El primer día (22 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
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—Nada… Es que, cuando vuelva a Londres y comáis las dos en esta misma mesa, ¿rememoraréis la comida de hoy como un buen recuerdo?

—¡Evidentemente! ¿Por qué haces una pregunta tan idiota? —preguntó Elena.

—Es que también me pregunto por qué no aprovecháis hoy este hermoso día en lugar de esperar a que yo me haya marchado.

—A tu hijo hace mucho tiempo que no le da el sol —dijo filena a mi madre—, no entiendo ni una palabra de lo que dice.

—Yo sí —dijo mi madre, sonriéndome—, y creo que no anda equivocado del todo. Dejemos las viejas historias y hablemos del futuro. ¿Qué proyectos tienes, Elena?

Mi tía nos miró sucesivamente a mi madre y a mí.

—Voy a repintar la pared de la tienda a finales de mes, justo antes de la temporada —anunció con gran seriedad—. El azul ha empalidecido, ¿no creéis?

—Sí, precisamente estaba pensando en eso y, mira, es un tema que apasiona a Adrianos —añadió mi madre guiñándome un ojo.

Esta vez Elena se preguntó si no estábamos tomándole el pelo y yo le juré que no era así en absoluto. Discutimos durante dos horas sobre el azul que convendría escoger para la fachada de su tienda. Mamá incluso sacó de su siesta al droguero para confiscarle una gama de tintes y, mientras los aplicábamos a la pared para escoger el que iría mejor, vi cómo volvían los colores al rostro de mi madre.

Pasaron dos semanas durante las que vivimos a merced de ese sol que tanto me había faltado y del calor que aumentaba día a día. Junio pasaba con lentitud y vimos desembarcar a los primeros turistas.

Me acuerdo de aquella mañana como si fuera ayer, era viernes. Mamá había entrado en el cuarto donde yo estaba leyendo, aprovechando el frescor que las persianas habían sabido preservar. Tuve que dejar el libro porque ella estaba de pie, con los brazos cruzados, delante de mí. Me miraba sin decir nada y además tenía un aire extraño.

—¿Qué pasa?

—Nada —respondió ella.

—¿Has bajado para verme leer?

—He venido a traerte sábanas.

—Pero ¡si no tienes nada en las manos!

—Se me han debido de olvidar por el camino.

—¿Mamá?

—Adrián, ¿desde cuándo llevas collar?

Cuando mi madre me llama Adrián, es que algo serio le preocupa.

—¡No te hagas el inocente! —añadió.

—No tengo la menor idea de lo que estás hablando.

Mi madre lanzó una dura mirada al cajón de mi mesilla.

—Te hablo del que encontré en mi mesilla y puse ahí.

Abrí el cajón en cuestión y encontré el colgante que Keira había olvidado en Londres. ¿Por qué lo había traído? Ni yo mismo lo sabía.

—¡Es un regalo!

—¿Te regalan collares ahora? Y no uno cualquiera. Es bastante original como regalo. ¿Quién ha sido tan generoso contigo?

—Una amiga. He llegado hace dos semanas. ¿Por qué te interesas de repente por ese collar?

—Primero háblame de esa amiga que regala joyas a un hombre y entonces a lo mejor dejo de interesarme por tu collar.

—No era verdaderamente un regalo, lo olvidó en mi casa.

—Entonces, ¿por qué me dices que es un regalo si es un olvido? ¿Hay más cosas que te hayas olvidado de decirme?

—Mamá, ¿adónde quieres ir a parar?

—¿Puedes explicarme quién es el energúmeno que acaba de desembarcar del transbordador de Atenas y que anda por todas las tiendas del pueblo preguntando por ti?

—¿Qué energúmeno?

—¿Vas a responder a cada una de mis preguntas con otra? Acaba siendo irritante.

—No sé de quién estás hablando.

—¿No sabes de quién es el collar, no sabes describirme a la que primero te lo había regalado pero que finalmente lo había olvidado en tu casa, y tampoco sabes quién es ese Sherlock Holmes en
short
que anda por el puerto, que va por la quinta cerveza y que pregunta a todos los transeúntes si te conocen? ¡Es la enésima vez que me telefonean para preguntarme sobre el tipo y, figúrate, no sé qué decir!

—¿Un Sherlock Holmes en
short
?

—¡Con
short
de franela, camiseta y una gorra a cuadros, no le falta más que la pipa!

—¡Walter!

—¡Así que lo conoces!

Me puse una camisa y me precipité hacia la puerta, rogando porque mi burro no hubiera roído la cuerda que lo sujetaba al árbol de delante de casa. Desde principios de semana había adquirido la fea costumbre de ir a pasear a su aire por el campo del vecino y cortejar a una burrita con la que, por otra parte, no había hecho ningún avance.

—Walter es un colega del trabajo, ignoraba que pensara hacernos una visita.

—¿Hacernos? ¡No me mezcles en eso, por favor, Adrián!

Verdaderamente, no entendía nada del nerviosismo de mi madre, que, normalmente, era la más hospitalaria de las mujeres, ni la pequeña reflexión que me hizo, mientras yo cerraba la puerta de la casa: «¡Tu ex mujer también era una colega!»

Efectivamente, era Walter quien había desembarcado una hora antes en la isla y quien se encontraba sentado en la terraza del restaurante vecino a la tienda de Elena.

—¡Adrián! —exclamó al verme.

—¿Qué haces aquí, Walter?

—Como decía a este encantador posadero, sin ti la Academia ya no es la Academia. ¡Te echaba de menos, amigo mío!

—¿Has dicho al propietario de este restaurante que me echabas de menos?

—¡Y tanto!, y es la verdad verdadera.

Me puse a reír, lo que fue un error, ya que Walter lo tomó por una señal de alegría por verlo allí y, animado por las cinco o seis cervezas, se levantó para estrecharme entre sus brazos. Por encima de su hombro vi a la tía Elena llamar a mi madre.

—Walter, no te esperaba…

—Yo tampoco, no esperaba venir aquí. Llovía, llovía, no ha dejado de llover desde que te fuiste; ya estaba harto de la monotonía, y además necesitaba tus consejos, pero de eso hablaremos más tarde. Entonces me dije: ¿Por qué no ir a pasar unos cuantos días al sol? ¿Por qué siempre son los otros los que se van y yo no? Esta vez me hice caso, salté sobre una promoción que anunciaban en el escaparate de una agencia de viajes y ¡aquí estoy!

—¿Por cuánto tiempo?

—Una semanita sólo, pero no quiero importunar, tranquilo, he tomado mis precauciones. La promoción incluía una habitación en un encantador hotelito que debe de estar por aquí, no sé dónde —concluyó jadeante, y me tendió su reserva.

Acompañé a Walter por las callejuelas de la parte vieja, maldiciendo el almuerzo en el que había cometido la imprudencia de confiarle el nombre de la isla a la que me exiliaba.

—Qué país más bonito el tuyo, es todo sencillamente magnífico. Esas paredes blancas, esos postigos azules, ese mar, ¡hasta los burros son maravillosos!

—Es la hora de la siesta, Walter, si pudieras hablar un poco más bajo…, estas callejas son terriblemente sonoras.

—Claro, claro —susurró—, por supuesto.

—¿Y puedo sugerirte que cambies de atuendo?

Walter se miró de arriba abajo con aire extrañado.

—¿Qué está mal?

—Vamos a dejar tu maleta y nos ocuparemos de eso.

Yo ignoraba que mientras ayudaba a Walter a encontrar un atuendo más discreto en el bazar del puerto, Elena estaba llamando a mamá para contarle que me había ido de compras con mi amigo.

Los griegos son de natural acogedor, y yo no iba a arruinar su reputación así que invité a Walter a cenar en la ciudad. Me acordaba de que Walter había solicitado mis consejos. En la terraza del restaurante le pregunté en qué podía serle útil.

—¿Sabes de perros? —me preguntó.

Y me contó el episodio de su fugaz paseo con la señorita Jenkins unas semanas antes en Hyde Park.

—Ese encuentro ha cambiado mucho las cosas. Ahora, cada vez que nos saludamos, le pregunto por
Óscar
, que es el nombre de su boyero de Berna y, cada vez, me garantiza que está bien, pero en lo que a nosotros respecta estamos en el mismo punto.

—¿Por qué no la invitas a un concierto o a un espectáculo de
music-hall
? Los teatros de Covent Garden no te plantean otro problema que el de elegir cuál.

—¿Cómo no se me había ocurrido una idea tan juiciosa?

Walter miró largamente el mar y suspiró.

—¡Nunca sabré cómo hacerlo!

—Lánzate, invítala, y se conmoverá, créeme.

Walter miró de nuevo al mar y volvió a suspirar.

—¿Y si rehúsa?

La tía Elena llegó y se plantó delante de nosotros, esperando a que hiciera las presentaciones. Walter la invitó a nuestra mesa. Elena no se hizo de rogar y se sentó antes incluso de que me levantara para ofrecerle una silla. Elena tenía un humor insospechado cuando no estaba en compañía de mamá. Tomó la palabra y no la soltó hasta que no hubo contado casi toda su vida a Walter. Cerramos el restaurante. Acompañé a mi amigo a su hotel y volví sobre mi burro a la casa. Mamá velaba en el patio, limpiando su vajilla de plata ¡a la una de la mañana!

Al día siguiente, el teléfono sonó hacia las cuatro de la tarde. Mi madre vino a buscarme a la terraza y me comunicó, con aire suspicaz, que mi amigo quería hablar conmigo.

Walter me proponía un paseo al atardecer, pero yo quería terminar mi libro y lo invité a unirse a nosotros para la cena. Bajé a hacer unos recados al pueblo y quedé con Kalibanos para que fuera a buscar a Walter a su hotel hacia las nueve y lo llevara a nuestra casa. Mamá permaneció silenciosa, contentándose con poner la mesa e invitar a mi tía a esa cena que tenía toda la pinta de contrariarla.

—¿Qué te pasa? —le pregunté mientras la ayudaba a poner la mesa.

Mamá puso los platos y se cruzó de brazos, lo que no auguraba nada bueno.

—Dos años de ausencia durante los que apenas has dado señales de vida y la única persona que presentas a tu madre es a tu Sherlock Holmes. ¿Cuándo te vas a decidir a llevar una vida normal?

—Todo depende de lo que entiendas por normal.

—Me gustaría que mi única preocupación fuera que mis nietos no se hicieran daño en las rocas.

Mi madre nunca había manifestado ese deseo. Le acerqué una silla para que se sentara y le preparé un vaso de ouzo como a ella le gusta, sin agua y sólo con un cubito. La miré con ternura mientras reflexionaba con cuidado lo que iba a decirle.

—¿Ahora quieres nietos? Siempre has sostenido lo contrario, me decías que con haberme educado ya estabas satisfecha por completo, te negabas a ser una de esas mujeres que quieren a cualquier precio, cuando sus hijos dejan el nido, volver a tocar la partitura vestidas de abuela.

—Pues bueno, me he convertido en una de esas mujeres, sólo los imbéciles no cambian nunca de opinión, ¿no? La vida pasa tan de prisa, Adrianos… Tú has tenido tiempo suficiente para divertirte con tus amigos. Ya no es el momento de soñar con el mañana. A tu edad, el mañana es hoy; y a la mía, como has podido constatar, el hoy se ha convertido en ayer.

—¡Pero tengo toda la vida por delante! —protesté.

—¡No se venden las flores cuando están marchitas!

—No sé qué te inquieta ni por qué te preocupas, pero yo no dudo que un día encontraré la mujer ideal.

—¿Tengo yo pinta de una mujer ideal? Y sin embargo, tu padre y yo vivimos juntos cuarenta y tres hermosos años. No es ni la mujer ni el hombre los que tienen que ser ideales, sino lo que quieren compartir juntos. Una gran historia de amor es el encuentro de dos donantes. ¿Has encontrado eso en tu vida?

Confesé que no era el caso. Mamá pasó su mano por mi mejilla y me sonrió.

—¿Lo has buscado al menos?

Se levantó sin haber tocado su vaso y me dejó solo en la terraza.

Valle del Omo

Las pálidas mañanas del Valle del Omo desvelan paisajes de marjales y sabanas entreverados por altiplanicies. Había desaparecido toda huella de la tempestad. Los lugareños habían reconstruido todo lo que el viento destruyó. Los monos colobos se balanceaban de rama en rama, casi sin combar los árboles a su paso.

Los arqueólogos atravesaron un pueblo de la tribu qwegu y un poco más adelante llegaron por fin al de los mursis.

Guerreros y niños jugaban a la orilla del río.

—¿Habéis visto algo más hermoso que las gentes del Omo? —preguntó Keira a sus compañeros de viaje.

Sobre sus pieles de bronce con reflejos rojos, habían dibujado sus pinturas de poder. Los mursis consiguen por instinto lo que algunos grandes pintores pasan la vida buscando. Con la punta de los dedos o de una caña afilada, utilizan el ocre rojo, el verde, el amarillo, el gris de la ceniza o cualquier otro pigmento que las tierras volcánicas les ofrezcan para engalanarse con colores. Una niñita salida de un cuadro de Gauguin estaba con un joven guerrero procedente de Rothko.

Ante tanto esplendor, los colegas de Keira guardaban silencio, maravillados.

Si verdaderamente la humanidad tuviera una cuna, el pueblo de Omo parecía vivir aún en ella.

Todos los aldeanos corrieron a su encuentro. Entre los que bailaban para manifestar su alegría, Keira no buscaba más que un rostro, una única cabeza. Lo hubiera reconocido entre cientos, incluso bajo una máscara de arcilla o de ocre hubiera identificado sus rasgos, pero Harry no había ido a recibirla.

Hydra

A las nueve en punto oí los rebuznos de un burro en el sendero. Mi madre abrió la puerta de la casa y se encontró con Walter. Tenía pinta de haber sufrido.

—¡Se ha caído tres veces! —suspiró Kalibanos—, y sin embargo, le había reservado el más dócil de mis burros —dijo mientras se iba, enfadado por no haber sabido cumplir bien su misión.

—Puede decir lo que quiera —protestó Walter—, pero no tienen nada que ver con los caballos de Su Majestad. Ningún porte en los virajes, ninguna disciplina.

—¿Qué está diciendo? —murmuró Elena.

—¡Que no le gustan nuestros burros! —respondió mi madre guiándonos hacia la terraza.

Walter hizo mil elogios de la decoración, juraba que no había visto jamás algo tan hermoso. Se maravilló ante la puesta de sol. Ya a la mesa, Elena no cesó de preguntarle sobre su trabajo en la Academia y en cómo nos habíamos conocido. Yo ignoraba hasta ese día el talento diplomático de mi colega. A lo largo de toda la cena, elogió la comida que le servían. En el momento de los postres, preguntó a mi madre cómo había conocido a mi padre. Mamá es inagotable sobre ese tema. El frescor de la noche hizo tiritar a Elena. Dejamos la terraza para instalarnos en el salón y tomar los cafés con ouzo que mamá había preparado. Me sorprendió descubrir sobre la consola cercana a la ventana el collar de Keira que, misteriosamente, había viajado del cajón de mi mesilla hasta allí. Walter siguió mi mirada y exclamó alegremente:

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