplome bajo su propio peso. Cuando la materia se acerca a un agujero negro, entra en resonancia y suena como una campana. Ese sonido que nos llega es un si bemol. Cincuenta y siete octavas por debajo del do medio. ¿Te imaginas que pudiéramos escuchar la música que se emite desde lo más profundo del universo?

—La verdad es que no suena demasiado creíble —dijo Walter.

—Pues hay algo todavía más difícil de creer. Alrededor del agujero negro, el tiempo y el espacio se deforman, el desarrollo del tiempo se ralentiza. Un hombre que viajara hasta la periferia de un agujero negro sin ser engullido por él volvería a la Tierra mucho más joven que aquellos que dejó atrás cuando se marchó.

Cuando volvimos a la sala donde mis compañeros aguardaban ansiosos la aparición de aquel fenómeno tan esperado, Walter ya no era el mismo. Mantenía la mirada fija sobre las pantallas en las que se imprimían unos minúsculos puntos, testigos de épocas lejanas en las que el hombre todavía no existía. A las 3.07 de la madrugada, la estancia en la que nos encontrábamos vibró con un inmenso hurra que hizo temblar las paredes. Martyn, habitualmente tan flemático, dio un salto tal que estuvo a punto de caerse de culo. La prueba que aparecía en las pantallas era irrefutable; al día siguiente la comunidad de astrónomos del mundo entero se regocijaría con el descubrimiento de mis colegas ingleses, y pensé en mis amigos de la meseta de Atacama, que tal vez también se acordarían de mí.

Walter estaba fascinado por lo que le había contado sobre la deformación del tiempo. Al día siguiente, mientras Martyn nos conducía de nuevo hacia la pequeña estación de Holmes Chapel, éste le explicó a Walter que su verdadero sueño era identificar algún día un agujero de gusano. No del todo recuperado del descubrimiento de la existencia de los agujeros negros, en un primer momento Walter creyó que se trataba de una broma, pero un minuto más tarde ya le estaba suplicando que le explicara en qué consistía. Martyn tenía serios problemas para mantener su vieja ranchera en una trayectoria rectilínea, así que yo mismo tomé el relevo en la conversación y le expliqué a Walter que los agujeros de gusano eran una especie de atajos en el espacio-tiempo, como puertas entre dos puntos del universo, y que si un día conseguíamos hallar pruebas de su existencia, entonces a lo mejor estaríamos dando los primeros pasos hacia la posibilidad de viajar en el espacio más rápido que la luz.

En el andén de la estación, Walter abrazó a Martyn mientras le decía, no sin cierta emoción, que tenía un trabajo formidable. Después se sacó el asidero del coche del bolsillo y se lo devolvió solemnemente a su propietario.

En el tren hacia Londres, mientras dejábamos Manchester atrás, Walter me confesó que si los miembros de la Fundación Walsh no seleccionaban nuestro proyecto, sería, a su juicio, una terrible injusticia.

París

Tal como le había dicho a Max que haría, Keira pasó todas las noches de la semana con su hermana, compartiendo momentos de complicidad.

—¿Piensas mucho en papá?

Keira asomó la cabeza por la puerta de la cocina y vio a Jeanne mirando embelesada una taza de porcelana.

—En esta taza se tomaba su café todas las mañanas —dijo Jeanne mientras vertía un poco de té para ofrecérselo a Keira—. Es estúpido, cada vez que la veo en ese armario me pongo nostálgica.

Keira observaba a su hermana en silencio.

—Y cada vez que la uso tengo la impresión de que él está aquí, frente a mí, y que me sonríe. Es ridículo, ¿no?

—No. Confidencia por confidencia, debo reconocer que me quedé con una de sus camisas; la llevo de vez en cuando y tengo la misma sensación que tú. Nada más ponérmela es como si papá fuera a pasar el día conmigo.

—¿Crees que estaría orgulloso de nosotras?

—¿Dos hijas solteras, sin niños y que se encuentran compartiendo el mismo piso pasada la treintena? Creo que si el paraíso existe, cada vez que echa un vistazo aquí abajo para ver en qué nos hemos convertido se le abre un tobogán hacia el infierno.

—Echo de menos a papá, Keira. No puedes saber hasta qué punto. Y a mamá también.

—¿Te importa cambiar de tema, Jeanne?

—¿De verdad vas a volver a Etiopía?

—No tengo ni idea. Ni siquiera sé qué es lo que haré la semana que viene. Voy a tener que espabilarme para encontrar algo, si no, muy pronto vas a tener que mantenerme.

—Lo que voy a decirte seguramente te parecerá egoísta, pero me gustaría mucho que te quedaras. Papá y mamá ya no están, aunque eso entra dentro de la normalidad, y además quiero creer que están juntos. Pero nosotras…, nosotras estamos vivas y el hecho de que tú estés tan lejos es perder el tiempo de una forma tremenda.

—Lo sé, Jeanne, pero más pronto o más tarde tú encontrarás a otro Jérôme, y esta vez será el bueno. Tendrás hijos y la tía Keira irá a visitarlos cuando vuelva de sus viajes, con un montón de preciosas historias para contarles. Además, eres mi hermana e, incluso cuando estoy lejos, no dejo de pensar en ti. Te prometo que si vuelvo a marcharme, llamaré más a menudo y no solamente para intercambiar banalidades.

—Tienes razón. Cambiemos de conversación, no tenía derecho a decirte eso. Yo quiero que vivas allí donde seas más feliz. Bien, seamos pragmáticas y dejemos al margen mis estados de ánimo. ¿Qué es lo que te haría falta para volver al Valle del Omo?

—Un equipo, material, dinero con el que pagar lo primero y con el que adquirir lo segundo. Eso es todo, ya ves, ¡menudencias!…

—¿Cuánto?

—Bastante más de lo que tienes en tu cuenta de ahorro-vivienda, mi querida hermanita.

—¿Por qué no intentas conseguir financiación en el sector privado?

—Porque los arqueólogos rara vez se pasean ante las cámaras de televisión con camisetas que promocionen marcas de detergentes, de refrescos o de vete tú a saber qué bancos. De ahí que los mecenas sean escasos, por no decir inexistentes. Aunque se me acaba de ocurrir una idea: podríamos intentar organizar un rally. Una especie de carrera de sacos de patatas, con una paleta en cada mano. El primero que consiga desenterrar un hueso gana un año de suscripción a una revista canina.

—No te lo tomes todo a cachondeo, lo que te digo no es del todo estúpido. Es agotador apuntar una idea y que la primera respuesta siempre sea: «¡Eso no es posible!» ¿Tú qué sabes? Si presentaras tus trabajos a ciertas fundaciones, tal vez tendrías alguna oportunidad.

—Todo el mundo se burla de mis investigaciones, Jeanne. ¿Quién estaría dispuesto a apostar la más mínima cantidad por mí?

—Creo que no confías lo suficiente en ti misma. Acabas de pasar tres años investigando sobre el terreno, has escrito páginas y páginas de informes. Yo he leído tu tesis. Si dispusiera de los medios necesarios, financiaría tu próxima expedición sin pensarlo dos veces.

—¡Pero eres mi hermana! Es muy amable por tu parte, Jeanne, pero tu hipótesis es poco probable. Gracias de todas formas, has conseguido hacerme soñar durante unos buenos treinta segundos.

—En vez de perder el tiempo todo el día, harías bien en buscar en internet un listado de los organismos, tanto en Francia como en Europa, que tal vez pudieran interesarse por lo que estás haciendo.

—¡Yo no pierdo el tiempo!

—¿Qué es lo que has estado tramando con Ivory en el museo estos últimos días?

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