Mientras me preparaba una taza de café, Walter subió por la escalera para «airear la habitación», dijo. Bajó momentos después, con la expresión radiante.
—Por fin tengo una buena noticia para ti, bueno, el tiempo nos dirá si es buena o no.
Y blandió orgullosamente el collar que Keira llevaba la víspera.
—Ah, no digas nada —prosiguió—, si a tu edad no sabes qué es un acto fallido, tu caso es aún más desesperado que el mío. Una mujer que se deja una joya en casa de un hombre no puede tener más que dos intenciones. La primera, que otra mujer la descubra, para saborear el consiguiente placer de provocar una hermosa historia de celos, pero, dado lo torpe que eres, seguro que le repetiste al menos diez veces que no hay nadie más en tu vida.
—¿Y la segunda? —pregunté.
—¡Que espera volver al lugar del crimen!
—¿Y la idea de que se haya despistado y simplemente la haya olvidado no te parece más sencilla? —dije, y le cogí el collar.
—¡Oh, no, en absoluto! Un pendiente, aún puede pasar, admitamos que hasta un anillo, pero un collar con un colgante de este tamaño…, a menos que me hayas ocultado que tu amiga es tan cegata como un topo, lo que en cierto sentido explicaría cómo has podido seducirla.
Con un gesto rápido, Walter me arrebató el colgante y lo sopesó.
—No me digas que no se ha dado cuenta de que le faltaba media libra alrededor del cuello; esto pesa lo suficiente como para no abandonarlo sin darse cuenta.
Sé que es idiota y que ya no tenía edad para comportarme como un jovenzuelo enamoriscado de un ligue nocturno, pero lo que acababa de decir Walter me hizo un bien enorme.
—Recupera el color, Adrián, has vivido más o menos feliz estos quince últimos años, y no vas a decirme ahora que una aventurilla de nada va a dejarte hecho polvo más de un par de días. Tengo un hambre inmensa y conozco en tu barrio un sitio donde hacen unos
brunch
estupendos ¡Vamos, vístete! ¿No acabo de decirte que me muero de hambre?
El tren reanudó su marcha por la única vía. Los escasos pasajeros que habían bajado del tren dejaron la estación de Falmouth. Keira atravesó los andenes junto a los cuales viejos vagones de mercancías se oxidaban a unos centenares de metros del mar. Prosiguió su camino, penetró en la zona portuaria y anduvo hasta la dársena de la que salía el ferry. Había dejado Londres hacía cinco horas y la capital le parecía ya muy lejana. Una sirena le hizo acelerar el paso, un marinero giraba una manivela en el muelle y la pasarela comenzaba a levantarse. Keira hizo gestos con los brazos y gritó para que la esperaran. La manivela giró en sentido inverso y Keira se aferró al brazo del grumete que la izó a bordo. Cuando se asomó a la proa del navío, el ferry estaba dejando atrás la gran grúa y se aprestaba a remontar contracorriente. El estuario de Saint Mawes era aún más bello que en sus recuerdos. Ya se apreciaba el castillo, con su particular forma de hoja de trébol y, más lejos, las casitas blancas y azules, que se encabalgaban unas sobre otras, disputándose un lugar en la colina. Keira acarició la barandilla desconchada por las salpicaduras y llenó sus pulmones. El olor de la sal se mezclaba con el perfume del césped recién regado que el viento llevaba desde tierra firme. El capitán hizo sonar la sirena y el farero agitó la mano. Allí, la gente se conoce y se saluda cuando se cruzan. A marcha lenta, lanzaron las amarras y el estribor de la nave rozó contra la piedra del muelle.
Keira tomó el camino que bordeaba la costa hasta la entrada del pueblo, subió por una escarpada callejuela en dirección a la iglesia y alzó la cabeza para admirar las cornisas, en las que las flores se amontonaban ante las ventanas de cada habitación. Empujó la puerta del Victory. El
pub
estaba vacío, se instaló ante el mostrador y pidió una
crêpe
.
—Hay pocos turistas en esta época, ¿es usted de por aquí? —preguntó la posadera mientras servía una cerveza a Keira.
—No soy de aquí, pero tampoco extranjera del todo. Mi padre está enterrado detrás de la iglesia.
—¿Quién era su padre?
—Un hombre maravilloso. Se llamaba William Perkins.
—No me acuerdo de él —respondió la posadera—, lo siento. ¿A qué se dedicaba?
—Era botánico.
—¿Y tiene todavía familia en el pueblo?
—No, sólo la tumba de papá.
—¿Y de dónde viene usted, con ese acento?
—De Londres y de Francia.
—¿Y ha hecho ese largo viaje sólo para visitarlo?
—En cierta forma, sí.
—Bueno, la consumición corre de mi cuenta, por la memoria de William Perkins, botánico y hombre de bien —dijo la posadera al poner un plato ante Keira.
—Por la memoria de mi padre —respondió ella, y levantó su pinta.
Una vez terminado su almuerzo, Keira dio las gracias a la posadera y prosiguió su camino hacia la cima de la colina. Por fin, llegó ante la iglesia, la rodeó y abrió una puerta de hierro forjado.
No eran ni cien almas las que reposaban en el pequeño cementerio de Saint Mawes. La tumba de William Perkins se encontraba al final de una fila, adosada al muro. Una glicina malva había escalado por las viejas piedras y su follaje daba un poco de sombra. Los panes de oro de la pintura casi habían desaparecido y un musgo verde crecía sobre la lápida.
—Ya sé que no he venido desde hace tiempo, desde hace mucho tiempo. Pero no necesito estar aquí para pensar en ti. Me dijiste una vez que la pena de la ausencia se borra ante la memoria de los recuerdos felices. ¿Cuándo dejarás de faltarme tanto?
»Me gustaría continuar con nuestras conversaciones, preguntarte mil cosas, oír tus miles de respuestas, incluso las que te inventabas. También querría sentir tu mano en la mía, ir a tu lado como cuando íbamos a ver cómo bajaba la marea hacia alta mar.
»Esta mañana he discutido con Jeanne. Ha sido por mi culpa, como siempre. Ella estaba furiosa porque no la llamé anoche para comunicarle la buena noticia. Anoche hubieras estado orgulloso de mí, papá, orgulloso de tu hijita. Presenté mis trabajos ante una fundación y me llevé el primer premio, ex aequo, pero igualmente te habrías sentido orgulloso, tú, al que siempre le gustó compartir. Me gustaría que volvieras, que me cogieras en brazos y que fuéramos juntos hasta el pequeño puerto, querría oír el sonido de tu voz, tranquilizarme con tu mirada, como antes.
Keira se calló un instante, porque estaba llorando.
—Si supieras cuánto siento no haber venido a visitarte más a menudo cuando estabas vivo, si supieras cuánto me arrepiento. Pero no lo hice y te oigo decirme que tengo que vivir mi vida, pero es que tú eras parte de mi vida, papá.
»No quería que estuvieras enfadado, así que me he reconciliado con Jeanne. He seguido tus consejos al pie de la letra y la he llamado dos veces para disculparme. Pero luego he discutido otra vez con ella cuando le he dicho que venía a verte, aunque no te vea. A ella también le hubiera gustado estar aquí. Nos faltas a las dos.
»¿Sabes?, con este premio que he ganado podré volver a Etiopía. He venido a decírtelo, porque, si quieres venir a visitarme, estaré en el Valle del Omo. No te indico el camino porque, desde donde estás, estoy segura de que lo encontrarás. Ven con el viento, no sopla muy fuerte, pero ven, te lo suplico.
»Tengo un trabajo que me gusta, el mismo para el que me impulsabas a estudiar y a ganar, pero estoy sola y me faltas. ¿Mamá y tú os habéis reconciliado allá arriba?
Keira se inclinó para besar la piedra; luego se enderezó y dejó el cementerio con la cabeza gacha. Al volver hacia el pequeño puerto de Saint Mawes, llamó a Jeanne y, cuando se echó a llorar, su hermana la consoló cariñosamente.
De vuelta en París, las dos hermanas celebraron el éxito de Keira. Pasaron dos noches de juerga entre mujeres; la segunda terminó a las cinco de la mañana, con un equipo de asistencia social discutiendo con Jeanne. Ésta, notoriamente achispada, estaba empeñada en prometerse con un tal Jules, un vagabundo que había elegido como domicilio una galería comercial de los Campos Elíseos; el recuerdo más duradero que Keira guardó de esas dos noches de fiesta fue el de las cuarenta y ocho horas de migraña que las siguieron.
Hay días iluminados por pequeñas cosas, por nimiedades que te hacen increíblemente feliz: una sobremesa con risas, un juguete de la infancia que aparece en la estantería de un anticuario, una mano que aprieta la tuya, una llamada que no esperabas, unas palabras dulces, tu hijo que te abraza sin pedir otra cosa que un momento de amor… Hay días iluminados por pequeños momentos de gracia, un aroma que te alegra el alma, un rayo de sol que entra por la ventana, el ruido de un chaparrón cuando estás todavía en la cama, las aceras nevadas o la llegada de la primavera y sus primeros brotes.
Aquella mañana, el portero de Jeanne había llevado tres cartas a Keira. La arqueología es un trabajo académico en el que cada uno contribuye, mediante sus conocimientos, al tan esperado descubrimiento. El éxito sobre el terreno depende de la competencia de todos, es el fruto de un trabajo de equipo. Cuando Keira supo que los tres colegas a quienes se lo había solicitado estaban de acuerdo en ir con ella a Etiopía, dio saltos de alegría por el apartamento.
Aquella mañana, mientras deambulaba por los pasillos de un mercado, un vendedor ambulante le dijo a Jeanne que la encontraba encantadora, y aquella mañana ella volvió a su casa con la cesta repleta y la cara radiante.
Al mediodía, Jan Vackeers e Ivory comían en un pequeño restaurante de Amsterdam. El lenguado que había pedido Ivory estaba exquisitamente cocinado y Jan se divertía al ver la glotonería de su amigo satisfecha hasta tal punto. Las gabarras se cruzaban a lo largo del canal y la terraza en la que los dos viejos compinches se habían sentado estaba bañada por el sol. Rememoraron buenas anécdotas y se abandonaron a la risa floja.
A las 13 horas, Walter paseaba por Hyde Park. Un boyero de Berna sentado al pie de un gran roble miraba fijamente a una ardilla que saltaba de rama en rama. Walter se acercó al perro y le acarició la cabeza. Cuando la propietaria del animal lo llamó, Walter se quedó estupefacto. La señorita Jenkins estaba tan sorprendida como él por aquel encuentro fortuito y fue la primera en entablar conversación. Ignoraba que a él le gustasen los perros. Walter dijo que también tenía uno, aunque pasaba la mayor parte del tiempo en casa de su madre. Anduvieron un rato juntos antes de separarse cortésmente ante las verjas del parque. Walter pasó el resto de la tarde sentado en una silla y contemplando las flores de un escaramujo.
A las 14 horas, yo volvía de darme un paseo. Había encontrado en Camden una vieja cámara fotográfica y gozaba con la idea de pasarme la tarde desmontándola y limpiándola. Bajo mi puerta, encontré una postal que había deslizado el cartero. La foto representaba el pequeño puerto pesquero de Hydra, isla en la que vive mi madre. La había enviado hacía seis días. Mi madre tiene horror al teléfono, no escribe casi nunca y, cuando lo hace, su prosa no es muy prolija. El texto era de una simplicidad desconcertante: «¿Cuándo vas a venir a verme?» Dos horas más tarde, salía de la agencia de viajes que está a dos calles de mi casa, con un billete de avión para final de mes en el bolsillo.
Aquel sábado por la tarde, Keira, demasiado atareada con los preparativos de su expedición, canceló su cena con Max.
Después de haberse mirado un buen rato en el espejo del cuarto de baño, Jeanne se decidió a tirar las últimas cartas de Jérôme que conservaba en un cajón de su escritorio.
Walter, que había ido a visitar a su librero, leía una enciclopedia sobre perros y se aprendía de memoria la página concerniente al boyero de Berna.
Jean Vackeers concedía a Ivory una revancha en el ajedrez.
En cuanto a mí, tras haber limpiado escrupulosamente la cámara comprada aquella misma mañana, me instalaba en mi despacho, con una cerveza helada y un bocadillo que había preparado cuidadosamente. Empecé a redactar una carta a mi madre para advertirle de mi llegada, pero dejé en seguida el bolígrafo. Prefería darle una sorpresa.
Hay días hechos de nimiedades, días de los que uno se acuerda mucho tiempo sin que pueda verdaderamente saber por qué.
Había informado a Walter de mi partida. Mis clases no empezaban hasta principios de curso y nadie en la Academia notaría mi ausencia. Compré bizcochos, té y mostaza inglesa, por los que mi madre enloquecía, llené la maleta, cerré la puerta de casa y un taxi me llevó al aeropuerto. Llegaría a Atenas a media tarde, a tiempo para ir al puerto del Pireo y embarcar a bordo del transbordador que en una hora me dejaría en la isla de Hydra.
Como de costumbre, el ambiente en Heathrow era caótico a más no poder. Pero cuando uno ha volado hasta los confines de América del Sur, en materia de viajes nada puede sorprender. Por pura suerte, mi vuelo salió a su hora. Tras el despegue, el piloto anunció que sobrevolaríamos Francia, antes de dirigirnos hacia Suiza, el norte de Italia, el Adriático y, por fin, Grecia. Hacía mucho tiempo que no había vuelto y estaba contento por haber decidido visitar a mi madre. Ahora sobrevolábamos París, el cielo estaba claro y los pasajeros que, como yo, estaban sentados en el lado bueno, disfrutaban de una espléndida vista de la capital; incluso se veía la torre Eiffel.
Keira suplicó a Jeanne que la ayudara a cerrar la maleta.
—Ya no quiero que te vayas.
—¡Voy a perder el avión, date prisa, Jeanne, por favor; ahora no es el momento!
La partida se hizo con precipitación. A bordo del taxi que corría hacia Orly, Jeanne no decía una palabra.
—¿Vas a estar de morros hasta que nos separemos?
—No estoy de morros. Estoy triste, eso es todo —refunfuñó Jeanne.
—Te prometo que te telefonearé regularmente.
—¡Promesas de gascón! Cuando estés allí, no existirá nada aparte de tu trabajo. Y, además, ya me lo has repetido muchas veces, ni cabinas, ni red…
—Nadie ha probado que los gascones no mantengan sus promesas.
—¡Jérôme es gascón!
—Jeanne, estos dos últimos meses han sido maravillosos y nada de lo que me está pasando hubiera sido posible sin ti. Este viaje te lo debo a ti, eres…
—Ya lo sé, la idiota a la que no cambiarías por nadie en el mundo, pero prefieres pasarte los días en compañía de tus esqueletos en el Valle del Omo, mejor que con tu hermana, según tú irreemplazable. Oh, y además soy la peor de las imbéciles, me había jurado no hacerte esta escena, anoche en mi cuarto me repetí cien veces todas las cosas alegres que tenía que decirte.