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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

El primer día (38 page)

BOOK: El primer día
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—También hay quien cree que existe una razón astronómica para el alineamiento de las piedras. El posicionamiento de los bloques permitía determinar los solsticios de invierno y de verano.

—¿Como el disco de Nebra? —me preguntó Keira.

—Sí, como el disco de Nebra —respondí, soñador—, pero mucho más grande.

Ella escrutó el cielo. Aquella noche no se veían estrellas y un espeso frente nuboso cubría el mar. Se volvió bruscamente hacia mí.

—¿Puedes repetirme las últimas palabras del sacerdote?

—Justamente empezaba a olvidarlas, ¿estás segura de que quieres volver a pensar en eso?

No necesitaba responderme, me bastaba con mirarla para reconocer el aire tan especial que tenía cuando estaba determinada.

—Hablaba de pirámides escondidas, de otro texto, de alguien a quien había que dejar dormir… si comprendíamos. ¡Pero no tengo ni idea de qué es lo que hay que comprender!

—Trígonos y pirámides, ¿se parecen, no? —preguntó Keira.

—Desde un punto de vista geométrico, sí.

—¿No se dice también que las pirámides estaban vinculadas a las estrellas?

—Sí, en lo que concierne a las pirámides mayas se habla del templo de la Luna y del templo del Sol, tú eres la arqueóloga y lo deberías saber mejor que yo.

—Pero las pirámides mayas no están escondidas —repuso ella pensativa.

—Hay muchos enclaves arqueológicos a los que se atribuyen, con razón o sin ella, funciones astronómicas. Quizá Stonehenge fuera un gigantesco disco de Nebra, pero no tiene la forma de una pirámide. ¿Y dónde podrían encontrarse los que todavía no han sido descubiertos?

—El día en el que se haya dado la vuelta a todos los desiertos del mundo, excavado todas las junglas imaginables y explorado las profundidades de los océanos quizá pueda responder a tu pregunta —dijo Keira.

Un rayo hendió el cielo y el trueno rugió unos segundos más tarde.

—¿Tienes un paraguas? —me preguntó Keira.

—No.

—Tanto mejor.

Madrid

El aparato se posó en el aeropuerto de Barajas a media tarde. Un avión privado más, que acababa de colocarse en el área de estacionamiento. Con el rostro adusto, Vackeers bajó el primero por la pasarela. Lorenzo, que había embarcado durante una escala en Roma, le seguía los pasos. Sir Ashton fue el último en salir del avión. Una limusina los esperaba delante de la terminal reservada a los altos cargos. El vehículo los llevó al centro de la ciudad. Entraron en una de las dos torres oblicuas erigidas a uno y otro lado de la plaza de Europa.

Isabel Márquez, alias Madrid, los recibió en una sala de reunión cuyas persianas estaban bajadas.

—Berlín y Boston se reunirán con nosotros un poco más tarde —dijo—, Moscú y Río no deberían tardar, pero se han encontrado con malas condiciones meteorológicas por el camino.

—A nosotros también nos han meneado un poco —respondió sir Ashton.

Se dirigió hacia una consola en la que había una bandeja con refrescos y se sirvió un gran vaso de agua.

—¿Cuántos seremos esta tarde?

—Si la tormenta que se avecina no obliga á las autoridades a cerrar el aeropuerto, trece de nuestros amigos se sentarán en torno a esta mesa.

—Así es que la operación de anteayer se saldó con un fracaso —dijo Lorenzo mientras se dejaba caer en un sillón.

—En absoluto —replicó sir Ashton—, ese sacerdote quizá supiera más de lo que suponíamos.

—¿Cómo hizo su hombre para equivocar su objetivo?

—Se encontraba a doscientos metros y apuntaba con una lente térmica, qué quiere que le diga:
Errare humanum est
.

—Su torpeza ha provocado la muerte de un hombre de Iglesia, encuentro su rasgo de humor latino de bastante mal gusto. Imagino que siguen teniendo controlados a los que estaban vigilando.

—No sabemos nada, pero momentáneamente hemos soltado la brida y no ejercemos más que una vigilancia lejana.

—Más bien reconozca que les han perdido la pista.

Isabel Márquez se interpuso entre sir Ashton y Lorenzo.

—No estamos reunidos aquí para pelearnos, sino para ponernos de acuerdo sobre el camino a seguir. Esperemos que todo el mundo esté presente e intentemos trabajar juntos. Tenemos grandes decisiones que tomar.

—Esta reunión era inútil, sabemos muy bien qué decisiones hay que tomar —refunfuñó sir Ashton.

—No todo el mundo comparte esa opinión, sir Ashton —dijo la mujer que acababa de entrar en la sala de reuniones.

—¡Bienvenida entre nosotros, Río!

Isabel se levantó para recibir a su invitada.

—¿Moscú no está con usted?

—Estoy aquí —dijo Vassily, que entraba a su vez.

—¡No vamos a estar esperando indefinidamente a los ausentes, empecemos! —apuntó sir Ashton.

—Empecemos si quiere, pero no votaremos ninguna decisión sin que la asamblea esté al completo —respondió Madrid.

Sir Ashton se sentó al final de la mesa y a la derecha de Lorenzo, Vassily lo había hecho a su izquierda, París ocupaba el sillón siguiente y Vackeers se encontraba enfrente de él. En la media hora que siguió se les unieron Berlín, Boston, Pekín, El Cairo, Tel Aviv, Atenas y Estambul. La célula estaba al completo.

Isabel comenzó por dar las gracias a todos los que estaban presentes aquella tarde. La situación era lo suficientemente grave como para justificar la convocatoria. Algunos ya se habían reunido en el pasado para debatir el mismo asunto, otros como Río, Tel Aviv o Atenas reemplazaban a su predecesor.

—Algunas iniciativas individuales han fracasado. No podemos controlar a nuestros dos investigadores más que a partir de una cooperación y una comunicación sin fisuras.

Atenas protestó; el incidente de Heraklion era imprevisible. Lorenzo y sir Ashton se miraron sin hacer ningún comentario.

—No veo en qué ha fracasado la misión —afirmó Moscú—. En Nebra no se trataba de eliminarlos sino de meterles miedo.

—¿Podrían todos ustedes volver al problema que nos ha reunido? —preguntó Isabel—. Hoy sabemos que las teorías de uno de nuestros colegas, cuya tozudez en querer convencernos le valió, en otros tiempos, ser apartado, probablemente no eran tan absurdas como pensábamos —prosiguió.

—¡Todos preferimos creer que se equivocaba, porque nos convenía! —dijo Berlín—. Si no le hubiéramos negado el crédito que reclamaba entonces, no estaríamos hoy así. Todo estaría bajo control.

—Que otro fragmento haya surgido de no se sabe dónde, no quiere decir que ese viejo loco de Ivory tenga razón en todo —exclamó sir Ashton.

—Sea como sea, sir Ashton —dijo Río, enfurecido—, nadie le había autorizado a atentar contra la vida de ese científico.

—¿Desde cuándo hay que pedir permiso para actuar en el territorio propio y además respecto a uno de tus compatriotas? ¿Es una nueva regla comunitaria que se me ha escapado? Que nuestros amigos alemanes pidan ayuda a Moscú para que intervenga en su territorio es problema suyo, pero no vengan a darme lecciones en mi casa.

—¡Paren, por favor! —gritó Isabel.

Atenas se levantó y se dirigió a la asamblea.

—Dejemos de dar rodeos y ganemos tiempo. Ahora sabemos que no existe sólo uno, sino al menos dos fragmentos idénticos y probablemente complementarios. Evidentemente, y aunque disguste a sir Ashton, Ivory tenía razón. Ya no podemos seguir ignorando que puedan existir otros fragmentos, pero no sabemos dónde. La situación es la siguiente: conocemos con claridad el peligro que corremos si esos objetos llegasen a reunirse y si la población supiera lo que pueden revelar. Pero a la vez, todavía nos pueden enseñar muchas cosas. Hoy tenemos vigilada a una pareja de científicos que parece estar, y digo parece, sobre la pista de los otros fragmentos. Esperemos que, a pesar de algunas lamentables iniciativas, no se hayan dado cuenta de que los vigilamos. Podemos dejar que prosigan con sus investigaciones, eso no nos costará nada. Si tienen éxito, nos bastará con interceptarlos en el momento preciso y arrebatarles el fruto de su trabajo. ¿Estamos dispuestos a asumir el eventual riesgo de que se nos escapen, lo que es poco probable si coordinamos nuestros medios como sugiere Madrid, o preferimos, como desea sir Ashton, poner un término inmediato a su sed de conocimientos? No hablamos simplemente del asesinato de dos eminentes científicos. ¿Preferimos permanecer en la ignorancia por miedo a que lo que ellos encuentren cuestione un cierto orden del mundo? ¿Escogeremos colocarnos en el campo de los que querían quemar a Galileo?

—Los trabajos de Galileo o de Copérnico no tuvieron ninguna consecuencia comparable a las que podrían provocar los descubrimientos de su astrofísico y de su amiga arqueóloga —replicó Pekín.

—Ninguno de ustedes tiene los medios para hacerles frente, como tampoco para preparar a su país. Debemos disuadir a esos investigadores en el plazo más breve posible, sean cuales sean los medios que haya que utilizar para ello —insistió sir Ashton.

—Atenas ha mantenido un punto de vista razonable que hemos de considerar. Desde hace treinta años, cuando apareció el primer fragmento, nos vamos alimentando de suposiciones. ¿Debo recordar que durante mucho tiempo hemos creído que era único? El astrofísico y la arqueóloga, juntos, tienen oportunidades incomparables para llegar a algo convincente. Jamás hubiéramos tenido la idea de reunir a dos personalidades cuyas competencias respectivas, tan alejadas, resultasen tan complementarias. La idea de dejar que prosigan sus investigaciones, bajo estricta vigilancia, me parece más que juiciosa. No estaremos aquí eternamente. Si nos desembarazamos de ellos, ya que es de eso de lo que discutimos esta tarde, ¿qué haremos después? ¿Esperar a que surjan otros fragmentos? Y aunque eso se produzca dentro de uno o dos siglos, ¿qué cambiaría en el fondo? ¿No les apetece pertenecer a la generación que conozca por fin la verdad? Dejémoslos hacer, ya intervendremos en el momento adecuado —propuso Río.

—Creo que todo está dicho, votemos ahora por una u otra de las mociones —concluyó Isabel.

—Perdónenme —intervino Pekín—. ¿Cuáles son las garantías que nos ofrecemos unos a otros?

—¿Qué quiere decir?

—¿Quién de entre nosotros decidirá que ha llegado el momento de interceptar a nuestros dos científicos? Admitamos que Ivory tenga toda la razón y que haya cinco o seis fragmentos, ¿quién los custodiará cuando estén reunidos?

—Es una buena cuestión, y pienso que merece la pena discutirla —aprobó El Cairo.

—Nunca nos pondremos de acuerdo, lo saben todos perfectamente —protestó sir Ashton—, razón de más para no lanzarnos a esa aventura irresponsable.

—Todo lo contrario. Por una vez estaremos todos unidos —replicó Tel Aviv—, ya que si uno traiciona a los demás, todos deberemos afrontar juntos la misma catástrofe. Si el enigma resuelto por la reunificación de los fragmentos llegase a salir a la luz, el problema sería el mismo en cada uno de nuestros países y nuestros equilibrios quedarían afectados de manera semejante, incluidos los del que hubiera roto el pacto.

—Conozco un medio para protegernos de eso.

Todas las miradas de la asamblea se volvieron hacia Vackeers.

—Una vez que tengamos en la mano la prueba de lo que suponemos todos, propongo que cada uno de los fragmentos sea dispersado de nuevo. Uno por continente; así sabremos que no podrán ser reunidos nunca más.

Isabel tomó la palabra.

—Tenemos que votar, ¿qué deciden?

Nadie habló.

—Déjenme reformular el asunto, ¿quiénes son los que desean que pongamos término al viaje de los dos jóvenes científicos?

Sir Ashton alzó el brazo, Boston lo imitó, Berlín dudó y acabó por levantar la mano, París se unió al voto, así como Lorenzo. Vackeers suspiró y no dijo nada.

Cinco votos contra ocho, la moción quedaba rechazada. Furioso, sir Ashton dejó la mesa.

—No están midiendo el riesgo que nos hacen correr jugando así al aprendiz de brujo. Espero que sepan lo que hacen.

—Sir Ashton, ¿debemos entender que usted piensa ir por su cuenta y riesgo? —preguntó Isabel.

—Respetaré la decisión de este consejo, mis servicios estarán a disposición de la comunidad para vigilar a sus dos electrones libres y, créanme, no estarán de más.

Sir Ashton dejó la sala. Poco después de su salida, Isabel Márquez levantó la sesión.

Londres

Keira había renunciado a Saint Mawes. Otra vez será, había dicho. Volvimos a Londres en medio de la noche y en un estado calamitoso. La tormenta no había tenido piedad de nosotros y estábamos calados, pero Keira tenía razón en una cosa, habíamos pasado un momento inolvidable en Stonehenge.

Creo que una historia se teje así, con una sucesión de pequeños instantes, hasta que te da un día el placer de un futuro compartido.

La casa estaba desierta y esta vez era Walter el que nos había dejado una nota. Nos pedía que lo llamáramos al volver.

Quedamos para el día siguiente en la Academia, y enseñé el lugar a Keira, que se maravilló al entrar en la biblioteca. Walter se reunió con nosotros para contarnos un hecho inquietante: ningún diario se había hecho eco del asesinato del sacerdote, la prensa había ocultado el incidente.

—No sé qué conclusiones sacar de ello —dijo Walter, con aire grave.

—A lo mejor es para no excitar a la gente.

—¿Has visto alguna vez a nuestros tabloides renunciar a divulgar sea lo que sea mientras eso les permita vender papel? —preguntó Walter.

—O quizá la policía sencillamente haya tapado el asunto mientras avanza en su investigación.

—En cualquier caso, creo que es mejor para nosotros que las cosas permanezcan en un plano discreto.

Keira nos miró por turno y levantó la mano como pidiéndonos autorización para hablar.

—¿No os ha pasado por la cabeza que no fuera el sacerdote el objetivo en aquella iglesia?

—Por supuesto —respondió Walter—, pero ¿por qué querrían hacerte eso?

—¡A causa de mi colgante!

—Eso podría responder eventualmente a la cuestión del porqué, pero queda por saber a quién beneficiaría el crimen.

—A quien quisiera apoderarse de él —replicó Keira—. No he tenido ocasión de decíroslo, pero el apartamento de mi hermana fue saqueado. No lo había vinculado conmigo, pero ahora…

—¿Y no te preguntas también si aquel majadero de Nebra no habrá intentado aplastarnos de forma voluntaria?

—Acuérdate, Adrián, de que fue la impresión que tuve en aquel momento.

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