—Pues yo le sugiero todo lo contrario y que sea más discreto, Vackeers. No creo que pase mucho tiempo sin que el rumor de este incidente se propague. Haga lo necesario para que eso no suceda. Si no, ya no respondo de nada.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Usted ya me ha entendido, Vackeers.
Llamaron a la puerta de su despacho. Vackeers dio por terminada la conversación.
—¿Molesto? —preguntó Ivory al entrar en la habitación.
—En absoluto.
—Me parecía haberlo oído hablar.
—Estaba dictando una carta a mi ayudante.
—¿Todo va bien? Tiene usted mala cara.
—Es la maldita úlcera, que me da la lata.
—Lo siento. ¿Le apetece una partida de ajedrez en su casa, esta noche?
—Me temo que he de renunciar a ella. Tendría que descansar.
—Lo entiendo —respondió Ivory—, ¿quizás en otro momento?
—Mañana, si quiere.
—Entonces, hasta mañana, amigo.
Ivory cerró la puerta y enfiló el pasillo que llevaba hasta la salida, dio media vuelta y se detuvo ante el despacho del ayudante de Vackeers. Empujó la puerta y constató que estaba vacío, lo que no tenía nada de extraño, dado que casi eran las nueve de la noche.
El ferry avanzaba a buena marcha por el mar en calma y yo dormía profundamente en la litera superior del camarote cuando Walter me despertó. Abrí los ojos, todavía no había amanecido.
—¿Qué quieres, Walter?
—¿Qué costa es ésa a la que nos acercamos?
—¿Cómo quieres que lo sepa? ¡No soy nictálope!
—Pero eres de aquí, ¿o no?
Me levanté a regañadientes y me acerqué al ojo de buey. No era difícil reconocer la forma de media luna de la isla de Milos. Para estar seguro del todo, habría que subir al puente y verificar que Antimilos, un islote deshabitado, se encontraba a babor.
—¿El barco para ahí? —preguntó Walter.
—Mentiría si te dijera que tengo la hoja de ruta de esta conexión marítima pero, como la tierra se acerca cada vez más, imagino que haremos escala en Adamas.
—¿Es una ciudad grande?
—Digamos un pueblo grande.
—Entonces, levántate, que nos bajamos.
—¿Qué vamos a hacer en Milos?
—Pregúntame mejor qué prefiero que no nos pase en cuanto aparezcamos en Atenas.
—Walter, ¿crees de verdad que están a la espera de que lleguemos al Pireo? Ni siquiera sabemos si aquel coche de policía iba tras nuestra pista o sencillamente pasaba por allí. Creo que das demasiada importancia a este enojoso incidente.
—Entonces, explícame por qué alguien ha intentado por dos veces entrar en el camarote mientras dormías.
—Tranquilízame, ¿no habrás pegado también a esa persona?
—Me he contentado con abrir la puerta, pero el pasillo estaba desierto, el individuo se había esfumado.
—¡O había entrado en el camarote de al lado después de haberse dado cuenta de su error!
—¿Dos veces seguidas? Permíteme que lo dude. Vístete y bajaremos discretamente cuando el barco atraque. Esperaremos en el puerto y cogeremos el siguiente barco a Atenas.
—¿Y si no sale hasta la próxima noche?
—Habíamos pensado pasar la noche en Heraklion, ¿no? Si tienes miedo de que tu madre se preocupe por nuestra tardanza, la llamaremos en cuanto amanezca.
Yo no sabía si las inquietudes de Walter tenían fundamento o si encontraba tanto placer en la aventura que habíamos vivido la víspera que intentaba alargarla un poco más mediante cualquier artificio. Y, sin embargo, cuando se alzó la pasarela, Walter me señaló un hombre que nos miraba fijamente desde el puente superior. No sé si mi colega actuó correctamente al hacerle un corte de mangas mientras el ferry se alejaba del muelle.
Nos instalamos en la terraza de un bar de pescadores que abría sus puertas cuando llegaba el primer ferry; eran las seis de la mañana y el sol salía tras la colina. Un pequeño avión apareció en el cielo y cambió de rumbo sobre el puerto para ir a perderse en alta mar.
—¿Hay un aeropuerto por aquí? —preguntó Walter.
—Una pista, sí, si recuerdo bien, pero creo que sólo la utilizan los aviones postales y algunos aparatos privados.
—¡Vamos! Si por casualidad pudiéramos subirnos a uno de ellos, despistaríamos definitivamente a nuestros perseguidores.
—Walter, creo que estás en plena crisis de paranoia, ni por un segundo he pensado que alguien nos esté persiguiendo.
—¡Adrián, a pesar de todo el cariño que te tengo, déjame decirte que me cabreas profundamente!
Walter pagó los dos cafés que habíamos tomado y no tuve más remedio que mostrarle la carretera que llevaba al pequeño aeródromo.
Una vez allí, Walter y yo nos pusimos a hacer autoestop en la cuneta de la carretera. La primera media hora no fue muy estimulante, el sol hacía brillar las blancas piedras y el calor iba aumentando.
Un grupo de jóvenes parecía divertirse con nuestra situación. Debíamos de parecer dos turistas despistados y se quedaron sorprendidos cuando les pedí ayuda, en griego, sin hacer caso de sus bromas. El mayor de ellos quería cobrar por su ayuda, pero Walter, que había comprendido la situación, fue lo suficientemente convincente como para que nos ofrecieran como por ensalmo dos sillines de motocicleta.
Partimos, agarrados a nuestros «pilotos» respectivos, a tal velocidad y con tal grado de inclinación en las curvas, que no encuentro otra palabra mejor para definir a quienes nos llevaban por las sinuosas carreteras. Llegamos al aeródromo de la isla. Ante nosotros se extendía una gran marisma; detrás, una pista de asfalto, desierta. El más espabilado de nuestros acompañantes me indicó que el aparato que se llevaba el correo todos los días ya había salido, lo habíamos perdido.
—Debe ser el que vimos hace un rato —dije.
—¡Qué perspicacia la tuya! —respondió Walter.
—Siempre está el servicio médico, si es que tenéis tanta prisa —me dijo el más joven del grupo.
—¿Qué servicio?
—Uno que se utiliza cuando alguien cae gravemente enfermo y que tiene su propio cacharro. En el cobertizo de ahí abajo hay un teléfono para llamarlo, pero sólo en casos de urgencia. Cuando mi primo tuvo un ataque de apendicitis, fueron a buscarlo en media hora.
—Creo que me empieza a doler muchísimo la tripa —me dijo Walter, a quien yo acababa de traducir la conversación.
—¿No pretenderás molestar a un médico y desviar su avión para ir a Atenas?
—¡Si muero de una peritonitis, soportarás la responsabilidad de mi muerte durante toda tu vida! ¡Será una pesada carga! —gimió Walter mientras caía de rodillas.
Los chavales se pusieron a reír. Las payasadas de Walter eran irresistibles.
El mayor de ellos me mostró el viejo aparato telefónico adosado a la pared de lo que hacía las veces de torre de control: un cobertizo de madera, con una silla, una mesa y una emisora de radio VHF, que debía de ser del tiempo de la guerra. Se negó a hacer la llamada; si se descubría nuestra superchería se la iba a cargar y prefería evitar la paliza que su padre no dejaría de administrarle. Walter se puso de pie y le tendió algunos billetes para convencer a nuestro nuevo amigo de que una buena zurra tampoco era tan terrible.
—¡Y ahora corrompes a los niños, cada vez mejor!
—Iba a pedirte que compartiésemos los gastos, ¡pero si me confiesas que te estás divirtiendo tanto como yo, me hago cargo de todo!
No tenía ganas de mentir y saqué mí cartera para participar en el coste del soborno. El chaval descolgó el teléfono, giró la manivela y explicó al médico que se requería su ayuda lo más rápido posible. Un turista se retorcía de dolor, lo habían llevado hasta la pista y él no tenía más que venir a buscarlo.
Media hora más tarde oímos el ronroneo de un motor que se acercaba. Y pronto Walter no necesitó simular que le dolía el estómago para tirarse boca abajo: el pequeño Piper Cub nos había sobrevolado en vuelo rasante. El aparato hizo un viraje sobre el ala antes de alinearse con el eje de la pista, sobre la que rebotó tres veces antes de inmovilizarse.
—¡Ahora entiendo mejor el término «cacharro»! —suspiró Walter.
El avión dio media vuelta y se acercó a nosotros. Una vez a nuestra altura, el piloto paró el motor, la hélice continuó girando todavía unos instantes, los pistones tosieron y volvió la calma. Los chavales permanecían expectantes ante la escena que iban a presenciar. Nadie decía ni pío.
El piloto bajó de su avión, se quitó la gorra de cuero y las gafas y nos saludó. La doctora Sophie Schwartz, de setenta años pasados, tenía el porte elegante de una Amelia Earhart y nos preguntó en un inglés casi perfecto, aunque con un ligero acento alemán, quién de nosotros dos estaba enfermo.
—¡Él! —exclamó Walter, y me señaló con el dedo.
—Joven, no tiene pinta de estar sufriendo mucho. ¿Qué le pasa?
Me pilló de improviso y me resultó imposible mantener la mentira de Walter. Confesé toda nuestra situación a la doctora, que me interrumpió mientras encendía un cigarrillo.
—Si he entendido bien —me dijo—, ustedes han desviado mi avión médico porque necesitaban un transporte privado hasta Atenas. ¡Vaya cara dura que tienen!
—Soy yo el que ha tenido la idea —resopló Walter.
—¡Eso no cambia gran cosa respecto a su irresponsabilidad, joven! —le dijo ella mientras aplastaba su colilla en el asfalto.
—Le presento todas mis excusas —respondió Walter con aire avergonzado.
Los chicos que asistían a la escena disfrutaban con el espectáculo sin entender lo que decíamos.
—¿Los busca la policía?
—No —aseguró Walter—, somos dos científicos de la Royal Academy de Londres y nos encontramos en una situación delicada. Es verdad que no estamos enfermos, pero necesitamos su ayuda —suplicó.
De repente, la doctora pareció relajarse.
—¡Inglaterra, Dios sabe cómo amo a ese país! Yo era una ferviente admiradora de Lady Di, ¡qué tragedia!
Vi como Walter se santiguaba y me pregunté hasta dónde llegaría su talento de comediante.
—El problema —prosiguió la doctora—, es que mi avión no tiene más que dos plazas, una de ellas la mía.
—¿Y cómo hace para evacuar a los heridos? —preguntó Walter.
—Yo soy un médico volante, no una ambulancia. Si ustedes están dispuestos a apretarse, creo que por lo menos podremos despegar.
—¿Por qué por lo menos? —preguntó Walter, inquieto.
—Porque pesaremos un poco más que el máximo permitido, pero la pista no es tan corta como parece. Si partimos a pleno gas y con los frenos controlados, probablemente alcanzaremos la velocidad suficiente como para elevarnos.
—¿Y en caso contrario? —pregunté.
—¡Pluf! —respondió la doctora.
En un griego esta vez desprovisto de todo acento, ordenó a los chicos que se alejaran y nos invitó a seguirla. Mientras daba la vuelta a su avión para efectuar un reconocimiento previo, se confió un poco a nosotros.
Su padre era un judío alemán y su madre, italiana. Durante la guerra se habían instalado en una pequeña isla griega. Los aldeanos los habían escondido y después del armisticio nunca quisieron dejar la isla.
—Siempre hemos vivido aquí; yo no he pensado nunca en instalarme en otro sitio. ¿Conocen en el mundo un paraíso más hermoso que estas islas? Papá era piloto y mamá enfermera, ¡así que he acabado siendo médico volante! Ahora les toca a ustedes explicarme de qué están huyendo en realidad… Bueno, aunque después de todo, eso no me afecta, y no parecen malas personas. Y de todas formas, me van a quitar pronto mi licencia, así que tengo que aprovechar cualquier ocasión para volar. Me pagan el carburante y ya está.
—¿Por qué le van a quitar su licencia? —quiso saber Walter.
La doctora continuaba inspeccionando su avión.
—Cada año, los pilotos tienen que someterse a un reconocimiento médico y hacer un test de agudeza visual. Hasta ahora, el que se encargaba era un viejo y muy complaciente amigo oftalmólogo; hacía como si ignorase que me sabía de memoria el cuadro de examen, incluida la última línea cuyas letras han llegado a ser demasiado pequeñas para mí. Pero se ha jubilado y no voy a poder seguir engañando a todo el mundo durante mucho tiempo. ¡No pongan esa cara, todavía puedo hacer volar este viejo Piper hasta con los ojos cerrados! —dijo la doctora, y soltó una gran carcajada.
Prefería no tomar tierra en Atenas. Para aterrizar en un aeropuerto internacional hay que pedir una autorización por radio y pasar un control de policía a la llegada; hubiera tenido que rellenar demasiados formularios. Pero ella conocía un pequeño aeródromo en Porto Eli cuya pista todavía era practicable. Desde allí no tendríamos más que coger un barco-taxi hasta Hydra.
Walter se sentó el primero y yo me acomodé lo mejor que pude sobre sus rodillas. El cinturón no era lo bastante grande para los dos, así que tendríamos que pasar sin él. El motor tosió y la hélice se puso a girar lentamente antes de acelerar con un escupitajo de humo. Sophie Schwartz dio unos golpecitos en la carlinga para hacernos comprender que íbamos a despegar en seguida. El estrépito era tal que ésa era la única manera de comunicarnos. El aparato avanzó lentamente por la pista y dio media vuelta para ponerse cara al viento. El motor se puso en marcha. El avión temblaba tanto que temía que se desintegrase antes del despegue. Nuestra piloto liberó los frenos y las ruedas comenzaron a avanzar por el asfalto. Casi habíamos llegado al final de la pista cuando por fin se levantó el morro y dejamos tierra firme. Desde el asfalto, los chicos agitaban sus manos diciéndonos adiós. Grité a Walter que hiciera lo mismo para darles las gracias, pero él me gritó a su vez que a nuestra llegada probablemente haría falta una llave inglesa para soltarle los dedos del herraje en el que los había metido.
Nunca había visto la isla de Milos como aquella mañana, sobrevolábamos el mar a unos centenares de metros de altitud, el avión no tenía cristales, el viento soplaba entre el fuselaje y yo nunca me había sentido tan libre.
Vackeers necesitó unos instantes para acostumbrarse a la penumbra del sótano; unos años atrás, sus ojos se acomodaban pronto, pero había envejecido. Cuando consideró que veía lo suficientemente claro como para recorrer el laberinto de vigas que sostenían el edificio, avanzó con prudencia por las pasarelas de madera colocadas a unas decenas de centímetros por encima del agua, insensible al frío y a la humedad que surgían del canal subterráneo. Vackeers conocía bien el lugar, ahora se encontraba en la vertical de la gran sala. Cuando se situó bajo los mapas de mármol, introdujo una llave de seguridad en un madero y esperó a que el mecanismo funcionara. Giraron dos planchas y abrieron un camino que ahora permitía llegar a la pared del fondo. Una puerta, hasta entonces invisible en la oscuridad, destacaba en la uniformidad del ladrillo. Vackeers cerró con llave detrás de él y encendió la luz.