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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

El primer día (37 page)

BOOK: El primer día
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Fueron sus últimas palabras.

Solo bajo aquella nave desierta, oía lo lejos la voz de Walter que me suplicaba que fuera a reunirme con ellos. Con un gesto de la mano, cerré los ojos del sacerdote y recogí el texto empapado con su sangre; medio alelado, salí de la iglesia.

Keira estaba sentada en los escalones del pórtico, me miraba, incrédula y temblorosa, quizá esperando que le dijera que todo aquello no era más que una pesadilla, que un chasquido de dedos la devolvería a la realidad, pero fue Walter quien se encargó de hacerlo.

—¡Vámonos!, ¿me oís? Tenéis que espabilar, ya os relajaréis más tarde. Por favor, ocúpate de Keira y larguémonos, ¡si el asesino está todavía por aquí cerca, no tendrá muchas ganas de dejar tres testigos tras él, y estamos al descubierto!

—Si nos hubiera querido matar, ya estaríamos muertos.

Hubiera hecho mejor callándome, pues un trozo de piedra voló en pedazos a mis pies. Cogí a Keira por el brazo y la arrastré hacia la calle, con Walter pisándonos los talones. Corrimos los tres hasta perder el aliento. Un taxi pasó al final de Coopers Lane; Walter gritó, los pilotos traseros del coche se iluminaron. El taxista nos preguntó adónde queríamos ir y respondimos a coro: ¡lo más lejos posible!

De vuelta a casa, Walter me pidió que me cambiase de camisa, pues la que llevaba estaba manchada con la sangre del sacerdote. Keira no tenía mejor aspecto que yo, sus ropas también se habían manchado. La arrastré al cuarto de baño, se quitó el jersey y el pantalón y entró en la ducha conmigo.

Recuerdo haberle lavado el cabello como para liberarla de una suciedad que teníamos pegada a la piel. Apoyó su cabeza en mi torso mientras el calor del agua reanimaba nuestros cuerpos helados. Keira levantó la cabeza y me miró. Hubiera querido pronunciar palabras que la sosegaran, pero sólo mis manos intentaron tranquilizarla, algunas caricias para borrar el horror que habíamos compartido.

De vuelta en el salón, di la ropa a Walter.

—Tenemos que pararlo todo —murmuró Keira—, primero el jefe del pueblo, ahora este sacerdote, ¿qué hemos hecho, Adrián?

—El asesinato de este hombre no tiene nada que ver con vuestra aventura —afirmó Walter cuando se reunió con nosotros en la habitación—. Era un refugiado político y no es el primer atentado que había sufrido. La señorita Jenkins me había hablado de él antes de que fuéramos a verlo, daba conferencias, luchaba por la paz y trabajaba para la reconciliación de las comunidades étnicas en África del Este. Los hombres de paz tienen muchos enemigos. Estábamos en el peor sitio en el peor momento.

Propuse ir a presentarnos a la policía, quizá nuestro testimonio los ayudara en su investigación. Había que encontrar a los cabrones que habían hecho eso.

—¿Testigos de qué? —preguntó Walter—, ¿tú has visto algo? ¡No iremos a ninguna parte! Tus huellas están por todas partes, Adrián, cien personas nos han visto en la misa y fuimos los últimos en estar con el sacerdote antes de que lo asesinaran.

—Walter tiene razón —prosiguió Keira—, hemos salido huyendo y querrán saber por qué.

—Porque nos han disparado, ¿o no es suficiente razón? —dije yo, enfurecido—. Si ese hombre estaba amenazado, ¿cómo es que el gobierno no le garantizaba protección?

—Quizá él no quería —sugirió Walter.

—¿Y a santo de qué la policía va a sospechar de nosotros? No veo nada que pueda vincularnos con ese asesinato.

—¡Yo sí! —murmuró Keira—. Yo he pasado bastantes años en el país de ese hombre, Etiopía. He trabajado en regiones cercanas a las que viven sus enemigos, lo que podría bastar para que los investigadores sospechasen que había tenido contactos con los organizadores de este crimen. Añade a eso que si me preguntan por qué he dejado precipitadamente el Valle del Omo, ¿qué quieres que responda? ¿Que la desaparición de un jefe de aldea que me acompañaba me obligó a largarme del país? ¿Que, después de haber devuelto su cuerpo a su tribu, huí como una criminal sin haber informado de su muerte a la policía keniana? ¿Que tú y yo estábamos juntos cuando aquel anciano murió, como lo estábamos cuando el sacerdote ha sido asesinado? ¡Tienes razón, los polis van a adorar nuestra historia! ¡Si vamos ahora a la comisaría, no estoy muy segura de que volvamos para la cena!

Yo quería negar ese guión catastrófico con todas mis fuerzas, pero Walter se adhería a él.

—La policía científica establecerá rápidamente que el disparo fue hecho desde el exterior, no tenemos por qué inquietarnos —insistía yo en vano.

Walter iba arriba y abajo con el ceño fruncido. Se dirigió hacia la consola donde tenía las botellas de alcohol y se sirvió un whisky doble.

—Keira ha enumerado todas las razones que hacen de vosotros los culpables ideales. Las autoridades estarían contentas, ya que así se cerraría rápidamente una investigación cuyo éxito calmará los ánimos. La policía estaría encantada de anunciar lo más rápido posible que ya ha capturado a los asesinos del sacerdote y, más aún, que son europeos.

—¿Pero eso por qué? Es absurdo.

—Para evitar disturbios en el barrio en que vivía y prevenir cualquier algarada comunitaria —respondió Keira con mucha más madurez política que yo.

—Bueno, tampoco lo veamos todo tan negro —prosiguió Walter—, queda la posibilidad de que no nos acusen de nada. Pero tenemos que considerar que los que han matado a un importante miembro de la Iglesia no deben ser de los que dejan testigos detrás. No doy mucho por nuestra piel si nuestros rostros aparecen en la portada de los tabloides.

—¿Y a eso es lo que llamas «no ver todo tan negro»?

—No, si quieres verdaderamente ensombrecer el cuadro te hablaré de nuestras respectivas carreras. En lo que concierne a Keira, añade a la muerte del jefe de la aldea la de este sacerdote y no la veo trabajando muy pronto en Etiopía. En cuanto a nosotros, Adrián, te dejo imaginar las reacciones de los miembros del consejo en la Academia si nos encontráramos implicados en un asunto tan macabro. Créeme, lo único que podemos hacer es intentar olvidar todo esto y esperar a que vuelva la calma.

Después de estas últimas palabras de Walter nos quedamos los tres sentados y mirándonos en el más absoluto silencio. Quizá las cosas acabarían por tranquilizarse, pero todos sabíamos que ninguno de nosotros olvidaría aquella terrible mañana. Me bastaba con cerrar los ojos para volver a ver la mirada del sacerdote muriendo entre mis brazos, aquella apacible mirada mientras la vida lo dejaba. Rememoraba sus últimas palabras: «Las pirámides escondidas, el conocimiento, el otro texto. Si un día lo encuentra, déjelo dormir, se lo ruego.»

—Adrián, hablas en sueños.

Me sobresalté y me incorporé en la cama.

—Lo siento —murmuró Keira—, no quería asustarte.

—Soy yo el que lo siente, debía de tener una pesadilla.

—Tienes suerte, por lo menos dormías, yo no he conseguido pegar ojo.

—Habrías tenido que despertarme antes.

—Me gustaba mirarte.

El cuarto estaba bañado en una semipenumbra, hacía demasiado calor. Me levanté para abrir la ventana y Keira me siguió con la mirada. La claridad de la noche desvelaba la forma de su cuerpo, levantó la sábana y me sonrió.

—Ven a acostarte —me dijo.

Su piel tenía el sabor de la sal y adquiría en el pliegue de los senos un perfume de ámbar y caramelo; su ombligo era tan suavemente hueco que me encantaba pasear mis labios por él; mis dedos tocaron su vientre, besé su sudor. Keira apretó sus piernas alrededor de mis hombros, sus pies acariciaban mi espalda. Puso una mano en mi mentón para guiarme hasta su boca. Por la ventana se oía un estornino; el pájaro parecía adecuar su canto al ritmo de nuestros jadeos. Cuando se callaba, la respiración de Keira se detenía, sus brazos se alejaban de los míos y rechazaba mi cuerpo para acercarlo otra vez.

El recuerdo de aquella noche me obsesiona todavía, como el de un momento de intimidad en el que alejamos la muerte. Sabía que ninguna otra compañera me abrazaría así, y ese pensamiento me daba miedo.

El día comenzaba en la tranquila calle. Keira, desnuda, avanzó hasta la ventana.

—Deberíamos dejar Londres —me dijo.

—¿Para ir adónde?

—Allí donde el campo se hunde en el mar, al extremo de Cornualles, ¿conoces Saint Mawes?

Yo nunca había estado allí.

—Esta noche, decías cosas extrañas mientras dormías —prosiguió ella.

—Soñaba con las últimas palabras que el sacerdote me dijo antes de partir.

—¡No ha partido,
está
muerto! Tampoco mi padre partió para un largo viaje, como decía el pastor que celebraba el funeral. «Morir» es la palabra justa, no está en otro sitio que no sea su tumba.

—De niño creía que cada estrella era un alma que brillaba en el cielo.

—Pues, desde la noche de los tiempos, dan como resultado muchas estrellas en tu cielo.

—Hay centenares de miles de millones, muchas más que habitantes haya tenido nunca el planeta.

—Entonces, ¿quién sabe? Pero creo que yo me aburriría soberanamente parpadeando en el frío del espacio.

—Es una manera de ver las cosas. No sé lo que nos espera y no pienso mucho en ello.

—Yo sí, sin parar. Debe de ser inherente a mi trabajo. Cada vez que desentierro una osamenta, me lo pregunto. Me ha costado aceptar que lo único que subsiste de toda una existencia sea un trozo de fémur o un molar.

—No son solamente los huesos lo que queda de nosotros, Keira, sino el recuerdo de lo que hemos sido. Cada vez que pienso en mi padre, cada vez que sueño con él, lo arranco de la muerte, como a alguien a quien se despierta del sueño.

—Entonces el mío debe estar bastante servido —dijo Keira—, no lo dejo dormir mucho.

Keira tenía ganas de ir a Cornualles, dejamos la casa de puntillas. Habíamos dejado una nota a Walter, que dormía profundamente en el salón, prometiéndole volver pronto. Mi viejo coche nos esperaba en su garaje y arrancó a la primera. A mediodía circulábamos a través de la campiña inglesa, con todas las ventanillas abiertas. Keira cantaba a voz en grito, consiguiendo la increíble hazaña de tapar el ruido del viento que silbaba en el vehículo.

A trece kilómetros de Salisbury vimos a lo lejos los monolitos de Stonehenge, cuyas macizas siluetas se recortaban sobre la línea del horizonte.

—¿Has ido alguna vez? —pregunté a Keira.

—¿Y tú?

Tengo amigos parisienses que nunca han puesto los pies en la torre Eiffel, neoyorquinos que nunca han subido a lo alto del Empire State Building y yo soy inglés y le confesé que nunca había ido a ese lugar que sin embargo visitan turistas del mundo entero.

—Si eso te puede tranquilizar, yo tampoco he ido —me confió Keira—. ¿Y si fuéramos?

Yo sabía que el acceso a ese monumento de más de cuatro mil años de edad estaba muy regulado. Durante las cuatro horas en las que está abierto, los visitantes se pasean a lo largo de un camino marcado, avanzando al ritmo impuesto por los trinos de un silbato con el que un tozudo guía se va quedando sin aliento y les está estrictamente prohibido desviarse. Dudaba mucho que tuviéramos el derecho de pasearnos libremente, incluso al final del día.

—Acabas de decirlo, no tardará en caer la noche, el sol se habrá puesto de aquí a una hora y no veo un alma viviente en los alrededores —repuso Keira, a la que la prohibición parecía divertirla mucho.

Tras los penosos momentos que habíamos vivido la víspera, teníamos derecho a distraernos un poco. A uno no le disparan todos los días. Di un volantazo y me metí en el caminito que se dirigía al promontorio donde se alzan los monolitos. Una cerca alambrada me impedía ir más lejos. Paré el motor, Keira bajó del coche y avanzó por el aparcamiento desierto.

—Ven, es un juego de niños pasar por ahí —me dijo, divertida.

Bastaba con arrastrarse un poco para colarse bajo la cerca. Me preguntaba si una alarma detectaría nuestra intrusión, pero no veía ninguna instalación de ese tipo, ni tampoco cámaras de vigilancia. De cualquier manera, era demasiado tarde, Keira me esperaba al otro lado.

El enclave era mucho más impresionante de lo que había imaginado. El primer círculo de dólmenes tenía unos ciento diez metros de diámetro. ¿Mediante qué prodigio los hombres habían podido construir una edificación así? En torno nuestro se extendía una llanura sin la más mínima roca por las cercanías. Cada dolmen del primer cinturón exterior debía de pesar varias decenas de toneladas. ¿Cómo los habían llevado hasta allí, como los habían levantado?

—El segundo círculo mide noventa y ocho metros de diámetro —me dijo Keira—. Fue trazado a cordel, lo que para la época es bastante increíble. El tercer anillo está compuesto por cincuenta y seis cavidades, llamadas los agujeros de Autrey, dispuestas de manera regular. En ellas se han encontrado carbón de leña y huesos calcinados; son probablemente cámaras de incineración. Una especie de recinto funerario.

Yo miraba a Keira, atónito.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Soy arqueóloga, no lechera, ¡si no, te habría explicado cómo se transforma la leche en queso!

—¿Y tu cultura se extiende a los enclaves arqueológicos del mundo entero?

—¡Por lo menos, Adrián, a Stonehenge! Eso se aprende en el colegio.

—¿Te acuerdas de todo lo que te enseñaron en el colegio?

—No, pero sí de lo que acabo de leer ahora mismo en el cartelito que está justo detrás de mí. Vamos, ven, sigamos.

Nos dirigimos hacia el centro de la estructura monumental y franqueamos el círculo exterior de piedras azules. Me enteré más tarde que originariamente lo formaban setenta y cinco monolitos de roca arenisca azulada, setenta y cinco monstruos, el más grande de los cuales debía de pesar cincuenta toneladas. Las piedras habían sido ensambladas con armazones ¿pero cómo las habían puesto de pie y cómo habían izado los dinteles? Admiramos en silencio aquel increíble prodigio. El sol declinaba, lanzaba rayos que pasaron bajo los pórticos. Y de repente, durante un instante, el único dolmen situado en el centro se puso a centellear; su brillo era incomparable.

—Hay quien piensa que Stonehenge fue erigido por los druidas —dijo Keira.

Recordaba haber leído algunos artículos en revistas de divulgación científica. Stonehenge había atraído la curiosidad de muchas mentes y se habían planteado multitud de teorías, desde las más locas a las más cartesianas. Pero ¿dónde se encontraba la verdad? Estábamos a principios del siglo XXI, casi cuatro mil ochocientos años después de que comenzaran los primeros trabajos, cuarenta y ocho siglos después de que fueran excavados los primeros terraplenes, y nadie podía explicar el sentido de esa construcción. ¿Por qué los hombres que vivían aquí hace más de cuatro mil años se esforzaron tanto en construir esa obra? ¿Cuántos de ellos sacrificaron allí su vida?

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