»Más recientemente, un equipo descubrió las osamentas fosilizadas de una tercera familia de bípedos, aún más antiguos. Los
Orrorin
vivían hace seis millones de años. Ese descubrimiento puso patas arriba todo lo que se creía saber hasta entonces. Porque no solamente los
Orrorin
andaban sino que aún estaban más cercanos a nosotros. La evolución genética no conoce la marcha atrás. Con ello se relegaba a todos los que habían sido considerados como abuelos de la humanidad al simple rango de primos lejanos y se retrasaba el supuesto momento de la separación entre el linaje de los monos y el de los homínidos. Y entonces, ¿quién puede estar seguro de que antes de los
Orrorin
no había otros precedentes? Mis colegas buscan la respuesta al oeste y yo he venido al este, a este Valle, al pie de estas montañas, porque creo con todas mis fuerzas que el ancestro del hombre tiene más de siete u ocho millones de años y que sus restos se encuentran en alguna parte bajo nuestros pies. Ahora ya sabes por qué estoy en Etiopia.
—En tus estimaciones más locas, Keira, ¿qué edad asignas al primero de nuestros ancestros?
—No tengo una bola de cristal ni siquiera en mis sueños más locos. Sólo si hago un descubrimiento podría responder a tu pregunta. Lo que sé es que todos los hombres sobre la tierra llevan un gen idéntico. Sea cual sea el color de nuestra piel, descendemos todos de un mismo ser.
El fresco había acabado por echarnos de la colina. Keira me instaló un catre en su tienda, me dio una manta y sopló la vela que nos iluminaba. Por más que rechazaba la idea con todas mis fuerzas, el hecho de estar cerca de ella me hacía feliz, aunque no compartiéramos la misma cama. Estábamos en la más absoluta oscuridad, la oía rebullir.
—¿De verdad hay mígalas por aquí? —pregunté.
—Nunca he visto ninguna —me dijo—. Buenas noches, Adrián, estoy contenta de que estés aquí.
Ivory se había instalado en la barra de una cafetería situada en el centro del aeropuerto de Malpensa. Miró la hora en el reloj que estaba sobre él y volvió a concentrarse en la lectura del
Corriere della Sera
.
Un hombre se sentó en el taburete a su lado.
—Lo siento, Ivory, la circulación estaba todavía peor que de costumbre. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Casi nada, mi querido Lorenzo, a no ser que quiera compartir conmigo las informaciones que posee.
—¿Qué le hace suponer que poseo informaciones que puedan concernirle?
—Vale, juguemos de la manera más limpia posible. Empezaré yo y le diré todo lo que sé. Por ejemplo, que la comisión se ha reactivado, que la persona de la que todos ustedes están pendientes está actualmente en Etiopía y que se ha reunido con la joven arqueóloga; también sé que China tiene allí muchos intereses económicos y numerosos apoyos, y soy lo suficientemente espabilado como para adivinar que los demás deben de estar planteándose el convidar a los chinos a su mesa. Veamos, ¿qué más podría decirle? ¿Que Italia también mantiene algunos contactos en Etiopía? ¿Y que, si usted sigue siendo el mismo hombre que conocí, ya habrá activado a uno o a varios de sus agentes? Espere, que buscando y buscando, quizá encuentre un par más de cositas para contarle. Ah, sí, usted no ha informado a nadie de sus proyectos, para no perder la iniciativa, e incluso quizá para tomar el control de las operaciones en un momento dado.
—Usted no ha venido aquí sólo para proferir unas acusaciones tan grotescas, supongo que una llamada telefónica hubiera bastado para eso.
—Lorenzo, ¿sabe usted cuál es en nuestros días la mayor fuerza en su oficio?
—Estoy seguro de que me la va a decir.
—No depender de ninguna tecnología. Ni teléfono, ni ordenador ni tarjeta bancaria. Recuerde que el espionaje era un asunto complejo cuando esas gilipolleces todavía no existían. Hoy no hay ningún placer en la práctica de este arte. El primer cretino que enciende su móvil es geolocalizado por una batería de satélites en apenas unos instantes. Nada reemplazará nunca a un buen café tomado con un viejo amigo en el anonimato de un bar de aeropuerto.
—Sigue sin decirme lo que quiere.
—Tiene razón, casi se me olvida. Hubo una época en la que le presté algunos servicios, ¿no? Pero no apelaré a su gratitud, aunque no digo que no lo haga un día, ya que lo que quiero por ahora no justifica que utilice esa baza, sería desperdiciarla. No, la verdad es que todo lo que le pido es que me dé los medios para tener un poco de ventaja sobre los demás. En contrapartida, no les diré nada de sus mangoneos, así que infórmeme de lo que está pasando en el Valle del Omo. Estoy siendo muy magnánimo, porque cuando nuestros tortolitos vuelen a otras regiones, me tocará a mí informarle. Reconozca que tener un alfil invisible en el tablero es una baza importante para el que lo tiene de su lado.
—Ivory, no juego más que al póquer, no estoy familiarizado con las reglas del ajedrez. ¿Qué le hace pensar que van a dejar Etiopía?
—Por favor, Lorenzo, no entre nosotros, no me tome por imbécil. Si usted pensara que nuestro astrónomo sólo ha ido a galantear a su novia, no hubiera puesto a sus hombres en marcha.
—¡Pero si yo no he hecho nada de eso!
Ivory pagó su consumición y se levantó. Palmeó el hombro de su vecino.
—Encantado de haberlo vuelto a ver, Lorenzo. Recuerdos a su encantadora esposa.
El viejo profesor se agachó para recoger su bolsa e irse. Lorenzo lo detuvo con un gesto.
—De acuerdo, mis hombres lo localizaron en el aeropuerto de Adís Abeba; había alquilado un chisme para que lo llevase a Jinka. La conexión se hizo allí.
—¿Sus hombres entraron en contacto con él?
—De manera absolutamente anónima. Lo cogieron haciendo autoestop y aprovecharon para implantar un micrófono en su equipaje, un pequeño emisor de alcance medio. Su conversación con la joven arqueóloga de la que usted hablaba demuestra que todavía no ha comprendido qué es lo que tiene, pero no está lejos de la verdad, sólo es cuestión de tiempo; ha descubierto algunas propiedades del objeto.
—¿Cuáles? —preguntó Ivory.
—Propiedades que no conocemos. No lo hemos oído todo, ya le he dicho que el micrófono está en su equipaje. Se trataría de una proyección de puntos que se da cuando una fuente de luz intensa se acerca al objeto —respondió Lorenzo sin denotar mucho interés.
—¿Qué tipo de puntos?
—Ha hablado de una nebulosa, algo así como Pelícano, supongo que es una expresión inglesa.
—Qué ignorante que es usted, amigo mío; la nebulosa del Pelícano se encuentra en la constelación del Cisne, cerca de la estrella Deneb. ¡Cómo no había pensado en eso antes!
Fue tanta la súbita excitación de Ivory que Lorenzo se sobresaltó.
—Parece que hay algo que le ha entusiasmado muchísimo.
—Y tiene su porqué, esta información confirma todas mis conjeturas.
—Ivory, usted ha sido apartado de la comunidad junto con sus conjeturas. No me importa echarle una mano por los tiempos pasados, pero nada de desacreditarme con sus burradas.
Ivory cogió a Lorenzo por la corbata. Apretó el nudo tan rápidamente que éste no tuvo tiempo de reaccionar, le faltaba el aire y su rostro enrojecía a simple vista.
—¡Nunca, me ha oído, nunca me trate así! ¿Burro, dice usted? Son ustedes los que son burros, con miedo de acercarse a la verdad, como lo eran los fanáticos religiosos hace seis siglos. Son ustedes tan indignos como ellos de las responsabilidades que se les han confiado. ¡Vaya banda de incapaces!
Algunos viajeros, asombrados por la escena, se habían parado. Ivory relajó su presión y le dirigió una sonrisa tranquilizadora. Los transeúntes siguieron su camino y el camarero volvió a sus ocupaciones. Lorenzo había desabrochado rápidamente el cuello de su camisa e inspiraba a grandes bocanadas.
—¡La próxima vez que me haga algo parecido, lo mato! —dijo Lorenzo mientras intentaba reprimir un ataque de tos.
—¡Siempre que lo consiga, listillo! Pero ya nos hemos peleado lo suficiente, no me vuelva a faltar al respeto, y ya está.
Lorenzo se volvió a sentar en su taburete y pidió un gran vaso de agua.
—¿Qué hacen nuestros tortolitos? —prosiguió Ivory.
—Ya se lo he dicho, siguen estando a mil leguas de enterarse de algo.
—¿A mil o a cien leguas?
—Escúcheme, Ivory, si yo estuviese a cargo de las operaciones, les habría confiscado el objeto en cuestión hace tiempo, por las buenas o por las malas, y el problema estaría solventado. Por otra parte, supongo que tarde o temprano esa decisión, que un cierto número de nuestros amigos preconizan, será tomada por unanimidad.
—Le conmino a que no vote nunca en ese sentido y a que use su influencia para que los demás hagan lo mismo.
—A ver si también va a dictarme a mí mi conducta.
—¿Así que teme usted que mis burradas lo desacrediten? ¿Pues qué pasaría si la comunidad supiera que nos hemos reunido? Por supuesto, podría negarlo, pero en su opinión, ¿cuántas cámaras de seguridad nos han filmado desde que estamos hablando? E incluso estoy seguro de que nuestro pequeño altercado no ha pasado desapercibido. Ya se lo he dicho, esta abundancia de tecnologías es una verdadera cabronada.
—¿Por qué hace usted esto, Ivory?
—Porque, precisamente, sus amigos serían capaces de votar por unanimidad una propuesta tan estúpida como la que me acaba de comentar, y no es cuestión de que alguien ponga la mano encima de nuestros dos tortolitos, que quizá por fin vayan a emprender las investigaciones que todos ustedes han tenido miedo de llevar a cabo hasta hoy.
—Eso es precisamente lo que intentábamos evitar desde que fue descubierto el primer objeto.
—Ahora hay un segundo y no será el último. Usted y yo haremos todo lo posible para que nuestros protegidos lleguen a buen puerto. ¿No es la primacía del saber lo que más le importa?
—Es lo que más le importa a usted, Ivory, no a mí.
—Vamos, Lorenzo, nadie es tonto, ni siquiera en esa asamblea de gente tan respetable.
—Si sus dos tortolitos como usted los llama, comprendieran el alcance de su descubrimiento y lo hicieran público, ¿se da cuenta del peligro que harían correr al mundo?
—¿De qué mundo está hablando? ¿Ése en el que los dirigentes de las naciones más poderosas ya no pueden reunirse sin provocar tumultos? ¿Ése en el que los bosques desaparecen mientras que los glaciares del Ártico se funden como nieve al sol? ¿Ése en el que la mayoría de los seres humanos padece hambre y sed mientras que una minoría baila al son de la campana de Wall Street? ¿Ése aterrorizado por grupúsculos fanáticos que asesinan en nombre de dioses imaginarios? ¿Cuál de esos mundos le da más miedo?
—Ivory, se ha vuelto loco!
—No, yo quiero saber. Por eso me han jubilado ustedes. Para no tener que mirarse en un espejo. Usted piensa que es un hombre recto porque va a la iglesia los domingos, ¡pero se va de putas los sábados!
—¿Se cree un santo, quizá?
—Los santos no existen, amigo mío. Lo único es que se me ha caído la venda hace mucho tiempo, lo que me protege de una cierta hipocresía.
Lorenzo escrutó a Ivory, puso su vaso en la barra y se levantó de su taburete.
—Usted será el primero en saber lo que vaya averiguando. Le daré un día de ventaja. Lo toma o lo deja. Quede claro que esto borra todas mis deudas para con usted. No ha desperdiciado su baza en el póquer.
Lorenzo se fue e Ivory echó otra ojeada al reloj del bar; el vuelo para Amsterdam salía dentro de cuarenta y cinco minutos, no había tiempo que perder.
Keira dormía todavía, me levanté y salí de la tienda haciendo el menor ruido posible. El campamento estaba silencioso. Subí hasta la cima de la colina. Más abajo, el río Omo estaba rodeado por una ligera bruma. Algunos pescadores se afanaban ya junto a sus piraguas.
—Es bonito, ¿no? —dijo Keira a mi espalda.
—Has tenido pesadillas esta noche —le dije dándome la vuelta—. No dejabas de agitarte y dabas grititos.
—No me acuerdo de nada. Quizá estuviera soñando con nuestra conversación de anoche.
—Keira, ¿podrías llevarme hasta el lugar donde se encontró tu colgante?
—¿Por qué, para qué serviría?
—Para tener una posición exacta, tengo un presentimiento.
—Todavía no he tomado mi té. Ven, tengo hambre, hablaremos delante de un buen desayuno.
De vuelta en la tienda, me puse una camisa limpia y verifiqué en mi bolsa que había cogido todo el material que necesitaba.
El colgante de Keira nos había desvelado un trozo de cielo que no se correspondía con el de nuestra época. Necesitaba conocer el sitio exacto donde el objeto había sido abandonado por el último que se había servido de él. La cúpula estrellada que podemos observar en una noche clara cambia día a día. El cielo de marzo no es el mismo que el de octubre. Una serie de cálculos quizá me permitiera saber en qué estación había sido observado aquel cielo de cuatrocientos millones de años de edad.
—Según lo que me dijo Harry, lo descubrió en la isla que hay en medio del lago Turkana. Es un antiguo volcán extinto. Su limo es fértil y los agricultores van de vez en cuando a buscarlo para nutrir sus tierras. Lo encontró durante un viaje con su padre.
—Aunque tu amigo sea inencontrable, ¿está por lo menos su padre por la región?
—Harry es un niño, Adrián, huérfano de padre y madre.
Debí traslucir mi asombro, porque Keira me miró meneando la cabeza.
—No habrías imaginado que él y yo…
—Había imaginado que tu Harry era más mayor, eso es todo.
—No puedo darte más precisiones sobre el lugar de su descubrimiento.
—Pues no he avanzado nada. ¿Me acompañarías hasta allí?
—No, imposible; ir y volver lleva al menos dos días y no puedo dejar a mi equipo empantanado. Tengo obligaciones aquí.
—Si te torcieras el tobillo, todo se pararía, ¿no?
—Haría que me lo entablillaran y continuaría mi trabajo.
—Nadie es indispensable.
—Mi trabajo sí me es indispensable, si prefieres ver las cosas en ese sentido. Aquí tenemos un 4 x 4, he aprendido la lección de mi última experiencia. Puedo dejártelo si quieres, y podría buscar en el pueblo a alguien para que te hiciera de guía. Si te vas ahora, alcanzarás el lago a media tarde. No está tan lejos, pero la pista que llega a él es casi impracticable en algunos tramos; deberás conducir muy despacio. Luego tendrás que encontrar una embarcación que te lleve a la isla del centro. No sé cuántas horas piensas pasar allí, pero si no te entretienes, deberías poder estar de vuelta mañana por la noche. Eso te dejaría el tiempo justo para volver a Adís Abeba para coger tu avión.