Uno nunca se deshace del todo de sus recuerdos de infancia. Te persiguen como fantasmas, acosándote sin parar en tu vida adulta. En traje de chaqueta, con bata de científico o disfrazado de payaso, el niño que has sido permanece siempre dentro de ti.
De ningún modo podía tomar la ruta boliviana —sus serpenteantes caminos trepan hasta los cuatro mil metros—, así que un vuelo me condujo de San Pedro hasta Argentina y, desde allí, volví a despegar en dirección a Londres. Mientras veía alejarse la cordillera de los Andes a través de la ventanilla, odié aquel viaje, furioso por lo que me estaba pasando. Si hubiera sabido lo que me esperaba, mi estado de ánimo probablemente habría sido diferente.
La llovizna que cae sobre la ciudad me recuerda dónde estoy. El taxi se interna por la autopista M1 y me basta con cerrar los ojos para que vuelvan a mí el olor de la vieja madera que adorna el vestíbulo de la universidad, el de los suelos encerados e incluso el de las carteras de cuero de mis colegas y el de sus gabardinas desteñidas.
Imposible pensar en ir directamente a mi casa; cuando hice las maletas en Chile no conseguí encontrar las llaves de mi apartamento. Creo recordar que dispongo de una copia en el cajón de mi escritorio, así que tendré que esperar a la noche para reencontrarme con el polvo que ha debido de invadir mi piso desde mi partida.
Ya es más de mediodía cuando me planto ante los edificios administrativos de la Academia. Un último suspiro y entro en el inmueble donde muy pronto retomaré mis funciones.
—¡Adrián! ¡Qué grata sorpresa encontrarte por aquí!
Es Walter Glencorse, responsable del personal de enseñanza. El tipo debía de estar acechando mi llegada desde su ventana. Me lo imagino perfectamente bajando a todo correr la escalera y luego aminorando la marcha, parándose un momento ante el gran espejo del primer piso para volver a colocarse los escasos cabellos rubios que todavía le cubren el cráneo, antes de salir a mi encuentro.
—¡Querido Walter! La sorpresa es recíproca.
—Ya será menos, amigo mío. Al fin y al cabo, yo no me he ido a Perú, así que es mucho más normal encontrarse conmigo en el recinto universitario que contigo.
—He estado en Chile, Walter.
—En Chile, claro, claro, ¿en qué estaría yo pensando? Y todo ese asunto de la altura…, he oído hablar del lamentable incidente que te ha sucedido. Qué pena, ¿no es cierto?
Walter forma parte de esos individuos capaces de hacer gala de una sincera expresión de mansedumbre mientras que en su fuero interno un horrible gnomo en chándal rosa se parte de risa a tus expensas: es uno de esos raros sujetos de nuestro reino cuya sola visión podría con toda seguridad convencer a las cabras y las vacas de Inglaterra para que renunciaran a sus abundantes pastos y se volvieran carnívoras.
—Te he reservado mi hora del almuerzo, invito yo —dijo con las manos colocadas sobre las caderas.
Para que Walter desembolsara libremente de su bolsillo unas cuantas libras esterlinas sólo había dos posibilidades: o que se lo costeara la Academia o que tuviera algo muy importante que pedirme. Me tomé el tiempo justo de dejar mi maleta en el guardarropa (hubiera sido una pérdida de tiempo subir hasta mi oficina para descubrir la leonera que debía de esperarme allí) y volví a salir a la calle, esta vez en compañía del indescriptible Walter.
Nada más sentarnos en una de las mesas del
pub
, Walter pidió en virtud de su cargo dos menús del día y dos vasos de un pésimo vino tinto (por lo visto era la Academia quien invitaba); luego se inclinó sobre mí, como si temiera que nuestros vecinos pudieran escuchar la conversación que estaba a punto de tener lugar.
—¡Qué suerte tienes! Haber vivido una aventura así tiene que haber sido algo increíble… Y me imagino lo apasionante que debe de haber sido trabajar en la zona de Atacama.
Vaya, esa vez Walter no solamente no se había equivocado de país, sino que incluso se acordaba del emplazamiento en el que estaba destinado hasta hacía una semana. La sola evocación del lugar me transportó hacia la inmensidad de los paisajes chilenos, la magnificencia de la salida de la luna en mitad de la tarde, la pureza de las noches y la brillantez incomparable de la bóveda celeste.
—¿Me estás escuchando, Adrián?
Tuve que confesarle a mi anfitrión que había perdido momentáneamente el hilo de la conversación.
—Lo comprendo, es perfectamente normal. Entre tu reciente golpe de fatiga y el largo viaje, no has tenido mucho tiempo para recuperarte. Te ruego que me excuses, Adrián.
—Venga, Walter, dejemos de lado todas esas zalamerías. En efecto, he tenido que pasar por una pequeña indisposición a cinco mil metros y unos cuantos días de hospital sobre una cama ideada por un faquir especialmente endemoniado. Encima, acabo de encadenar veinticinco horas en avión con las rodillas pegadas al mentón, así que vayamos directos al grano. ¿He sido degradado en mis funciones? ¿Relegado del laboratorio? ¿Expulsado de la Academia? ¿Es eso?
—Pero ¡qué tonterías dices, Adrián! Este accidente le podría haber pasado a cualquiera de nosotros. Más bien al contrario: aquí todo el mundo admira el trabajo que has llevado a cabo en Atacama.
—Deja de repetir ese nombre cada dos frases, por favor, y dime cuál es el motivo de que me hayas invitado a este horrible plato del día.
—Queremos pedirte que lleves a cabo una pequeña misión.
—¿Queremos?
—Sí, en fin, quiero decir la Academia, de la que tú eres un miembro eminente, Adrián —respondió rápidamente Walter.
—¿Qué tipo de misión?
—Del tipo que te permitiría volver a Chile dentro de unos pocos meses.
Aquella vez Walter había logrado captar mi atención.
—Es bastante delicado, Adrián, porque se trata de un problema de dinero —susurró Walter.
—¿De qué dinero hablas?
—Del que la Academia necesitaría para continuar con sus trabajos y para pagar a los investigadores, el alquiler… Sin olvidar la reparación del techado, que se desmorona cada día un poco más. Si continúa lloviendo así, muy pronto voy a tener que calzar botas de goma para redactar mis informes de actividad.
—Es el riesgo que conlleva instalarse en la última planta, la única que goza de un poco de luz natural. Yo no soy heredero de una gran fortuna ni techador, Walter. Así que, ¿en qué podrían mis cualidades ser útiles a la Academia?
—Precisamente, no es como miembro de la Academia como podrías rendirnos servicio, sino como experimentado astrofísico.
—¿Que sin embargo trabaja para la Academia?
—Exactamente. Pero no necesariamente en el marco de la misión que querríamos confiarte.
Llamé a la camarera, le devolví aquel horrible bistec con alubias y pedí dos copas de un excelente vino de Kent, así como dos platos de chéster: Walter no dijo ni mu.
—Walter, explícame exactamente lo que esperáis de mí, si no, en cuanto me haya comido el queso pasaré al pudin de bourbon, y a tu costa, por supuesto.
Walter se confesó. Las cuentas de la Academia estaban tan secas como el aire de la meseta de Atacama. Ninguna esperanza de ingresos económicos a la vista; en el tiempo que los servicios del Estado tardaran en dar luz verde a las ayudas, Walter estaría pescando truchas en su oficina.
—Además, no es conveniente que nuestra prestigiosa institución reclame donaciones; la prensa se enteraría tarde o temprano y se haría eco de la escandalosa noticia —prosiguió Walter.
Sin embargo, dentro de dos meses una tal Fundación Walsh iba a organizar una ceremonia. Como cada año, entregarían una dotación económica a aquel o aquella que presentara ante su jurado el proyecto de investigación que juzgaran más prometedor.
—¿A cuánto asciende esa generosa dotación? —pregunté.
—Dos millones de libras esterlinas.
—¡Pues sí que es generosa! Pero sigo sin ver en qué podría yo seros útil.
—¡Tus investigaciones, Adrián! Podrías presentarlas y ganar el premio… que nos entregarías por propia voluntad. Es evidente que la prensa vería en ello el gesto de un caballero desinteresado y agradecido hacia la institución que apoya sus investigaciones desde hace mucho tiempo. Tu honor saldría reforzado, el de la Academia se mantendría a salvo, y la situación financiera de nuestro departamento se equilibraría casi del todo.
—En lo que concierne al eventual interés que le concedo al dinero —dije haciéndole una señal a la camarera para que volviera a llenar mi vaso—, basta visitar el apartamento de una habitación en el que vivo para no tener ninguna duda a ese respecto; en cambio, cuando dices «agradecido hacia la institución que apoya su trabajo» me gustaría mucho saber a qué te refieres. ¿Al miserable despacho que ocupo? ¿A los materiales y obras que yo mismo tengo que acabar por adquirir con mi propio dinero, harto de que mis solicitudes nunca sean atendidas?
—¿Y qué me dices de tu expedición chilena? Que yo sepa, la hiciste con nuestro apoyo.
—¿Con vuestro apoyo? ¿Estás hablando de la misma misión que yo, de esa que tuve que emprender bajo las condiciones de unas vacaciones sin sueldo?
—Bueno, apoyamos tu candidatura.
—Walter, no seas tan sumamente inglés, por favor. ¡Vosotros nunca creísteis en mis investigaciones!
—Descubrir la estrella original, la madre de todas las constelaciones…, reconocerás que como proyecto es un tanto ambicioso, aventurado incluso.
—Igual de aventurado que presentar ese mismo proyecto ante la Fundación Walsh, ¿no?
—A Dios rogando y con el mazo dando, que decía San Bernardo.
—Y a vosotros os iría estupendamente que me colgara un barrilete bajo el cuello, supongo.
—Bueno, déjalo estar, Adrián. Yo ya les avisé de que no estarías de acuerdo. Siempre has rechazado toda autoridad, un estúpido episodio de pérdida de oxígeno no te iba a hacer cambiar en ese aspecto.
—¿Acaso no eres tú el único a quien se le ha pasado por la cabeza una idea tan descabellada?
—No. Cuando el consejo de administración se reunió, yo sólo me limité a proponer los nombres de los investigadores que podían tener alguna posibilidad de ganar esos dos millones de libras esterlinas.
—¿Y quiénes son los demás candidatos?
—No encontré a ningún otro…
Walter pidió la cuenta.
—Ya te invito yo, Walter. Con eso no podrás reparar el tejado de la Academia, pero al menos podrás comprarte un par de botas.
Pagué la nota y nos marchamos del
pub
. La lluvia había cesado.
—No siento ninguna animosidad respecto a ti, ¿sabes?
—Yo tampoco hacia ti, Walter.
—Estoy seguro de que poniendo los dos un poco de nuestra parte podríamos llegar a entendernos estupendamente.
—Si tú lo dices…
El resto de nuestro corto paseo se desarrolló en silencio. Con nuestros pasos coordinados, llegamos de nuevo a Gower Court. El guarda nos hizo una señal desde su garita. Al entrar en el vestíbulo del edificio principal me despedí de Walter y me dirigí hacia el ala donde se encontraba mi despacho. Walter se volvió sobre el primer peldaño de la gran escalera y me agradeció el almuerzo. Una hora más tarde, yo todavía seguía intentando entrar en la sórdida estancia donde trabajaba. La humedad debía de haber afectado el marco de la puerta y, por mucho que tirara o empujara, no había manera de abrirla. Harto, acabé por renunciar y di media vuelta. Después de todo, en casa me esperaban un montón de cosas que organizar y, si no me marchaba ya, no tendría suficiente tiempo con lo que quedaba de la tarde para dejarlo todo listo.
Keira abrió los ojos y miró por la ventana. Los tejados empapados resplandecían a la luz de un claro. La arqueóloga se desperezó con todas sus fuerzas, apartó la sábana y salió de la cama. Los armarios de la cocina empotrada estaban vacíos, más allá de la bolsita de té que encontró dentro de una vieja caja metálica. El reloj del horno marcaba las cinco de la tarde; el de la pared, las once y cuarto. El viejo despertador de la mesita de noche indicaba las dos y veinte. Keira cogió el teléfono y llamó a su hermana.
—¿Qué hora es?
—¡Hola, Keira!
—Hola, Jeanne, ¿qué hora es?
—Pronto serán las dos.
—¿Tan tarde?
—¡Te fui a buscar al aeropuerto anteayer por la noche, Keira!
—¿He dormido treinta y seis horas?
—Eso depende de a qué hora te acostaras…
—¿Estás ocupada?
—Estoy en mi oficina, en el museo, trabajando. Reúnete conmigo en el muelle Branly, te llevaré a comer algo.
—¿Jeanne?
Su hermana ya había colgado.
Al salir del cuarto de baño, Keira inspeccionó el ropero de la habitación en búsqueda de un atuendo adecuado. Ya no le quedaba nada de su equipaje: el chamal se lo había llevado todo. Encontró unos téjanos gastados «pero que todavía daban el pego», un polo azul «no tan feo al fin y al cabo» y una chaqueta de cuero que añadiría un cierto toque
vintage
a su imagen. Ya vestida, se secó el pelo, se maquilló de prisa y corriendo delante del espejo de la entrada y cerró la puerta de su estudio. Una vez en la calle se subió a un autobús y se abrió camino hasta la ventanilla. Los letreros de los comercios, las aceras abarrotadas, los atascos…, la efervescencia de la capital resultaba embriagadora después de todos esos meses pasados alejada de todo. Después de bajarse del autobús, demasiado asfixiante para su gusto, Keira anduvo a lo largo del muelle e hizo un breve alto en el camino para observar cómo fluía el río. Nada que ver con las orillas del Omo, pero los puentes de París también eran muy bonitos.
Al llegar frente al Museo de las Artes y Civilizaciones de África, Asia, Oceanía y las Américas, se quedó sorprendida al ver el jardín vertical. El edificio todavía estaba en construcción cuando ella se marchó de París y ahora la abundante flora que recubría la fachada del museo parecía una verdadera proeza técnica.
—Fascinante, ¿no es cierto? —preguntó Jeanne.
Keira se sobresaltó.
—No te he visto llegar.
—Yo sí —respondió su hermana, y señaló la ventana de su oficina—. Estaba vigilando a ver cuándo llegabas. Toda esta vegetación es una pasada, ¿verdad?
—Donde yo vivía ya nos costaba bastante hacer que las plantas crecieran sobre una superficie horizontal, así que imagínate por las paredes…, ¿qué quieres que te diga?
—No empieces a poner malas caras…. Sígueme, anda.