—Ahora voy. Lo que intentamos establecer es la relación que pueda existir entre el texto y mi colgante. El escrito en gueze antiguo nos habla de pirámides. Acuérdate de la tercera frase del texto:
Que nadie sepa dónde se encuentra el apogeo, la noche de la una es guardiana del preludio
. Como Max nos dijo, no se trata de hacer una traducción literal, sino de interpretar el texto. La palabra «preludio» puede significar el «origen». Lo que da la frase siguiente:
Que nadie sepa dónde se encuentra el apogeo, la noche de la una es guardiana del origen
.
—La verdad es que es más bonito así, pero lo siento, sigo sin ver adonde quieres llegar.
—Encontramos mi colgante en medio de un lago a pocos kilómetros del Triángulo de Ilemi, el famoso país de Punt, la frontera entre Etiopía, Kenia y Sudán. ¿Sabes cómo llamaban los egipcios al país de Punt?
Yo no tenía la menor idea. Keira me miró orgullosamente y se acercó a mí. Lo llamaban «Ta Neteru», que significa la «tierra de los dioses» o, mejor, el «país del origen». También en esa región es donde se encuentra el Nilo Azul, la fuente del Nilo; basta con descender por el río para llegar a la primera y más antigua de las pirámides egipcias, la pirámide de Zoser, en Saqqara. Quizá por esa vía navegable mi colgante llegara al centro del lago Turkana. Ahora volvamos a China, a la que he dedicado la segunda mitad de mi noche. Si el testimonio del piloto americano es auténtico (la existencia de esa pirámide blanca siempre ha estado puesta en entredicho), lo que habría fotografiado tendría su punto culminante a más de trescientos metros, y sería entonces la más alta del mundo.
—¿Quieres que vayamos a China, a las montañas Qinling?
—Quizá es lo que nos sugiere el texto redactado en lengua gueze. Las pirámides escondidas… ¡América central, Bosnia o China! ¡Yo optaría por la más alta de todas, es una apuesta, una posibilidad entre tres! Pero un treinta y tres por ciento de posibilidades es algo ya enorme para un investigador, y además confío en mi instinto.
Me costaba comprender el cambio en el comportamiento de Keira. Hasta hacía poco no dejaba de repetirme, en cuanto tenía ocasión, lo mucho que echaba de menos a Etiopía. Sabía que muchas veces estaba tentada de llamar a Eric, el colega que la reemplazaba en sus funciones. Cuantos más días pasaban, más temía el momento en el que me anunciara que todo había vuelto a la normalidad en el Valle del Omo, y que iba a volver. Y sin embargo, me estaba proponiendo que nos alejásemos aún más de su querida África y de sus excavaciones.
Hubiera tenido que alegrarme con la idea de emprender ese viaje a China con ella y compartir su entusiasmo, pero cuando ella me lo sugirió, el proyecto me inquietó por múltiples razones.
—Por lo menos reconocerás —le dije—, que estamos buscando una aguja en un pajar. ¡Y tu pajar está en China!
—¿Qué te pasa ahora? Tú no estás obligado a venir, Adrián; si prefieres dar clase a tus simpáticos alumnos, quédate en Londres, lo entenderé. Al menos, tú tienes tu vida aquí.
—¿Qué quiere decir que yo al menos tengo mi vida aquí?
—Quiere decir que hablé por teléfono con Eric ayer, que la policía etíope ha ido al campamento y que si ahora pusiese los pies allí sería para responder a una citación ante un juez. Eso significa que gracias al paseíto al lago Turkana al que tuve la feliz idea de acompañarte, ¡acabo de ser expulsada de mis excavaciones por segunda vez en menos de un año! No tengo trabajo, ninguna parte a la que ir, y dentro de unos meses tendré que rendir cuentas a una fundación que me ha confiado una fortuna. ¿Qué me propones como alternativa? ¿Quedarme en Londres cuidando de la casa mientras espero a que vuelvas del trabajo?
—Te han desvalijado la habitación, primero en París y luego en Alemania, han asesinado a un sacerdote ante nuestros ojos, y no me digas que no te preguntas sobré las causas de la muerte del jefe de la aldea. ¿No encuentras que ya hemos tenido bastantes problemas desde que nos interesamos por ese maldito colgante? ¿Y si hubieras sido tú quien hubiera recibido la bala del tirador? ¿Y si el majadero de Nebra no hubiera fallado? ¡Eres tan inconsciente como Walter!
—Mi trabajo es aventurado, Adrián, hay que asumir riesgos permanentemente. ¿Crees que los que descubrieron el esqueleto de Lucy tenían a su disposición el plano del cementerio o les cayeron del cielo las coordenadas GPS? ¡Claro que no! —dijo enfurecida—, el instinto es lo que crea la raza de los descubridores, el olfato, como ocurre con los grandes detectives.
—Pero tú no eres detective, Keira.
—Haz lo que quieras, Adrián; si estás acojonado, iré sola. Si conseguimos probar que mi colgante tiene verdaderamente cuatrocientos millones de años, ¿te das cuenta del alcance del descubrimiento? ¿Eres consciente de todo lo que implicaría? ¿De los cambios que provocaría? Estaría dispuesta a rebuscar en todos los pajares de la Tierra para llegar a ello, si tengo oportunidad. Recuerda que fuiste tú quien me propuso retroceder trescientos ochenta y cinco millones de años en la búsqueda de nuestros orígenes. ¿Y ahora quieres que me rinda? ¿Renunciarías tú a ver el primer instante de la creación del universo sólo porque el telescopio que te permitiría ese prodigio fuera de difícil acceso? Te has arriesgado a reventar a cinco mil metros de altitud porque esperabas mirar tus estrellas más de cerca. Quédate en tu pequeña vida lluviosa y sin riesgo, estás en tu derecho, lo único que te pido es que me eches una mano, no tengo los medios para financiarme el viaje, pero te prometo devolvértelo todo algún día.
No dije nada porque estaba furioso, furioso por haberla arrastrado a esta historia, furioso por sentirme culpable de la pérdida de su trabajo, y furioso por ser incapaz de alejar de ella los peligros que presentía. He dado vueltas cien veces a aquella terrible discusión, he pensado cien veces en aquel momento en que tuve miedo de perderla al decepcionarla. Sigo estando más furioso hoy que ayer por haber tenido aquella cobardía.
Fui a ver a Walter, como quien va a ver a un amigo para pedirle ayuda. Si yo no conseguía disuadir a Keira de que emprendiese ese viaje, quizás él encontrase las palabras justas para hacerla entrar en razón. Pero esta vez me negó su ayuda. Incluso estaba muy contento de que dejáramos Londres. Al menos, me dijo, nadie pensaría en buscarnos en China. Y además añadió que el punto de vista de Keira era legítimo; también me provocó al preguntarme si había perdido el gusto por la aventura. ¿No había corrido riesgos enormes en la meseta de Atacama? ¡También él hurgaba en eso!
—¡Sí, pero era yo quien corría los riesgos, no ella!
—Deja de jugar al san Bernardo, Adrián, Keira es una mujer adulta, y antes de conocerte vivía sola en medio de África, rodeada de leones, de tigres, de leopardos y de no sé qué más vecinos. ¡Y ninguno la ha devorado hasta ahora! Lo de «es que me preocupo por todo» es encantador en el caso de tu madre, pero para un chico de tu edad es, como si dijéramos, ¡un poco prematuro!
Saqué los billetes. La agencia que Walter me había recomendado, la que se había ocupado tan bien de su viaje a Grecia, nos había prevenido que habría que esperar al menos diez días para obtener nuestros visados. Esperaba que durante ese plazo tuviera tiempo para hacer que Keira cambiara de idea, pero nos llamaron al cabo de dos días; teníamos mucha suerte, la embajada de China había tramitado nuestros expedientes y nuestros pasaportes nos esperaban. ¡Vaya una suerte!
La comida llegaba a su fin y Vackeers había tenido un agradable almuerzo en compañía de su colega, aunque se preguntaba si no habría cometido una falta de gusto al invitarlo a comer a un restaurante chino, pero a fin de cuentas, el lugar era uno de los más reputados de Londres y Pekín parecía haber disfrutado.
—Efectuaremos una vigilancia cercana y discreta —le aseguró—. Que los demás no se inquieten por nada, somos muy eficaces.
Vackeers no lo dudó ni un segundo. En su juventud había trabajado algunos años en la frontera birmana y sabía que la discreción china estaba lejos de ser una leyenda. Cuando sus comandos hacían una incursión en territorio enemigo, no se les oía ni llegar ni irse, sólo los cuerpos de sus víctimas daban testimonio de que habían ido a visitar a sus vecinos.
—Lo más divertido —dijo Pekín—, es que iré en el mismo avión que nuestros dos científicos. Cuando pasen la aduana, sus equipajes serán inspeccionados, una operación puramente formal y absolutamente inocente, pero que nos permitirá poner chivatos en algunas de sus cosas. También hemos manipulado el GPS del coche de alquiler que cogerán cuando lleguen. ¿Ha hecho usted lo que debía por su parte?
—Sir Ashton estaba muy contento por hacer este servicio —explicó Vackeers—. Teme esta operación hasta un punto que no sospechaba; hubiera hecho que robasen las joyas de la corona si le hubieran garantizado que era la manera más segura de no perder la pista a nuestros dos científicos. Las cosas se desarrollarán así: en el momento en que llegue su turno, los arcos de seguridad de Heathrow estarán conectados al nivel de sensibilidad más alto. Para franquearlos sin que todo empiece a sonar, el astrofísico no tendrá otro remedio que colocar todos sus efectos personales en el tapete de la máquina de rayos X. Mientras que un agente especialmente meticuloso lo registra, los servicios de sir Ashton trucarán su reloj.
—¿Y la arqueóloga? ¿No corremos el peligro de que se dé cuenta de algo?
—También estará muy ocupada mientras tanto. En cuanto estén equipados, sir Ashton les proporcionará a ustedes la frecuencia de los emisores. Lo que me inquieta un poco, se lo confieso, es que eso quiere decir que él también los poseerá.
—Tranquilícese, Amsterdam, este tipo de aparato es de corto alcance. Sir Ashton quizá tenga los medios para sobornar a todo el personal que quiera en territorio inglés, pero cuando nuestros dos científicos hayan llegado a mi país, dudo que pueda hacer algo. Puede contar con nosotros; los informes sobre sus actividades llegarán regularmente al conjunto de la organización sin que sir Ashton tenga por qué ser el primero.
El teléfono de Vackeers emitió dos pequeñas señales estridentes. Leyó el mensaje que acababan de dirigirle y se excusó ante su invitado; tenía otra cita.
Vackeers cogió un taxi y pidió ir a South Kensington. El coche lo dejó en Bute Street, delante del escaparate de la pequeña librería francesa. En la acera de enfrente, tal como le había informado el mensaje, una joven leía
Le Monde
, tomando un café en la terraza de un bar.
Vackeers se instaló en la mesa vecina, pidió un té y desplegó un periódico. Permaneció allí unos instantes, pagó su consumición y se levantó, olvidando su lectura sobre la mesa.
Keira se dio cuenta, cogió el periódico y llamó al hombre que se alejaba, pero ya había girado por la esquina de la calle. Vackeers había mantenido la promesa que había hecho a Ivory y esa misma tarde estaría de vuelta en Amsterdam.
Al dejar el periódico sobre la mesa, Keira se dio cuenta de que sobresalía una carta. Tiró de ella ligeramente y se sobresaltó cuando descubrió su nombre en el sobre.
Querida Keira,
Perdóneme por no darle en propia mano esta breve nota, pero por razones que serían largas de explicar es preferible que no sea visto en su compañía. No le escribo para inquietarla sino todo lo contrario, para felicitarla y darle noticias que la satisfarán. Estoy contento al comprobar que la fascinante leyenda de Tikkun Olamu, que le relaté en mi despacho, ha acabado por despertar su atención. Sé que llegó a pensar, cuando discutíamos en París, que yo era demasiado viejo para estar totalmente en mis cabales. Aunque lamento los acontecimientos que le han ocurrido en estas últimas semanas, por lo menos quizás hayan tenido el mérito de hacer que revise su opinión respecto a mí.
Le prometía buenas noticias, aquí están. Creo saber que un texto muy antiguo se ha cruzado en su camino, pues sepa que yo ya conocía su existencia, pero que ha sido gracias a usted y a su colgante como he podido por fin progresar en la comprensión de este escrito que se me había resistido. Por otra parte, yo continúo con la trascripción. A ese respecto, el documento que obra en su poder está incompleto, le falta una línea; fue borrada del manuscrito. Encontré su huella en una biblioteca muy antigua de Egipto, consultando una traducción cuya lectura le ahorraré porque era muy mala. Si bien no puedo estar a su lado como me gustaría, no puedo resistir la tentación de ayudarla cada vez que me sea posible.
La frase que falta dice: «El león duerme sobre la piedra del conocimiento.»
Todo sigue siendo muy misterioso, ¿no es así? Para mí también lo es. Pero mi instinto me dice que esa información quizá pudiera resultarle valiosa algún día. Muchos leones duermen al pie de las pirámides, no olvide que algunos son más salvajes que otros, más enamorados de la libertad. Los más solitarios viven lejos de la manada; imagino que no le descubro nada, está acostumbrada a los leones, conoce bien África. Sea prudente, querida amiga, no es la única a quien interesa la leyenda de Tikkun Olamu. Y en cuanto a que no sea más que una leyenda…, sé que algunos sueños, muchas veces los más locos, conducen a descubrimientos sorprendentes. Que tenga un buen viaje. Me alegro de que lo emprenda.
Su amigo,Ivory.
P. D.: No hable a nadie de esta carta, ni siquiera a sus más allegados. Reléala para no olvidar nada y destrúyala.
Keira hizo lo que Ivory le pedía. Releyó dos veces la carta y no habló de ella a nadie, ni siquiera a mí, al menos durante mucho tiempo. Pero, en lugar de destruirla, la dobló y la guardó en su bolsillo.
Nos despedimos de Walter y aquel viernes, lo recuerdo como si fuera ayer, embarcamos a bordo de un vuelo de largo recorrido que despegaba a las 20.35 para Pekín.
El paso por el control de seguridad fue un infierno. Me juré evitar en adelante, cada vez que pudiera viajar, el salir por Heathrow. Indignada por el tratamiento que nos habían infligido unos empleados demasiado concienzudos, Keira había acabado por enfurecerse. Conseguí calmarla in extremis, justo antes de que nos amenazaran con hacer que nos desnudáramos por completo para un registro aún más profundo.
El vuelo despegó con puntualidad y una vez que alcanzamos nuestra altitud de crucero, Keira consiguió relajarse. Yo quería aprovechar las diez horas de vuelo para intentar aprender un mínimo vocabulario que me permitiera decir buenos días, hasta luego, por favor o gracias. Pero buenos días a quién, gracias de qué… No sabía nada.