El miércoles, Ivory recibió los resultados del laboratorio situado cerca de Dortmund, en Alemania. Tomó notas del informe del análisis que su interlocutor le dictaba y le pidió que fuera tan amable de expedir el objeto que le había confiado a otro laboratorio, en la periferia de Los Ángeles. Después de colgar, dudó largo rato y realizó otra llamada, esta vez desde su móvil. Tuvo que esperar un poco antes de conseguir conexión.
—Pero ¡cuánto tiempo…!
—En realidad no teníamos muchos motivos para seguir en contacto —dijo Ivory—. Acabo de enviarle un correo electrónico, léalo en cuanto pueda, tengo buenas razones para creer que no tardará en querer reunirse conmigo.
Ivory colgó y miró su reloj. La conversación había durado menos de cuarenta segundos. Salió de su despacho, cerró la puerta con llave y bajó a la planta baja. Aprovechó que un grupo de estudiantes había invadido el vestíbulo del museo para escabullirse discretamente fuera de la institución.
Subiendo por el muelle Branly, atravesó el Sena, abrió su teléfono móvil, le quitó la tarjeta y la lanzó al río. Después fue a la
brasserie
de l'Alma, bajó las escaleras que llevaban al sótano, entró en la cabina telefónica y esperó hasta que el timbre sonó.
—¿Cómo ha llegado ese objeto a sus manos?
—Los mayores descubrimientos son a menudo fruto del azar; algunos lo llaman destino, otros, suerte.
—¿Quién se lo ha entregado?
—Poco importa. Prefiero guardar esa información en secreto.
—Ivory, pretende usted reabrir un dosier cerrado desde hace mucho tiempo, y el informe que me ha transmitido no prueba gran cosa.
—Nada le obligaba a llamarme tan rápido.
—¿Qué es lo que quiere?
—He mandado enviar el objeto a California para hacer una serie de pruebas complementarias, pero es necesario que el coste de los análisis le sea facturado directamente a usted. Esto supera mis medios.
—¿Y el propietario del objeto está al corriente?
—No, no tiene la más mínima idea de lo que se trata, y huelga decir que no tengo ninguna intención de decirle más.
—¿Cuándo espera recibir más información?
—Debería tener los primeros resultados en unos pocos días.
—Vuelva a ponerse en contacto con nosotros si lo cree necesario y envíeme la factura, nosotros correremos con los gastos. Adiós, Ivory.
El profesor colgó el auricular y se quedó unos instantes en la cabina, preguntándose si habría tomado la decisión correcta. Pagó su consumición en la barra y volvió al museo.
Keira había llamado a la puerta de su despacho. Como no obtuvo respuesta, había vuelto a bajar para informarse en la recepción. La azafata le confirmó que había visto al profesor. Tal vez pudiera encontrarle en la cafetería. Keira recorrió el jardín con la mirada. Su hermana almorzaba en compañía de un colega y se levantó de la mesa para ir a su encuentro.
—Habrías podido llamarme.
—Sí, habría podido. ¿Has visto a Ivory? No consigo encontrarlo.
—He hablado con él esta mañana, pero no me dedico a vigilarlo, y además el museo es muy grande. ¿Dónde te has metido estos dos últimos días?
—Jeanne, estás haciendo esperar a la persona con la que almuerzas; tal vez podrías dejar tu interrogatorio para más tarde.
—Estaba preocupada, eso es todo.
—Bueno, pues mírame, estoy perfectamente bien, no tienes ningún motivo para preocuparte.
—¿Cenarás conmigo esta noche?
—No lo sé, sólo es mediodía.
—¿Por qué tienes tanta prisa?
—Ivory me ha dejado un mensaje, me ha pedido que venga a verlo a su despacho, pero no está.
—Pues estará en otro sitio; ya te lo he dicho, el museo es grande, puede estar en cualquier parte. ¿Tan urgente es?
—Creo que tu compañero de mesa está comiéndose tu postre.
Jeanne lanzó una mirada hacia su colega, que la esperaba pacientemente mientras hojeaba una revista. Cuando se volvió de nuevo, su hermana había desaparecido.
Keira recorrió la primera planta, después la segunda y, con la mosca detrás de la oreja, dio la vuelta y se dirigió a la oficina de Ivory. Esa vez la puerta estaba abierta y el profesor sentado en su butaca. Ivory levantó la mirada.
—Ah, aquí está, es muy amable de haber venido.
—Pasé por aquí hace un buen rato. Le he buscado por todas partes, pero no le he visto por ningún lado.
—Espero que no haya probado en los aseos de caballeros…
—No —respondió Keira confundida.
—Pues ya tiene la explicación. Siéntese, tengo noticias que darle.
El análisis del carbono 14 no había dado ningún resultado, ya fuera porque el regalo de Harry tenía más de cincuenta mil años, ya fuera porque el objeto no era orgánico, y por lo tanto no era ébano.
—¿Cuándo lo podremos recuperar? —preguntó Keira.
—El laboratorio nos lo enviará de vuelta mañana, dentro de dos días como máximo podrá usted volver a colgárselo alrededor del cuello.
—Quiero que me diga cuánto le debo, mi parte proporcional, ¿lo recuerda?, hicimos un trato.
—Puesto que los resultados no han sido concluyentes, el laboratorio no nos ha hecho pagar nada. Los gastos de envío ascienden a unos cien euros.
Keira dejó la mitad de la suma sobre la mesa del profesor.
—El misterio sigue intacto. Después de todo, a lo mejor sólo se trata de una simple piedra volcánica —siguió ella.
—¿Así de lisa y tersa? Lo dudo, además de que la lava fosilizada sí que se puede cortar.
—Entonces digamos que no es más que un colgante.
—Creo que es una sabia decisión. La llamaré cuando me lo hayan devuelto.
Keira dejó a Ivory y decidió ir a ver a su hermana.
—¿Por qué no me dijiste que habías vuelto a ver a Max? —preguntó Jeanne en cuanto Keira entró en su despacho.
—Puesto que ya lo sabías, ¿para qué decírtelo?
—¿Vais a volver?
—Pasamos una noche juntos y al día siguiente me fui a dormir a mi casa, si es eso lo que quieres saber.
—¿Y te pasaste todo el domingo sola en tu estudio?
—Me crucé con él por casualidad y fuimos a dar una vuelta. ¿Cómo es que sabes que nos hemos vuelto a ver? ¿Te ha llamado él?
—¿Llamarme Max a mí, estás de broma? Es demasiado orgulloso para hacer algo así. Después de tu partida ya no volví a saber nada de él e incluso creo que se impuso la obligación de evitar todas las cenas en las que podríamos haber coincidido. No hemos vuelto a hablar desde vuestra ruptura.
—Entonces, ¿cómo te has enterado?
—Por una amiga que os vio en el hotel Meurice; estabais arrullándoos, según parece, como si fuerais dos amantes adúlteros.
—¡Si es que París es un pueblo! Pues no, no somos amantes, sólo dos antiguos amigos que se reencuentran el tiempo que dura una conversación. No sé quién será esa amiga tuya tan cotilla, pero la detesto.
—Es la prima de Max; a ella tampoco le gustas nada. ¿Puedo preguntarte qué es lo que te llevas entre manos con Ivory?
—Me gusta estar en compañía de profesores, ya deberías saberlo, ¿no?
—No recuerdo que Ivory haya enseñado nunca…
—Me aburres con todas tus preguntas, Jeanne.
—Entonces, para no aburrirte más, no te diré que esta mañana alguien te ha mandado unas flores a casa. La nota que acompañaba el ramo está en mi bolso, por si te interesa.
Keira se hizo con el pequeño sobre, lo abrió y tiró con suavidad de la cartulina. Sonrió y se guardó el papel en el bolsillo.
—Esta noche no voy a cenar contigo, te dejo en compañía de esas amigas tuyas tan cargadas de buenas intenciones.
—Keira, ten cuidado con Max, tardó muchos meses en pasar página, no vuelvas a abrir heridas si es para volver a largarte justo después. Porque vas a marcharte de nuevo, ¿no es cierto?
—Qué fuerte, la pregunta del millón de dólares embutida justo en medio de una lección de moral. Aquí debo decir que, en tu papel de hermana mayor, eres la mejor. Max tiene quince años más que yo, ¿no crees que ya es lo suficientemente adulto como para dirigir su vida y sus emociones él solo?, ¿o tal vez prefieres que le recomiende tus servicios? La hermana de la furcia como carabina, no se puede pedir más, ¿verdad?
—¿Por qué me odias tanto?
—Porque lo juzgas todo, todo el tiempo.
—Sal de aquí, Keira, ve a divertirte. Yo tengo mucho trabajo y tú tienes toda la razón: ya no tienes edad para que juegue a ser tu hermana mayor. De todas formas, tú nunca has querido saber nada de mis consejos. Sólo intenta no volver a dejarlo hecho pedazos, eso sería cruel y le haría un flaco favor a tu reputación.
—¿Es que acaso tengo una reputación?
—Cuando te marchaste, todo el mundo empezó a hablar de ti, y digamos que no fueron precisamente muy agradables.
—Si supieras lo mucho que me resbala… Estaba demasiado lejos como para oír a todas esas malas lenguas amigas tuyas.
—Puede ser, pero yo no; y allí estaba yo para defenderte.
—Pero ¿a qué viene que toda esa gente se meta en tu vida social, Jeanne? ¿Quiénes son esos buenos amigos que tanto chismorrean, cotillean y critican?
—¡Los que consolaban a Max, supongo! Ah, y una última cosa: en el caso de que alguna vez te vuelvas a preguntar si has sido un diablo con tu hermana, ¡la respuesta es sí!
Keira salió de la oficina de Jeanne dando un portazo. Unos segundos más tarde, subía el muelle Branly hacia el puente de l’Alma. Al atravesar el río se apoyó sobre el antepecho y observó una barquita que se dirigía hacia la pasarela Debilly. Cogió su teléfono móvil y llamó a Jeanne.
—No vamos a discutir cada vez que nos veamos. Iré a buscarte mañana y almorzaremos, solas tú y yo. Yo te lo contaré todo sobre mi aventura en Etiopía, aunque en realidad no haya mucho que contar, y tú me lo explicarás todo sobre tu vida durante estos últimos tres años. Hasta te dejaré que me expliques otra vez por qué Jérôme y tú os separasteis. Porque… se llamaba Jérôme, ¿verdad?
Walter no decía nada, pero era difícil no darse cuenta de que se desanimaba cada día un poco más. Pretender que entendiera mis investigaciones era tan poco realista como esperar que aprendiera a hablar chino en una semana. La astronomía y la cosmología estudian espacios tan extensos que las unidades utilizadas para medir el tiempo, la velocidad y las distancias terrestres se vuelven completamente inoperantes. Ha habido que inventar otras, múltiplos de múltiplos, ecuaciones inextricables. Nuestra ciencia no está hecha más que de probabilidades e incertidumbres; avanzamos a tientas, incapaces de imaginar los verdaderos límites de este universo del cual nosotros también formamos parte.
En las últimas dos semanas no había logrado formular una sola frase sin que Walter frunciera el ceño ante un término cuyo sentido no entendía o un razonamiento cuyo alcance se le escapaba.
—Walter, de una vez por todas, a ver: ¿el universo es plano o curvo?
—Curvo, creo. En fin, si lo he comprendido bien, el universo estaría en permanente movimiento y se expandiría igual que cuando estiramos de una tela elástica, arrastrando así a las galaxias entrelazadas en sus hilos.
—Es un poco esquemático, pero es una forma de resumir la teoría del universo en expansión.
Walter dejó caer la cabeza entre las manos. A aquella avanzada hora de la tarde, la sala de la gran biblioteca estaba desierta. Sólo sus dos mesas estaban aún iluminadas.
—Adrián, ya sé que no soy más que un humilde gestor, pero mi vida diaria discurre en el ambiente de la Academia de las Ciencias y, aun así, no logro comprender nada de lo que me dices.
Me fijé en que sobre la mesa había una revista que un lector debía de haber olvidado devolver a su lugar. Un bellísimo paisaje de Devon figuraba en la cubierta.
—Creo que se me ha ocurrido una idea que puede aclararte las tuyas —le dije a Walter.
—Te escucho.
—No, ya me has escuchado bastante y creo que al fin he encontrado algo más que palabras para enseñarte algunas nociones sólidas sobre el cosmos. ¡Ha llegado el momento de pasar de la teoría a la práctica! ¡Sígueme!
Cogí a mi acólito del brazo y juntos atravesamos el vestíbulo de la biblioteca con paso firme. Una vez en la calle, llamé a un taxi y le pedí que nos dejara lo más rápido posible en mi domicilio. Al llegar, aquella vez no llevé a Walter hacia la puerta de mi casa, sino hacia una pequeña cochera contigua.
—¿No me irás a llevar a una sala de juegos clandestina oculta tras una persiana de acero? —me preguntó Walter con mirada burlona.
—Lamento decepcionarte, pero sólo se trata de un vulgar garaje —respondí mientras abría la puerta.
Walter dejó escapar un silbido. Aunque su rendimiento fuera bastante inferior al de un moderno coche de ciudad, mi viejo MG de 1962 suele provocar este tipo de reacciones.
—¿Vamos a dar una vuelta? —preguntó Walter entusiasmado.
—Si le da la gana de arrancar… —dije mientras giraba la llave de contacto.
Unos cuantos golpes de acelerador y casi al instante el motor empezó a ronronear.
—Súbete. Y no busques el cinturón de seguridad, ¡no lo tiene!
Media hora más tarde dejábamos atrás la periferia de Londres.
—¿Adónde vamos? —preguntó Walter intentando controlar sobre su frente el único mechón de pelo rebelde que todavía poseía.
—En tres horas llegaremos al mar.
Mientras avanzábamos a gran velocidad bajo aquel bonito cielo estrellado, yo pensaba en la meseta de Atacama, adonde seguía soñando con volver, y al mismo tiempo me daba cuenta de cuánto había echado de menos Inglaterra mientras estaba allí.
—¿Cómo te las has ingeniado para que esta pequeña maravilla se conserve en tan buena forma después de haberla dejado abandonada durante tres años en un garaje?
—Se la confié a un mecánico durante mi ausencia. Justo acabo de recuperarla.
—Pues se ha ocupado muy bien de ella —dijo Walter—. ¿No tendrás por casualidad un par de tijeras en la guantera?
—No, ¿por qué?
—¡Por nada! —respondió Walter mientras se pasaba la mano por la frente.
A medianoche habíamos dejado atrás Cambridge y dos horas más tarde llegamos a nuestro destino. Aparqué el MG en una playa de Sheringham y le pedí a Walter que me siguiera hasta la orilla y se sentara sobre la arena.
—¿Es que hemos hecho todo este trayecto por carretera sólo para hacer castillos? —preguntó.