Informé a Keira de los progresos conseguidos en tan poco tiempo. Recuerdo lo contentos y entusiasmados que estábamos, ambos embriagados por las expectativas que nos esperaban. No teníamos para nada en consideración las advertencias prodigadas por el monje. Sólo contaba la ciencia, y la necesidad de alimentar nuestro apetito de descubrimientos era más fuerte que todo.
—No tengo ganas de volver a nuestro
bed and breakfast
monacal —me dijo Keira—. No es que nuestro anfitrión sea desagradable, todo lo contrario, pero sus lecciones de moral acaban por ser un poco penosas. Ya que tenemos que esperar hasta mañana, ¿por qué no jugamos a ser turistas de verdad tú y yo? El río Amarillo está cerca de aquí, vamos a verlo y podrás hacer tus fotos aunque te esté prestando atención, porque si nos encuentras un rinconcito tranquilo para bañarnos, me parece que voy a prestarte mucha más atención de lo que te imaginas.
Aquella tarde nos bañamos desnudos en el río. Keira estaba feliz y yo tanto como ella. Había olvidado la meseta de Atacama, Londres y la dulzura de mi barrio cuando la lluvia rebota en los tejados de Primrose Hill; había olvidado Hydra, a mi madre, a la tía Elena, a Kalibanos y sus burros de dos velocidades. Había olvidado que probablemente había perdido cualquier posibilidad de enseñar el año siguiente en la Academia, pero todo me daba igual. Keira estaba en mis brazos, hacíamos el amor en las claras aguas del río Amarillo y no importaba nada más.
No volvimos al monasterio; habíamos decidido buscar una habitación de hotel en Lingbao. Keira soñaba con un buen baño y yo con una buena cena.
Una velada de enamorados en Lingbao; sólo el escribirlo ya me hace sonreír. Paseamos por las calles de aquella ciudad inverosímil. Keira se había apuntado al juego de las fotos. A la orilla del río, casi habíamos acabado la película de un aparato, Keira había comprado otro para fotografiarnos por las calles de la ciudad. Me dijo que prefería que no las hiciéramos revelar allí, porque arruinaría todo el placer de recrear aquellos instantes cuando volviéramos a Londres.
En la terraza de un restaurante, Keira me preguntó si iba por fin a recitarle la lista de cosas que me gustaban de ella. Le pregunté a mi vez si estaba dispuesta a decirme si hacía trampas o no en el aula donde nos habíamos encontrado por primera vez. Se negó, y le respondí que en ese caso, la famosa lista seguiría en secreto.
La comodidad de la cama de aquella habitación de hotel nos hizo olvidar la dureza de las esteras en el monasterio. Aunque tampoco dormimos mucho aquella noche.
Doce horas nos separaban de Chile. Eran las diez de la mañana en Lingbao y las diez de la noche en Atacama. Llamé a Erwan. Seguía teniendo un problema con un telescopio, y comprendí que lo interrumpía en medio de una intervención de mantenimiento. Por lo menos respondió a mi llamada y me contó que, mientras yo me lo estaba pasando en grande en China, él estaba tumbado sobre una pasarela metálica, peleándose con una tuerca que se le resistía. Le oí pegar un grito y prorrumpir una sarta de palabrotas. Acababa de hacerse un corte en un dedo y estaba furioso.
—He hecho tus cálculos —me dijo—, no sé por qué me lío hasta ese punto, ¡te lo advierto, es la última vez! Tus coordenadas siguen estando en el mar de Andamán, pero con las correcciones que he efectuado, esta vez estarías sobre tierra firme. ¿Tienes con qué apuntar?
Cogí un bolígrafo y una hoja de papel y verifiqué, nervioso, que tenía tinta.
—13° 26' 50" de latitud Norte, 94° 15' 52" de longitud Este. Lo he verificado para ti, es la isla de Narcondam, de cuatro kilómetros por tres y ningún alma viviente. En cuanto a la posición exacta de las coordenadas, te llevarán al culo de un volcán. Te he guardado la buena noticia para el final: ¡está extinguido! Ahora tengo trabajo y te dejo con tu arroz y tus palillos.
Erwan colgó antes incluso de que pudiera darle las gracias. Consulté la hora en mi reloj, Martyn trabajaba siempre de noche, pero mi impaciencia era tal que me arriesgué a despertarlo.
Me comunicó las mismas coordenadas.
Keira me esperaba en el coche. Le conté todo sobre mis conversaciones telefónicas. Y cuando me preguntó a dónde íbamos, me entretuve en introducir en el aparato de navegación del salpicadero las cifras que Erwan y Martyn me habían comunicado, 13° 26' 50" N, 94° 15' 52" E, antes de revelarle que nuestra próxima escala se encontraba al sur de Birmania, en una isla bautizada como el Pozo del Infierno.
La isla de Narcordam estaba a diez horas de navegación desde la punta sur de Birmania. Habíamos estudiado en un mapa los diferentes medios para llegar allí, pero todos los caminos no llegaban más que hasta Rangún. Entramos en una agencia de viajes para pedir consejo al empleado, que hablaba un inglés relativamente correcto.
En dos horas de carretera, podíamos llegar a Xi'an, coger el avión de la noche para Hanoi y esperar dos días el vuelo regular que llegaba a Rangún dos veces por semana. Una vez llegados al sur de Birmania, tendríamos que encontrar un barco. En el mejor de los casos, tardaríamos tres o cuatro días en llegar a la isla.
—Tiene que haber un medio más sencillo y más rápido. ¿Y si volviéramos a Pekín?
El agente de viajes no se perdía una palabra de nuestra conversación. Se inclinó sobre su mostrador y nos preguntó si teníamos divisas extranjeras. Yo había aprendido hacía mucho tiempo que siempre hay que viajar con dólares en metálico. Son muchos los países del mundo en los que algunos billetes verdes con la efigie de Benjamín Franklin pueden solucionarte algún problema. El empleado nos habló de un amigo suyo, un antiguo piloto de caza del ejército del aire chino que había comprado a su antiguo patrón un viejo Lisunov.
Ofrecía sus servicios a los turistas con ganas de sensaciones fuertes. Los bautismos del aire que proponía en esa versión rusa del DC3 servían en realidad de tapadera para un tráfico de mercancías de todo tipo.
En el sur de Asia, eran muchas las compañías clandestinas que empleaban a pilotos retirados del ejército a los que sus pensiones les parecían un tanto escasas. Droga, alcohol, armas o divisas transitaban delante de las narices de las autoridades aduaneras entre Tailandia, China, Malasia y Birmania. Los aparatos que cubrían esos vuelos no cumplían ninguna de las normas en vigor, pero ¿a quién le importaba? El agente de viajes nos aseguró que podía organizarlo. Mucho mejor que ir a Rangún, desde donde tendríamos todavía que coger un barco y pasar al menos diez horas por el mar tanto a la ida como a la vuelta, era que su amigo piloto pudiera hacernos aterrizar en Port Blair, la capital de las islas Andamán y Nicobar. Desde Port Blair, el islote al que nosotros queríamos ir no estaba más que a setenta millas marinas. Un cliente entró en la agencia y nos dejó unos minutos para reflexionar.
—Por poco nos quedamos en las montañas, ¿quieres ahora que tentemos a la suerte en un viejo cacharro podrido? —pregunté a Keira.
—También podemos ser optimistas y ver el lado bueno de las cosas; si no nos hemos roto el cuello cuando estábamos suspendidos como dos berzotas a dos mil quinientos metros sobre el vacío, ¿qué arriesgamos a bordo de un avión, por muy descacharrado que esté?
El punto de vista de Keira traslucía efectivamente un cierto optimismo, pero no dejaba de tener un cierto sentido. Viajar de esa manera tenía sus peligros (no teníamos ni idea de la naturaleza de la carga que viajaría con nosotros, ni tampoco de los peligros que correríamos si los guardacostas indios interceptaban nuestro aparato), pero en la hipótesis de que todo fuera bien, estaríamos la noche siguiente en la isla de Narcondam.
El cliente había salido de la agencia y estábamos solos de nuevo con nuestro hombre. Le di doscientos dólares como paga y señal, pero él miraba sin cesar mi reloj y deduje que quería su comisión. Me lo quité de la muñeca y él se lo puso rápidamente en la suya, loco de alegría. Prometí dar a su amigo piloto todo lo que tenía en efectivo si nos llevaba a buen puerto. La mitad pagadera a la ida, y la otra mitad a la vuelta.
El negocio estaba concluido. Cerró la puerta de su agencia y nos hizo salir con él por la trastienda. Una motocicleta estaba aparcada en el patio, saltó delante y Keira se instaló en medio; a mí me quedaba un trocito de sillín y el portaequipajes para apoyar las manos. La motocicleta pedorreó en el corralillo y dejamos la ciudad a toda marcha por una carretera sin asfaltar para llegar un cuarto de hora más tarde. La pequeña pista de aviación de la que teníamos que despegar no era más que una explanada de tierra en medio de un campo, con su viejo hangar oxidado en el que dormían dos cacharros. El más grande sería el nuestro.
El piloto tenía todo el aspecto de un filibustero. Hubiera podido tener un papel en
El Yang-Tsé en llamas
. Con el rostro curtido y una gran cicatriz en la mejilla, tenía verdaderamente el aire de un pirata de los mares del Sur. Nuestro agente de viajes, un tipo un tanto peculiar, habló con él. El hombre lo escuchó sin rechistar, vino hacia mí y tendió la mano para que le pagara lo que le correspondía. Satisfecho, me mostró una decena de cajas apiladas en el fondo del hangar y me hizo comprender que, si quería que despegáramos, más me valía que le echara una mano. Cada vez que le pasaba un bulto y veía cómo desaparecía la carga en la parte trasera de la carlinga, intentaba no pensar en el tipo de mercancías que viajarían con nosotros.
Keira se instaló en la plaza del copiloto y yo en el sillón del navegador. Más bien afable, nuestro piloto filibustero se inclinó hacia Keira y le dijo, en un inglés rudimentario, que el aparato en el que volaríamos databa de la posguerra. Ni Keira ni yo tuvimos el ánimo de preguntarle de qué guerra hablaba.
Nos pidió que abrocháramos nuestros cinturones. Yo me excusé por no respetar esa norma de seguridad, ya que el que debía equipar mi sillón había desaparecido. El tablero de a bordo se iluminó, o mejor dicho algunos cuadrantes, mientras que en otros las agujas permanecían inertes. El piloto estiró de dos manecillas, apretó una serie de botones (tenía aire de conocer su oficio) y los dos motores Pratt & Whitney (la marca estaba inscrita en los capós) escupieron una espesa humareda. Brotó un haz de fuego y las hélices empezaron a dar vueltas. La cola del aparato giró y, deslizándose como si fuera por el hielo, el avión se alineó con la pista. El ruido en la cabina se hizo ensordecedor, todo temblaba. Yo miraba por una ventanilla a nuestro agente de viajes, que nos hacía señas. Nunca he odiado a nadie tanto como a ese tipo. Sacudidos como esteras, cogimos velocidad. El final de la pista se acercaba de forma bastante inquietante. De repente noté cómo se levantaba la cola del avión y por fin nos elevamos en el aire. Estoy seguro de que cortamos algunos centímetros de la copa de los árboles que dejábamos detrás, pero, minuto a minuto, tomábamos altura.
El piloto nos explicó que no volaríamos muy alto, para no entrar en el radio de cobertura de los radares. Como lo dijo sonriente, saqué la conclusión de que no había que preocuparse más de eso.
Durante la primera hora de vuelo sobrevolamos una llanura. El piloto ascendió un poco al dibujarse un ligero relieve ante nosotros y, dos horas más tarde, nos encontrábamos al nordeste de Yunnan. Cambió de rumbo y viró más al sur. La ruta sería más larga, pero lo mejor para salir de China era seguir la frontera de Laos, en la que la vigilancia aérea era casi inexistente. No puedo decir que hasta entonces el viaje hubiera sido confortable, pero eso no era nada en comparación con lo que ocurrió al entrar en una zona de turbulencias cuando sobrevolábamos el Mekong. Al llegar al río, el piloto puso en picado el aparato para volar a ras de agua. Keira lo encontró magnífico. Quizá el paisaje lo era, no lo sé, mis ojos estaban clavados en el altímetro. Me preguntaba por qué, cada vez que nuestro piloto le daba unos golpecitos, la aguja se removía un poco y volvía a caer en seguida. Sobrevolamos el territorio de Laos durante quince minutos antes de entrar en tierras birmanas. Otros dos cuadrantes retenían toda mi atención, los indicadores de carburante. Según lo que veía, el depósito no estaba más que a un cuarto de su capacidad. Pregunté a nuestro piloto que en cuánto tiempo pensaba llegar. Levantó con orgullo dos dedos y medio. Habida cuenta del carburante consumido desde nuestra partida, si nos quedaban verdaderamente dos horas y media de vuelo, nos íbamos a quedar sin gasolina antes de haber alcanzado nuestro destino. Compartí mis deducciones aritméticas con Keira, quien se contentó con encogerse de hombros. Yo no veía más que montañas y ningún sitio en el que pudiéramos posarnos para un eventual reavituallamiento. Y había olvidado que el agente de viajes nos había dicho que su amigo era un antiguo piloto de caza: cuando pasábamos entre dos puertos, el avión se inclinó antes de descolgarse sobre un ala, de forma que nos puso el estómago en la garganta. Los motores gritaron, la carlinga tembló a todo tren, el avión recuperó una marcha casi normal y vimos aparecer delante de la cabina algo parecido a una carretera a lo largo de un arrozal. Keira cerró los ojos; el avión se posó en el suelo como una flor y se inmovilizó. El piloto apagó el contacto, desabrochó su cinturón y me pidió que lo siguiera hasta la parte de atrás de la carlinga. Una vez allí, soltó las correas que amarraban dos grandes barriles y me hizo comprender que ahora tenía que ayudarlo a llevarlos bajo las alas. ¡Nada que objetar, el servicio a bordo rebosaba de imaginación! Estaba empujando mi barril hacia el ala derecha cuando vi una polvareda al fondo de la carretera. Dos
jeeps
venían hacia nosotros. Cuando llegaron a nuestra altura, bajaron cuatro hombres. Intercambiaron unas palabras con nuestro piloto, así como un fajo de billetes cuya divisa no tuve tiempo de identificar, y descargaron en pocos minutos las cajas que nosotros habíamos tardado mucho más en embarcar. Se fueron como habían venido, sin saludarnos ni habernos ayudado a repostar.
La operación de relleno de los depósitos la hicimos con ayuda de una pequeña bomba eléctrica y duró una buena media hora. Keira aprovechó para estirar las piernas. Volvimos a subir los barriles vacíos a la parte trasera del avión, ya que los necesitaríamos a la vuelta, y cada uno ocupó su sitio a bordo. Y de nuevo, la nube de humo negruzco, los escupitajos de llamas, hasta que las hélices giraron otra vez y el avión se elevó en el aire, pasando por los pelos entre los dos puertos por donde poco antes habíamos descendido en picado.