El primer día (41 page)

Read El primer día Online

Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
9.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

Renuncié bastante pronto a mi curso de chino acelerado y me sumergí en lecturas más acordes con mis gustos literarios.

—¿Qué estás leyendo? —me preguntó Keira a mitad del viaje.

Le enseñé la portada y recité el título de la obra:
Tratado sobre las emisiones de partículas en la periferia de las galaxias
.

Ella farfulló una especie de «Mmmm» cuyo sentido se me escapó.

—¿Qué te parece?

—Pues que tu libro tiene una pinta verdaderamente apasionante —dijo ella—, creo que la película era todavía mejor, y hasta hicieron una continuación…

Se volvió y apagó la lucecita sobre su butaca.

Pekín

Llegamos a primera hora de la tarde, agotados tanto por el viaje como por el desfase horario. Pasamos las formalidades aduaneras sin demasiadas molestias, un pequeño control rutinario efectuado por gente mucho más amable que a la salida. Había reservado por medio de la agencia de viajes un 4 x 4 de fabricación local. El contrato estaba ya preparado a nuestro nombre en el mostrador de la agencia de alquiler, situado en el vestíbulo del aeropuerto, y un flamante vehículo nuevo nos esperaba en el aparcamiento.

Afortunadamente, nuestro coche estaba equipado con un GPS. No es fácil orientarse en China, ya que los nombres de las calles y las avenidas son ilegibles para los occidentales. Introduje las coordenadas del hotel donde había reservado una habitación y ya no me quedaba más que ir siguiendo la flechita que me guiaría hacia el centro de la ciudad.

El tráfico era denso. De repente, apareció a nuestra derecha el recinto de la Ciudad Prohibida. Un poco más allá, a nuestra izquierda, se alzaba el monumento al Guía del Pueblo, y algo más lejos, la plaza de Tiananmen, que evocaba tristes recuerdos. Acabábamos de sobrepasar la cúpula del Teatro Nacional, cuya modernidad arquitectónica se distinguía en el paisaje urbano.

—¿Estás cansado? —me preguntó Keira.

—Un poco.

—¿Y si continuásemos directamente hacia Xi'an?

Yo compartía su impaciencia, pero mil kilómetros nos separaban de nuestro destino y una noche en Pekín nos iría muy bien.

Es imposible estar tan cerca de la Ciudad Prohibida y no visitarla. Paramos un momento en nuestro hotel para cambiarnos de ropa. Desde la habitación, oía cómo corría el agua en el cuarto de baño, donde Keira se estaba duchando, y el sonido del agua me ponía repentinamente alegre, borrando las inquietudes que casi me habían hecho renunciar a este viaje con ella.

—¿Estás ahí? —me preguntó a través de la puerta.

—Sí, ¿por qué?

—No, por nada…

Yo tenía miedo de que nos perdiéramos en el laberinto de calles todas iguales. Un taxi nos llevó al parque de Jingshan. Nunca había visto una rosaleda tan hermosa. Ante nosotros, un puente de piedra franqueaba un estanque. Lo cruzamos, como otros cien turistas, y nos paseamos por los senderos del parque. Keira me cogió por el brazo.

—Estoy feliz por estar aquí —me dijo.

Si se pudiera fijar el tiempo, lo detendría en ese preciso momento; si se pudiera volver hacia atrás, allí es donde volvería, ante un rosal blanco, en un sendero del parque de Jingshan.

Entramos en la Ciudad por la puerta del Norte. Necesitaría emborronar cien páginas de este cuaderno para describir todas las bellezas que se ofrecían a nuestros ojos: los pabellones antiguos, donde tantas dinastías se sucedieron, el jardín imperial por el que antaño se paseaban las cortesanas; el pabellón rojo de las Diez Mil Primaveras; los tejados con ondulaciones imposibles sobre los que parecían vigilar unos dragones dorados; las garzas de bronce que miraban al cielo, fijas en su eternidad; las escaleras de mármol cinceladas como si fueran encaje. Sentados sobre un banco y cerca de un gran árbol una vieja pareja de chinos estaba presa, no sabíamos por qué razón, de un incontrolable ataque de risa. No entendíamos ninguna de las palabras que se decían y aún menos lo que les hacía reír tanto, sólo sus miradas nos permitían adivinar la complicidad que los unía.

Me gusta pensar que aún hoy, en medio de la Ciudad Prohibida, siguen en aquel banco riéndose juntos.

Esta vez la fatiga pudo con nosotros. Keira no se tenía de pie y yo no estaba mucho más entero. Volvimos al hotel.

Dormimos a pierna suelta. Un desayuno rápidamente engullido y dejamos Pekín. Nos esperaba un largo camino y dudaba de que pudiéramos hacer el viaje de una sentada.

A la ciudad le sucedió el campo, la llanura parecía no terminar nunca y las montañas que se veían en el horizonte no se acercaban. Ya habíamos recorrido trescientos kilómetros, atravesando de vez en cuando ciudades industriales erigidas en medio de la nada y que alteraban la monotonía del paisaje. Nos detuvimos en Shijiazhuang para llenar el depósito de gasolina. En la estación de servicio, Keira decidió comprarse un bocadillo vagamente inspirado en los
hot dogs
, aunque era casi imposible identificar el tipo de salchicha que contenía. Yo me negué a probarlo, pero Keira tragaba cada bocado con una delectación que yo sospechaba exagerada. Cincuenta kilómetros más adelante, mi pasajera cambió de color y aparqué urgentemente en el arcén. Doblada en dos, Keira se precipitó detrás de un talud. Volvió al coche diez minutos más tarde y me prohibió hacer el menor comentario.

Para luchar contra la náusea (de la que yo había prometido no indagar la causa), se puso al volante. Al llegar a Yangquan ya llevábamos cuatrocientos kilómetros y Keira vio en la cima de la colina un pueblecito de piedra que le parecía abandonado. Me sugirió que dejásemos la carretera y cogiéramos el camino de tierra que llevaba hasta él. Yo estaba ya harto de asfalto e iba siendo hora de que las cuatro ruedas motrices de nuestro vehículo sirvieran para algo.

Un camino lleno de baches nos llevó hasta la entrada de la aldea. Keira tenía razón, nadie vivía allí y la mayoría de las casas estaban en ruinas, aunque algunas conservaban el tejado. La lúgubre atmósfera del lugar no invitaba a la visita, pero Keira ya había enfilado por las antiguas callejuelas y no tuve más remedio que seguirla por aquel pueblo fantasma. En el centro de lo que antaño debía ser la plaza principal se encontraban un abrevadero y una nave de madera que habían resistido mejor los asaltos del tiempo. Keira se sentó en un peldaño.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Un antiguo templo confuciano. Los discípulos de Confucio eran numerosos en la China antigua, la sabiduría del Maestro guió a muchas generaciones.

—¿Entramos? —propuse.

Keira se incorporó y se acercó a la puerta. Le bastó empujar ligeramente para que se abriera.

—¡Entramos! —me respondió.

El interior estaba vacío, algunas piedras cubrían el suelo entre malas hierbas.

—¿Qué pudo pasar para que abandonasen el pueblo?

—Pues que la fuente de agua se agotaría o una epidemia diezmaría a los habitantes, no tengo ni idea. Este sitio debe de tener al menos mil años, qué pena que lo hayan dejado en este estado.

Un pequeño cuadrado de tierra al fondo del templo atrajo la atención de Keira. Se arrodilló y empezó a cavar delicadamente con las manos. Con la mano derecha extraía meticulosamente guijarros y se los ponía al lado con la mano izquierda. Aunque yo hubiera recitado todos los preceptos de Confucio en el orden en que él los habría enunciado, ella no me habría prestado la menor atención.

—¿Puedo saber qué estás haciendo?

—A lo mejor lo descubres dentro de un momento.

Y de repente, en medio de la tierra que había removido, apareció la fina curvatura de una copa de bronce. Keira cambió de posición y, sentada con las piernas cruzadas, tardó casi una hora en liberar al vaso de la arcilla seca que lo tenía prisionero. Y después, como por encanto, levantó la copa y me la presentó.

—¡Aquí está! —dijo ella, radiante y orgullosa.

Yo estaba asombrado, no solamente por la belleza ya visible de ese objeto todavía lleno de tierra, sino también por la magia que le había hecho surgir del olvido.

—¿Cómo lo has hecho, cómo has podido saber que estaba allí?

—Tengo un don muy especial para encontrar agujas en los pajares —me dijo mientras se incorporaba—, aunque los pajares estén en China. Esto te debería tranquilizar, ¿no?

Tuve que suplicarle un largo rato para que me revelara su secreto. En el sitio en el que Keira se había puesto a cavar, la hierba era más corta y la vegetación más escasa y mucho menos verde que alrededor.

—Suele pasar eso cuando un objeto está enterrado —me confió.

Keira limpió la copa.

—No data de ayer —me dijo, y la colocó delicadamente sobre una piedra.

—¿La dejas aquí?

—No nos pertenece, es la historia de la gente de este pueblo la que está escrita aquí. Alguien la encontrará y hará lo que mejor le parezca. ¡Vamos, nosotros tenemos otros pajares que registrar!

En Linfen, el paisaje cambió. La ciudad es una de las diez más contaminadas del mundo y el cielo tomó de repente un color de ámbar y una nube nauseabunda y tóxica oscureció el cielo. Pensé en la claridad de las noches en la meseta de Atacama. ¿Era posible que los dos lugares pertenecieran al mismo planeta? ¿Qué locura se había apoderado del hombre para que hubiese llegado a degradar hasta tal punto su entorno? De esas dos atmósferas, la de Atacama o la de Linfen, ¿cuál reinaría un día? Habíamos cerrado las ventanillas, Keira tosía cada cinco minutos y delante de mí la carretera me parecía borrosa de tanto que me escocían los ojos.

—Este olor es infernal —se quejó Keira, presa de un nuevo ataque de tos.

Se volvió hacia el asiento de atrás y rebuscó en su equipaje una camiseta de algodón para confeccionarnos unas mascarillas. Dio un pequeño grito.

—¿Qué te ha pasado? —pregunté.

—Nada, me he pinchado con algo en el dobladillo de mi bolsa. Seguramente una aguja o una grapa.

—¿Sangras?

—Un poco —me dijo, aún inclinada sobre su bolsa.

Yo estaba conduciendo y la visibilidad era tan escasa que no podía apartar las manos del volante.

—Mira en la guantera, hay un botiquín, encontrarás tiritas.

Keira abrió el compartimiento, cogió el botiquín y sacó unas pequeñas tijeras.

—¿Estás herida de verdad?

—No, no tengo nada, pero quiero saber qué es esa mierda que me ha pinchado. ¡He pagado una pequeña fortuna por esta bolsa!

Y entonces se dedicó, con gran capacidad gimnástica, a investigar en su equipaje.

—¿Puedo saber qué estás haciendo? —le pregunté después de recibir un rodillazo en las costillas.

—Descoso.

—¿Descoses qué?

—Esta porquería de dobladillo, cállate y conduce.

Oí a Keira mascullar:

—¿Pero qué es esta tontería?

Tuvo que bracear en todas direcciones para volver a su sitio. Cuando por fin lo consiguió, tenía entre sus dedos un pequeño alfiler metálico que me mostró triunfalmente.

—Es una maldita aguja —me dijo.

La cosa parecía un alfiler publicitario, una especie de pin, salvo que era gris y mate y no tenía ninguna inscripción.

Keira la observó más de cerca y vi cómo palidecía.

—¿Qué pasa?

—Nada —me respondió, aunque su expresión daba a entender lo contrario—. Probablemente es un chisme de costura que se olvidaron en el dobladillo de la bolsa.

Keira me hizo un signo para que permaneciera callado y otro indicándome que aparcase en el arcén en cuanto fuera posible.

Nos íbamos alejando de la periferia de Linfen. En la carretera había cada vez más curvas conforme nos elevábamos por la montaña. A trescientos metros de altitud, dejamos atrás el manto de contaminación y, de repente, como si hubiéramos atravesado una nube, nos reencontramos con el azul del cielo.

A la salida de una curva, una pequeña área de estacionamiento me permitió aparcar. Keira dejó el alfiler sobre el salpicadero, salió del coche y me indicó que la siguiera.

—La verdad es que tienes un aire extraño —le dije al alcanzarla.

—Lo que es extraño es haber encontrado un puto chivato en mi bolsa.

—¿Un qué?

—Eso no es una aguja de hacer punto, ya sabes de qué te hablo, es un micrófono.

Yo no tenía gran experiencia en materia de espionaje y me costaba creer lo que me decía.

—Vamos a volver al coche, lo miras más de cerca y lo constatarás por ti mismo.

Es lo que hice. Y Keira tenía razón, se trataba de un pequeño emisor. Volvimos a salir del coche para mantenernos a salvo de oídos indiscretos.

—¿Tienes alguna idea de la razón por la que han escondido un micrófono en mi bolsa? —preguntó Keira.

—Las autoridades chinas están ávidas de información concerniente a los extranjeros que circulan por su territorio, quizá sea un procedimiento ordinario con todos los turistas —sugerí.

—Debe haber unos veinte millones de visitantes cada año en China, ¿crees que se entretienen en poner otros tantos micrófonos en sus equipajes?

—¡No sé, quizá lo hagan de manera aleatoria!

—¡Qué va! Si ése fuera el caso, no seríamos los primeros en descubrirlo y la prensa occidental ya habría aireado el asunto.

—A lo mejor es algo muy reciente.

Decía todo eso para tranquilizarla, pero en mi fuero interno encontraba la situación tan extraña como molesta. Intenté rememorar las conversaciones que habíamos mantenido a bordo del coche y no recordé nada que hubiera podido ponernos en una situación embarazosa, salvo quizá las consideraciones de Keira sobre la suciedad y el hedor que reinaban en las ciudades industriales que habíamos atravesado y las referentes a la dudosa calidad de los alimentos consumidos al mediodía.

—Bueno, pues ya que hemos encontrado esa cosa, la abandonamos aquí y seguimos camino tranquilamente —propuse.

—No, llevémosla con nosotros, bastará decirle lo contrario de lo que pensamos, mentir sobre la dirección que tomamos y, así, seremos nosotros los que manipularemos a los que nos espían.

—¿Y nuestra intimidad, dónde queda?

—Adrián, no es el momento de ponerte cursi, esta tarde inspeccionaremos también tu bolsa; si han metido mano en la mía, no veo por qué no en la tuya.

Volví a zancadas al coche, vacié el escaso contenido de mi bolsa directamente en el maletero y la lancé a lo lejos, seguramente daría una alegría al primero que pasase. Después, me volví a poner detrás del volante y arrojé el micrófono por la ventanilla.

—¡Si tengo ganas de decirte que me gustan tus tetas, no quiero que ningún funcionario lúbrico de la Stasi china se lo pase estupendo!

Other books

Open Pit by Marguerite Pigeon
His Favorite Mistress by Tracy Anne Warren
Recreated by Colleen Houck
Body Thief by Barry, C.J.
Amity & Sorrow by Peggy Riley
The Last Man on Earth by Tracy Anne Warren
I spit on your graves by Vian, Boris, 1920-1959
Werewolves in London by Karilyn Bentley