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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

El primer día (3 page)

BOOK: El primer día
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¿Cómo marcharse de viaje al día siguiente, sin ni siquiera haber vuelto a verlo? Marcharse sin decir una palabra es peor que un abandono; el silencio es una traición. Keira apretó en su mano el regalo que un día le había hecho Harry. Al extremo de un cordel de cuero que no abandonaba jamás el contorno de su cuello pendía un extraño objeto. De forma triangular, era liso y duro como el ébano; también tenía su color, aunque ¿realmente había sido tallado en esa madera? Keira no lo sabía. El objeto no se parecía a ningún adorno tribal; ni siquiera el jefe del poblado había podido definir su origen. Cuando Keira se lo mostró, el anciano agachó la cabeza. Ignoraba de qué se trataba, tal vez no debería seguir guardándolo junto a ella. Sin embargo, era un regalo de Harry… Cuando Keira le preguntó sobre su procedencia, el chico le explicó que lo había encontrado un día sobre un islote situado en medio del lago Turkana. Fue mientras descendía con su padre por el cráter de un antiguo volcán extinto desde hacía siglos, allí donde la tierra rebosa de un limo fértil, donde había encontrado aquel tesoro.

Keira se lo volvió a poner sobre el pecho y cerró los ojos, buscando un sueño que no acudía a su encuentro.

Al alba, reunió su equipaje y despertó a sus colegas. Les esperaba un largo trayecto. Después de un frugal desayuno, la cuadrilla se puso en marcha. Los pescadores les habían dado dos piraguas: cada una de ellas podía acoger a cuatro personas, pero en varios momentos tendrían que volver a tierra firme y transportar a mano las embarcaciones para esquivar las cataratas.

Todos los aldeanos se reunieron en la ribera. Sólo un joven hombrecito faltó a la cita. El jefe de equipo estrechó a Keira entre sus brazos sin ser capaz de disimular la emoción. Después se embarcaron a bordo de las canoas; los niños se metieron en el agua para ayudarlos a alejarse de la orilla y la corriente hizo el resto, arrastrándolos suavemente.

A lo largo de las primeras millas recorridas no dejaron de ver manos agitándose desde los campos vecinos. Keira se mantuvo en silencio, buscando con la mirada al muchacho al que todavía esperaba ver. Cuando el río se bifurcó, justo antes de perderse entre dos altas paredes rocosas, sus últimas esperanzas se desvanecieron. Ya estaban demasiado lejos.

—Tal vez sea mejor así —sugirió Michel, un colega francés de Keira, aquél con el que mejor se entendía.

Ella habría querido responderle, pero tenía un nudo en la garganta.

—Volverá a su vida —continuó Michel—. No te preocupes. No tienes nada de lo que sentirte culpable; sin ti Harry probablemente habría muerto de hambre. Además, el jefe del poblado te ha prometido que se ocuparía de él.

Y, de repente, cuando el río se hundía todavía un poco más, la silueta de Harry apareció sobre un minúsculo arenal. Keira se levantó tan bruscamente que la embarcación estuvo a punto de volcar. Michel restableció el equilibrio; sus otros dos colegas refunfuñaron. Completamente sorda a sus reprimendas, Keira no tenía ojos más que para el chiquillo en cuclillas que la miraba desde lejos.

—¡Volveré, Harry, te lo juro! —gritó ella.

El niño no respondió. ¿Habría llegado a oírla?

—Te he buscado por todas partes —chillaba Keira todo lo fuerte que podía—. No quería irme sin volver a verte. Te voy a echar de menos, mi hombrecito —dijo entre sollozos—. Te voy a echar muchísimo de menos. Te juro que volveré, tienes que creerme, ¿me oyes? Te lo suplico, Harry, hazme un gesto, una pequeña señal para que sepa que me oyes.

Sin embargo, el niño no hacía ningún gesto, ni el menor signo. Su silueta desapareció poco después por un recodo del río y la joven arqueóloga no llegó a ver la mano del niño ofreciéndole un débil adiós.

Meseta de Atacama, Chile

Imposible pegar ojo por la noche. Cada vez que por fin creo sentir que el sueño me invade, me levanto de un salto del camastro, con esta terrible sensación de ahogo que no me abandona. Erwan, un colega australiano acostumbrado a las grandes alturas, ha renunciado a dormir desde su llegada. Practica el yoga y más o menos va tirando. Aunque yo mismo reconozco haber disfrutado bastante cuando iba dos veces por semana —en la época en que salía con aquella bailarina— a un gimnasio especializado de Solane Avenue, mi dominio de esta disciplina es claramente insuficiente para permitir a mi organismo que compense los efectos de tanta altura. A cinco mil metros por encima del nivel del mar, la presión del oxígeno cae un cuarenta por ciento. En unos pocos días el mal de montaña se hace notar: la sangre se espesa, la cabeza se vuelve pesada, la razón pierde su lógica, la escritura se hace torpe, y el más mínimo acto físico quema tu energía de una forma desproporcionada. Los que llevan más años trabajando aquí nos recomiendan tomar el máximo de glucosa posible. Para los amantes de los dulces, este lugar podría ser un auténtico paraíso: no hay riesgo de subir de peso; apenas ingerido, el azúcar es metabolizado por el organismo. Lo único malo es que a cinco mil metros sobre el nivel del mar uno pierde el apetito por completo… Yo me alimento casi exclusivamente de tabletas de chocolate.

La meseta de Atacama es un lugar fuera del tiempo. Una vasta planicie árida, rodeada de montañas; si no fuera tan difícil respirar, uno creería estar en medio de un desierto de piedras cualquiera. Sin embargo, aquí estamos en uno de los techos del mundo, excepto porque podría decirse que no existe el mundo a nuestro alrededor. Ninguna vegetación, ninguna vida animal, tan sólo piedras y polvo con una antigüedad de veinte millones de años. Este aire que tan penosamente respiramos es el más seco del planeta, hasta cincuenta veces más seco que en el Valle de la Muerte. Por mucho que las cimas que nos envuelven culminen a más de seis mil metros, todas ellas están desprovistas de nieve. Es precisamente por este motivo por el que trabajamos aquí. Como no hay ni la más mínima humedad, este emplazamiento era el mejor lugar para acoger el proyecto de astronomía más ambicioso que la tierra jamás haya visto nacer. Una apuesta casi imposible: implantar sesenta y cuatro antenas telescópicas, cada una con una altura de un edificio de diez plantas, todas conectadas entre sí. Una vez que acabe su construcción, se las vinculará a un ordenador capaz de efectuar dieciséis mil millones de operaciones por segundo. ¿Y todo esto para qué? Pues con el objetivo de salir de la oscuridad, de fotografiar las galaxias más lejanas, de descubrir aquellos espacios que todavía hoy nos son invisibles y tal vez incluso llegar a captar imágenes de los primeros instantes del universo.

Hace ya tres años que me uní a la Organización Europea para la Investigación Astronómica y me vine a vivir a Chile.

Normalmente, mi lugar de trabajo está situado a un centenar de kilómetros de aquí, en el Observatorio de La Silla. La región se sitúa sobre una de las mayores fallas sísmicas del globo, justo en el lugar donde dos placas tectónicas se encuentran. Dos masas de una fuerza colosal que, hace millones de años, empujándose la una a la otra, dieron nacimiento a la cordillera de los Andes. Hace no mucho, una noche, la tierra tembló. No hubo heridos, pero
Naco
y
Sinfoni
(cada uno de nuestros telescopios tiene un nombre) requirieron trabajos de reparación.

Aprovechando esa inactividad forzosa, el director del centro nos encomendó a Erwan y a mí la misión de supervisar la puesta en marcha de la tercera antena gigante del emplazamiento de Atacama. Ésa es la razón por la que respiro tan mal en este momento, por culpa de un estúpido temblor de tierra que me ha conducido hasta aquí, a cinco mil metros de altitud.

Hace apenas quince años los astrónomos todavía debatían sobre la existencia de planetas fuera de nuestro sistema solar. Ya lo he dicho antes, la humildad para un científico es aceptar que nada es imposible. Durante la última década han sido descubiertos ciento setenta planetas. Todos demasiado diferentes, demasiado masivos, demasiado cercanos o demasiado alejados de sus respectivos soles para ser comparados con la Tierra y permitir albergar la esperanza de que una forma de vida cercana a la que conocemos pudiera haberse desarrollado en ellos… hasta el descubrimiento que hicieron mis colegas poco antes de mi llegada a Chile.

Gracias al telescopio danés instalado en el emplazamiento de La Silla, divisaron otra «Tierra», situada a veinticinco mil años luz de la nuestra.

Casi cinco veces mayor, efectúa una vuelta completa alrededor de su sol en un plazo equivalente a diez años terrestres. Aunque ¿quién podría afirmar que el tiempo en ese planeta, tan cercano y tan lejano al mismo tiempo, transcurre para dar lugar a minutos y horas parecidos a los nuestros? De todas formas, a pesar de que el planeta esté tres veces más alejado de su sol que el nuestro y de que su temperatura sea más fría, parece reunir las condiciones necesarias para el nacimiento de la vida. Sin embargo, al parecer este descubrimiento no fue tan sensacional como para ganarse las primeras planas de los periódicos y pasó prácticamente inadvertido.

Los últimos meses nuestro trabajo se había visto retrasado por diversas averías y vicisitudes, y el final del año se anunciaba difícil para mí. A falta de resultados concluyentes, mis días en Chile estaban contados. No obstante, a pesar de mis dificultades de aclimatación a las alturas, no tenía ningunas ganas de volver a Londres. No habría cambiado por nada del mundo los grandes espacios chilenos y mis tabletas de chocolate por la pequeña ventana de mi estrecha oficina y el bistec con alubias que sirve el
pub
de la esquina de Gower Court.

Hace ya tres semanas que nos trasladamos a la zona de Atacama y mi cuerpo sigue sin acostumbrarse a la falta de oxígeno. Cuando el centro esté operativo, los edificios estarán presurizados, pero mientras tanto no nos queda otra que vivir en estas difíciles condiciones. Erwan opina que tengo un aspecto lamentable y quiere que vuelva al campamento base. «Acabarás por caer realmente enfermo», me repite desde hace dos días, «y si sufres algún accidente vascular cerebral será demasiado tarde para arrepentirte de tu imprudencia».

Su punto de vista no está desprovisto de fundamento, pero renunciar ahora sería comprometer todas mis oportunidades de participar en la fabulosa aventura que aquí se prepara. Poder disponer de un equipamiento tan potente y haber sido admitido en el seno de este equipo es un sueño hecho realidad.

Al caer la noche hemos abandonado nuestro bungaló. Hay una media hora de camino a pie hasta llegar al emplazamiento de la tercera antena telescópica de la zona. Erwan se ocupa de los reglajes, yo me aseguro de la correcta lectura de las ondas que recibimos. Unas ondas que han atravesado el espacio desde universos tan lejanos que hace diez años ni siquiera éramos capaces de imaginar su existencia. Del mismo modo que yo hoy no soy capaz de imaginar el alcance de los descubrimientos que haremos cuando las sesenta parabólicas estén todas interconectadas y unidas al ordenador central.

—¿Recibes alguna cosa? —me pregunta Erwan encaramado sobre la pasarela metálica que bordea la segunda planta de la antena.

Estoy seguro de haberle respondido, pero mi colega repite su pregunta. A lo mejor no he hablado lo suficientemente alto. El aire es seco y el sonido se desplaza con dificultad.

—Joder, Adrián, ¿recibes alguna señal o no? No me voy a pasar horas aquí haciendo equilibrios.

Me cuesta horrores articular; el frío, sin duda. Hace muchísimo frío, casi no puedo sentir las puntas de los dedos. Se me han entumecido los labios.

—¿Adrián, me oyes?

Pues claro que oigo a Erwan, ¿por qué no me oirá él a mí? También puedo oír sus pasos, está bajando de la plataforma.

—Pero ¿qué diablos estás haciendo? —refunfuña mientras se acerca a mí.

Pone una cara muy rara y de repente deja caer al suelo todos sus instrumentos para correr en dirección a mí. Se acerca y veo como su rostro se tensa, como su expresión delata una enorme inquietud.

—¡Adrián, tu nariz! ¡Estás chorreando sangre!

Me coge y me ayuda a levantarme; no me había dado cuenta de que estaba tirado en el suelo. Erwan conecta su
walkie-talkie
y pide ayuda. Yo intento impedírselo; no hay ningún motivo para molestar a los demás, no es más que un golpe de fatiga, pero mis manos no responden, soy incapaz de coordinar el más mínimo movimiento.

—¡Base, base, aquí Erwan en la antena número 3, responded,
Mayday, Mayday
! —repite sin cesar mi colega.

Yo sonrío, la palabra «
Mayday
» sólo se usa en la aviación, pero no es el momento de ponerme a dar lecciones, sobre todo porque una risa tonta se ha apoderado de mí.

Y cuanto más me río, más se inquieta Erwan, él que siempre me echa en cara que debería tomarme la vida más a la ligera, ¡es lo último que me faltaba!

Escucho chisporrotear en su
walkie-talkie
una voz que me resulta familiar, pero no puedo asociarla a ningún nombre. Erwan explica que no me encuentro bien, pero no es verdad, nunca me he sentido tan feliz, todo es precioso aquí, hasta Erwan, que sin embargo tiene la cara completamente descompuesta. Esta noche en concreto, no sé si será por el color particular de este claro de luna, me parece que tiene un aspecto magnífico. Y al cabo de un instante Erwan ya no me parece nada de nada; su voz antes amortiguada ya no llega a mis oídos, como si estuviera jugando a ese juego de niños que consiste en articular palabras sin pronunciarlas. Su rostro se vuelve borroso, estoy a punto de perder el conocimiento.

Erwan se ha quedado a mi lado, como un hermano. No ha parado de sacudirme, incluso ha conseguido despertarme. Me ha molestado bastante, la verdad; con todo el tiempo que llevaba sin poder dormir, no se puede decir que haya sido muy generoso por su parte. Diez minutos después de su llamada ha llegado un
jeep
. Nuestros colegas, que se habían tenido que vestir a toda prisa, me han llevado hasta los barracones. El médico ha ordenado mi evacuación inmediata. Se acabaron mis proyectos en Atacama. Un helicóptero me ha devuelto al Valle, al hospital de San Pedro. Me han dejado salir después de pasar tres días enchufado a un inhalador de oxígeno. Erwan ha venido a hacerme una visita acompañado del director del centro de investigación, que ha confesado sentirse muy afligido por tener que dejar marchar a «un científico de mi categoría». Me he tomado ese cumplido como un premio de consolación, unas pocas palabras tranquilizadoras para meter en mi equipaje antes de volver a mi oficina de la universidad, con su pequeña ventana sobre la calle, el
pub
en la esquina de Gower Court y su horroroso bistec con alubias. Allí me tocará ignorar las miradas burlonas de mis colegas londinenses…

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