—¿Por qué me miras de esa manera? —preguntó Keira.
—Por nada.
—¿Me miras en un espejo cuando estoy sentada delante de ti y dices que no es por nada?
—Me siento un poco como cuando estás en la otra punta del mundo. He perdido la costumbre de tenerte cerca de mí. Hay fotos tuyas por todas partes en este apartamento, incluso tengo una metida en uno de los cajones de mi oficina del museo. Cada día te digo buenos días o buenas noches; en los momentos un poco más difíciles, tengo largas conversaciones contigo, hasta que me doy cuenta de que no son conversaciones, sino monólogos. ¿Por qué no me llamas nunca? Si al menos te tomaras esa molestia, a lo mejor te sentiría menos lejos. ¡Joder, Keira, soy tu hermana!
—Vale, Jeanne, para ahora mismo. Una de las escasas ventajas de la soltería es que no tienes que sufrir que te monten una escenita doméstica; así que, por favor, ¡no lo hagas! En el Valle del Omo no es que haya muchas cabinas telefónicas, no hay red de telefonía móvil, sólo una conexión vía satélite que funciona cuando quiere. Todas las veces que he ido a Jimma, te he llamado.
—¿Cada dos meses? ¡Y menudos momentos de complicidad! «¿Cómo estás?… Oye, no te escucho demasiado bien… ¿Cuándo vuelves?… No lo sé, lo más tarde que pueda, todavía seguimos excavando, ¿y tú?, ¿qué tal el museo?, ¿y tu noviete?… Mi noviete se llama Jérôme, ¡después de tres años podrías acordarte!…» Me había separado de él, pero no tenía ni tiempo ni ganas de decírtelo y, además, para qué, dos o tres palabras más y colgarías.
—Tu hermana es una maleducada, Jeanne, es una cerda egoísta, ¿no es eso? Pero eres responsable en parte, puesto que tú eres la mayor y siempre has sido mi modelo.
—Déjalo ya, Keira.
—Pues claro que lo dejo, ¡no pienso entrar en tu juego!
—¿Qué juego?
—¡El de cuál de las dos conseguirá culpabilizar a la otra! Ahora estoy frente a ti, no en una foto, ni en ese espejo, así que mírame y háblame.
Jeanne se levantó dispuesta a irse, pero Keira la cogió con brusquedad de la muñeca y la obligó a volver a sentarse.
—Me haces daño, idiota.
—Soy paleoantropóloga, no trabajo en ningún museo, no he tenido tiempo de conocer a un Pierre, a un Antoine o a un Jérôme desde hace años; no tengo hijos; tengo la gran oportunidad de dedicarme a un trabajo difícil y que me encanta, de vivir una pasión que no tiene nada de culpable. Si tu vida es una mierda, no me eches en cara tus amarguras; si me echas de menos, encuentra una manera más dulce de decírmelo.
—Te echo de menos, Keira —balbuceó Jeanne al salir de la cocina.
Keira contempló su propio reflejo en el espejo.
—Realmente soy la reina de las idiotas —murmuró.
En el cuarto de baño contiguo, separado por un fino tabique, Jeanne sonrió mientras se cepillaba los dientes.
A última hora de la mañana, Keira atravesó el muelle Branly para reunirse con su hermana en el museo, pero antes de ir a buscarla a su oficina decidió disfrutar de una visita a la exposición permanente. Estaba admirando una máscara, esperando adivinar su procedencia, cuando una voz le silbó al oído:
—Es una máscara mandinga. Viene de Malí. No se trata de una pieza especialmente antigua, pero sí muy hermosa.
Keira se sobresaltó; tardó un par de segundos en reconocer al mismo Ivory al que había visitado el día anterior.
—Me temo que su hermana sigue reunida. He intentado verla hace un momento, pero un pajarito me ha dicho que estaría ocupada todavía durante una buena hora.
—¿«Un pajarito»?
—Los museos son microcosmos, con sus jerarquías entre departamentos, divisiones, dominios de competencias. El hombre es un animal muy extraño, necesita vivir en sociedad y sin embargo tampoco puede evitar dividirla. Probablemente es lo que nos queda del instinto gregario. Crear espacios colectivos para tranquilizarnos de nuestros miedos… Pero ¡debo de estar aburriéndola con mi cháchara! Usted ya debe de saber todo esto mejor que yo, ¿verdad?
—Es usted un tipo muy raro —contestó Keira.
—Seguramente —respondió Ivory riendo de buena gana—. ¿Y si siguiéramos discutiendo de todo esto frente a un refresco, en el jardín? Corre una brisa agradable, deberíamos aprovechar.
—¿Discutir de qué?
—Pues de lo que es para usted un tipo raro, por supuesto. Me gustaría interrogarla al respecto.
Ivory llevó a Keira hasta el café situado en el patio del museo. Todavía faltaba un rato para la hora de comer y las mesas estaban casi todas desocupadas. Keira escogió la que estaba más alejada de la gran escultura que representaba una cabeza moái.
—Dígame, ¿hizo algún hallazgo importante a lo largo de las riberas del Omo? —continuó Ivory.
—Encontré a un chiquillo de diez años que había perdido a sus padres. Desde el punto de vista arqueológico, es bastante poco.
—Pero desde el punto de vista de ese niño imagino que eso es mucho más importante que unos cuantos esqueletos sepultados bajo tierra. Me ha parecido oír que un horrible vendaval echó a perder todo su trabajo y la expulsó de su yacimiento.
—Una tormenta, sí. ¡Tan fuerte como para haberme traído de nuevo aquí!
—Muy poco habitual para la región. El chamal nunca antes había virado hacia el oeste.
—¿Cómo está usted al corriente de todo eso? Imagino que aquí esa noticia no se ganó la portada de ningún periódico.
—No, es cierto, fue su hermana la que me habló de sus desventuras. Soy de naturaleza curiosa, a veces incluso demasiado; después me bastó con pulsar sobre el teclado de mi ordenador.
—¿Y qué más podría contarle para satisfacer su curiosidad?
—¿Qué es lo que buscaba realmente en el Valle del Omo?
—Señor Ivory, si se lo dijera, habría estadísticamente muchísimas más posibilidades de que se riera usted de mí que de que se interesara por mis trabajos.
—Señorita Keira, si las estadísticas hubieran gobernado mi vida, habría estudiado matemáticas y no antropología. Así que pruebe suerte.
—Buscaba a los abuelos de Toumaï y del
Ardipithecus kadabba
. Algunos días, incluso imaginaba que descubría a los bisabuelos de sus bisabuelos.
—¿Sólo eso? ¿Quiere encontrar el esqueleto más antiguo que se pueda emparentar con el ser humano? ¡El hombre cero!
—¿Acaso no es eso lo que buscamos todos? ¿Por qué habría yo de prohibirme soñar también con ello?
—¿Y por qué en el Valle del Omo?
—¡Por instinto femenino, tal vez!
—¿Una buscadora de fósiles que se guía sólo por su instinto? ¡Por favor, seamos serios!
—¡Me ha pillado! —respondió Keira—. A finales del siglo XX estábamos convencidos de que Lucy,
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una joven mujer muerta hace un poco más de tres millones de años, era la madre de la humanidad. A lo largo de la última década, sé que no le voy a contar nada nuevo, los paleoantropólogos han descubierto esqueletos de homínidos con una antigüedad de ocho millones de años. La comunidad científica continúa debatiendo, por no decir discutiendo, sobre los diferentes linajes que uno debe, o no, vincular a la especie humana. Que nuestros ancestros fueran bípedos o cuadrúpedos, para mí no es lo que importa. Ni siquiera creo que ése sea el verdadero debate sobre el origen del hombre. Todos piensan exclusivamente en la mecánica del esqueleto, en el modo de vida, en la alimentación.
Una camarera se les acercó; Ivory la despachó haciendo un gesto con la mano.
—Lo cual es muy presuntuoso. ¿Y qué definiría el origen del hombre, en su opinión?
—¡El pensamiento, los sentimientos, la razón! Aquello que hace que seamos diferentes del resto de las especies no es que seamos vegetarianos o carnívoros, ni el grado de agilidad adquirido en nuestra forma de caminar. Buscamos averiguar de dónde venimos sin querer mirar lo que somos en la actualidad: depredadores de una extrema complejidad y de una increíble diversidad, capaces de amar, de matar, de construir y de autodestruirnos, incluso de resistir al instinto de supervivencia que rige el comportamiento de todas las demás especies animales. Estamos dotados de una inteligencia extrema, de un saber en perpetua evolución y, sin embargo, a veces somos muy ignorantes. En cualquier caso, creo que deberíamos pedir ya las bebidas, es la segunda vez que la camarera se acerca a nosotros.
Ivory pidió dos tés y se inclinó hacia Keira.
—Todavía no me ha dicho por qué el Valle del Omo, ni qué es lo que realmente buscaba allí, por otro lado.
—Seamos europeos, asiáticos o africanos, sea cual sea el color de nuestra piel, todos tenemos idénticos genes; somos millones, cada uno diferente a los demás y, sin embargo, todos descendemos de un único ser. ¿Cómo apareció ese ser sobre la Tierra y por qué? Eso es lo que busco, ¡el primer hombre! Y estoy dispuesta a creer que tiene más de diez o veinte millones de años.
—¿En pleno Paleógeno? ¡Ha perdido usted la cabeza!
—Mire, al final resulta que tenía razón en cuanto a las estadísticas y ahora soy yo la que le aburre con mis historias.
—¡He dicho que había perdido usted la cabeza, no la razón!
—Es muy amable por su parte. Y usted, Ivory, ¿qué investigaciones está llevando a cabo?
—Yo ya he llegado a una edad en la que uno empieza a disimular y todo el mundo a su alrededor pone cara de no darse cuenta. Ya no investigo nada, he entrado en esa época de la vida en la que uno prefiere ordenar sus viejas carpetas antes que abrir otras nuevas. Pero no ponga esa cara… Si supiera realmente cuántos años tengo se daría cuenta de que me las apaño bastante bien. Aunque no intente ni siquiera preguntármelo, es un secreto que me llevaré a la tumba.
Keira se inclinó hacia Ivory dejando al descubierto el collar que llevaba alrededor del cuello.
—¡Pues no los aparenta!
—Es usted muy amable al decírmelo, pero sé que sí. Escuche, ¿quiere que averigüemos algo más sobre ese extraño objeto?
—Ya se lo he dicho, no es más que un regalo que me hizo un niño.
—Pero ayer me decía también que se sentía tentada de descubrir su verdadera procedencia.
—Claro, ¿por qué no?
—¿Podríamos empezar por intentar datarlo, tal vez? Si realmente se trata de un trozo de madera, un sencillo análisis con el carbono 14 debería darnos la información.
—Siempre y cuando no tenga más de cincuenta mil años.
—¿Cree que puede ser tan antiguo?
—Después de haberle conocido, Ivory, ya no me fío de las cuestiones de edad.
—Prefiero tomarme eso como un cumplido —respondió el viejo sabio levantándose—. Sígame.
—¿No irá usted a decirme que tiene un acelerador de partículas escondido en el sótano del museo?
—No, no se lo diré —respondió Ivory con una carcajada.
—Y tampoco tendrá un viejo amigo en Saclay que vaya a alterar el programa de investigación del Comisariado de la Energía Atómica sólo para estudiar mi collar…
—Tampoco, y lo lamento muchísimo, se lo aseguro.
—Entonces, ¿adónde vamos?
—A mi despacho, ¿dónde quería usted que fuéramos?
Keira siguió a Ivory hasta los ascensores. Intentó preguntarle más, pero él no le dio oportunidad.
—Si espera a que estemos cómodamente instalados —dijo incluso antes de que Keira hubiera pronunciado una sola palabra—, le prometo que se ahorrará un montón de preguntas inútiles.
La cabina se elevó hasta la tercera planta.
Ivory tomó asiento tras su mesa e invitó a Keira a sentarse en un sofá. Sin embargo, ella en seguida volvió a ponerse en pie para ver más de cerca lo que el anciano estaba escribiendo sobre el teclado de su ordenador.
—¡Internet! Desde que descubrí la cosa esta, estoy como loco. ¡Si supiera la cantidad de horas que me paso aquí! Afortunadamente, soy viudo, si no, este
hobby
habría matado a mi mujer, o tal vez hubiera sido ella la que me habría matado a mí. ¿Sabe que en el «ciberespacio» (es una palabra muy «In» que me han enseñado mis alumnos), en fin, que en el ciberespacio o la red (esto último también se dice) uno ya no busca información, sino que la «googlea»? ¿No le parece hilarante? Adoro este nuevo vocabulario, y lo más fascinante es que cuando un término se me escapa, pues bien, lo tecleo también en internet y, ¡tachán!, en seguida obtengo el resultado. Se lo digo, uno puede encontrar casi de todo, incluso laboratorios privados que practican análisis de carbono 14. Alucinante, ¿verdad?
—¿Qué edad tiene usted realmente, Ivory?
—La reinvento cada día, Keira, lo importante es no abandonarse.
Ivory imprimió una lista de direcciones y la agitó orgulloso ante los ojos de su invitada.
—Ahora ya sólo nos queda hacer algunas llamadas para encontrar a alguien que acepte realizar nuestro encargo a un precio conveniente y en un plazo razonable —concluyó.
Keira miró el reloj.
—¡Su hermana! —exclamó Ivory—. Creo que a estas alturas ya debe de haber acabado la reunión hace un buen rato. Váyase con ella. Yo me ocupo de todo.
—No, me quedo —dijo Keira molesta—. No puedo dejar que haga todo el trabajo usted solo.
—En serio, insisto. Después de todo, este asunto me tiene tan intrigado como a usted, tal vez incluso más. Vaya a reunirse con Jeanne y vuelva mañana a verme. Entonces sabremos alguna cosa más.
Keira le dio las gracias al profesor.
—¿Aceptaría confiarme su collar durante esta tarde? Me gustaría extraer un minúsculo fragmento para poder analizarlo. Le prometo que actuaré con la habilidad de un cirujano, no se notará nada.
—Por supuesto, pero yo ya lo he intentado muchas veces y nunca he conseguido ni siquiera arañarlo.
—¿A que no disponía de una punta de diamante como ésta? —preguntó Ivory mientras sacaba orgulloso de su cajón una herramienta de corte.
—¡Definitivamente, es usted un hombre de recursos, Ivory! No, yo no tenía un escalpelo así.
Keira dudó un instante y finalmente dejó el collar sobre la mesa de Ivory. Este último deshizo delicadamente el nudo del cordel de cuero que rodeaba el objeto triangular y devolvió el cordón a su propietaria.
—Hasta mañana, Keira. Venga cuando quiera, estaré aquí.
—¡No, no y no, Adrián! Tu discurso dormiría hasta al público de un concierto de AC/DC.
—¿Qué tienen que ver AC/DC con todo esto?
—Absolutamente nada, pero es el único grupo de rock duro del que me sé el nombre. A este paso, lo que el comité de la fundación va a entregar no será un premio, sino una bula en la cabeza a todos aquellos que te estén escuchando… ¡para abreviar su sufrimiento!