—¡Vaya, si reconozco ese colgante!
—¡No lo he dudado ni un momento! —respondió mi madre mientras le ofrecía una caja de bombones.
Walter no comprendía por qué mi madre sonreía al decir eso, y debo decir que a mí también se me escapaba.
Elena estaba cansada, era demasiado tarde para que volviera hasta el pueblo y, como hacía muchas veces, fue a instalarse en la habitación de invitados. Mamá se retiró al mismo tiempo que ella, saludó a Walter y me recomendó que lo acompañara cuando hubiésemos terminado nuestras copas. Temía que se perdiera por el camino de vuelta, pero Walter juró que no era necesario en absoluto. De todas formas, las condiciones climáticas decidieron otra cosa. Siempre me he asombrado de la conjunción de pequeñas cosas que deciden el curso de tu vida. Nadie ve las piezas del puzzle que se unen y que irremediablemente llevan a un cambio.
Walter y yo llevábamos conversando cosa de una hora cuando llegó del mar una tormenta. No había visto otra igual desde hacía mucho tiempo. Walter me ayudó a cerrar puertas y ventanas y reemprendimos tranquilamente el hilo de nuestra conversación mientras la tempestad se desencadenaba fuera.
No era cuestión de que mi amigo volviera con semejante tiempo. Como Elena ocupaba la habitación de invitados, le sugerí el sofá del salón y una manta para la noche. Después de dejarlo instalado me despedí de Walter y me retiré, lo suficientemente fatigado como para conciliar pronto el sueño. Pero la tormenta había redoblado su intensidad, y aun con los ojos cerrados, los rayos eran tan violentos que podía ver cómo iluminaban la habitación.
Walter apareció en calzoncillos en mi habitación, en un estado de efervescencia que yo no le conocía. Me zarandeó y me suplicó que me levantase y lo siguiera. Primero pensé que había visto una serpiente, pero tal cosa nunca se había producido en nuestra casa. Tuve que cogerlo por los hombros para hacerle hablar.
—Ven, por favor, no vas a creer lo que verás.
No tenía otra opción que seguirlo. El salón estaba sumido en la oscuridad y Walter me guió hasta la ventana. Comprendí rápidamente su admiración. Cada vez que un relámpago rompía el cielo, el mar se iluminaba como un gigantesco espejo.
—Has hecho bien en sacarme de la cama. He de confesar que el espectáculo es maravilloso.
—¿Qué espectáculo? —me preguntó Walter.
—Pues éste, justo delante de nosotros, ¿no es para ver esto para lo que me has despertado?
—¿Estabas durmiendo con todo este jaleo? Dicen que Londres es ruidoso, pero Hydra bajo la lluvia no tiene nada que envidiarle. No, no es por eso por lo que te he hecho salir de la cama.
Los rayos crepitaban en el cielo y no encontraba muy prudente quedarnos tan cerca de las ventanas, pero Walter insistía en que me quedase allí sin decir nada. Cogió el colgante que mi madre había abandonado sobre la consola y lo puso ante la ventana, sosteniéndolo con la punta de los dedos.
—Ahora, mira lo que va a pasar —me dijo cada vez más agitado.
Rugió el trueno y, cuando un nuevo relámpago hendió el cielo, la vivida luz del rayo atravesó el colgante. Millones de pequeños puntos luminosos se imprimieron en la pared del salón, de manera tan intensa que hicieron falta algunos segundos para que la imagen se borrase de nuestras retinas.
—¿No es sencillamente asombroso? No conseguía dormir —contó Walter—, me acerqué a la ventana y no sé por qué empecé a manosear el collar. Y mientras lo estudiaba de cerca, se produjo el fenómeno del que acabas de ser testigo.
Quise examinar a mi vez el colgante a la luz de una lámpara que acababa de encender, pero a simple vista no era visible ningún agujero.
—¿Según tú, de qué se trata?
—No tengo ni idea —respondí a Walter.
Ignoraba que, en ese preciso instante, mi madre, que había bajado de su habitación para descubrir la causa de tal alboroto en su salón, volvía a subir de puntillas después de habernos visto a Walter y a mí, en calzoncillos, delante de la ventana que da al mar, pasándonos uno a otro el collar de Keira a la luz de los relámpagos.
Al día siguiente, durante la cena, mamá preguntó a Walter qué pensaba de las sectas, y antes siquiera de que alguno de los dos pudiera responder, se levantó de la mesa y se fue a limpiar la cocina.
Sentado en la terraza que domina la bahía de Hydra, contaba a Walter algunos recuerdos de infancia vinculados con la casa. Aquella noche el cielo estaba transparente y la cúpula celeste límpida.
—No quiero decir tonterías —dijo Walter mirando hacia arriba—, pero eso que veo se parece mucho a…
—Casiopea —dije, interrumpiéndolo—; y justo a su lado está la galaxia de Andrómeda. La Vía Láctea, en la que se encuentra nuestro planeta, es atraída por Andrómeda de forma irremediable. Desgraciadamente, es probable que choquen dentro de algunos millones de años.
—Mientras llega tu fin del mundo, iba a decirte…
—Y un poco más a la derecha, está Perseo, y después, por supuesto, la estrella Polar, y espero que te fijes en la magnífica nebulosa…
—¿Quieres dejarme acabar de una vez? Si consiguiese decir dos palabras sin que me recitases tu abecedario de las estrellas, podría hacerte notar que todo esto me hace pensar mucho en lo que vimos anoche en la pared, durante la tormenta.
Nos miramos los dos, ambos estupefactos. Lo que acababa de decir Walter parecía algo fantástico, absurdo, y sin embargo su constatación era bastante turbadora. Si se pensaba bien, la cantidad fenomenal de puntos que la intensa luz del rayo había proyectado a través del colgante se parecía mucho a las estrellas que brillaban sobre nuestras cabezas.
Pero ¿cómo reproducir el fenómeno? Había acercado el colgante a una bombilla, pero no pasaba nada.
—La intensidad de una simple lámpara es insuficiente —afirmó Walter, que de repente se había convertido en más científico que yo.
—¿Y dónde quieres encontrar una fuente de luz tan potente como la de un relámpago?
—¡A lo mejor el faro del puerto! —exclamó Walter.
—¡Su haz es demasiado amplio! No podríamos dirigirlo hacia una pared.
No tenía ganas de acostarme, así que acompañé a Walter a su hotel; un paseo a lomos de burro me sentaría bien y además quería proseguir la conversación.
—Procedamos con método —le dije a Walter, cuya montura trotaba algunos metros detrás de mí—. ¿Cuáles son las fuentes de luz lo bastante potentes para sernos útiles y dónde encontrarlas?
—¿Quién de nosotros dos es Sancho Panza y quién Don Quijote? —me preguntó mientras ponía su burro a la altura del mío.
—¿Encuentras esto divertido?
—¿Te acuerdas del rayo verde que se elevaba en el cielo de Greenwich? Me lo enseñaste tú, y era más bien potente, ¿no?
—¡Un láser! ¡Eso es exactamente lo que nos hace falta!
—Pues pregunta a tu madre si no tiene un láser en el sótano, nunca se sabe.
No me gustó el sarcasmo de mi amigo y arreé un poco a mi burro, que aceleró el paso.
—¡Y además, susceptible! —gritó Walter mientras me alejaba de él. Lo esperé en la curva siguiente.
—Hay un láser en el departamento de espectroscopia de la Academia —dijo un jadeante Walter cuando me alcanzó—. Pero es un modelo muy viejo.
—Me temo que probablemente se trata de un láser de rubíes, y su haz rojo no nos vendría bien. Nos haría falta un aparato más potente.
—Y además, de todas maneras, está en Londres y ni siquiera para resolver el misterio de tu colgante renunciaría a mis vacaciones en esta isla. Sigamos pensando. ¿Quién utiliza láser hoy por hoy?
—Los investigadores en física molecular y los médicos, especialmente los oftalmólogos.
—¿No tienes ningún amigo oftalmólogo en Atenas?
—No, que yo sepa.
Walter se rascó la frente y dijo que haría algunas llamadas desde su hotel. Conocía al responsable de la unidad de Física de la Academia, y quizá pudiera echarnos una mano. Quedamos en eso.
Al día siguiente por la mañana, Walter me llamó para pedirme que me reuniera con él lo más rápido posible en el puerto. Lo encontré en la terraza de un café, en plena conversación con Elena; no me prestó ninguna atención cuando me senté a su mesa.
Mientras mi tía continuaba contándole una anécdota sobre mi infancia, Walter me tendió con disimulo un trozo de papel. Desplegué la hoja y leí:
I
NSTITUTE
OF
E
LECTRONIC
S
TRUCTURE
AND
L
ÁSERF
OUNDATION
FOR
R
ESEARCH
AND
T
ECHNOLOGY
-H
ELLAS
,GR-
711 10 H
ERAKLION
, G
REECE
.C
ONTACTO
D
RA
. M
AGDALENA
K
ARI
.
—¿Cómo lo has hecho?
—Es lo mínimo para un Sherlock Holmes, ¿no? No pongas esa cara de inocente, tu tía me lo ha chivado todo. Me he tomado la libertad de contactar con esta Magdalena a la que hemos sido recomendados por uno de mis colegas de la Academia —anunció triunfalmente Walter—. Nos espera esta tarde o mañana y me ha asegurado que hará todo lo posible para ayudarnos. Su inglés es perfecto, lo que nos va muy bien.
Heraklion se encuentra a doscientos treinta kilómetros en línea recta. A no ser que se quiera navegar diez horas, la manera más sencilla para llegar allí era volver a Atenas y, desde allí, coger un pequeño avión que nos dejaría en Creta. Si salíamos en ese momento, podríamos llegar a media tarde.
Walter se despidió de Elena. Yo tenía el tiempo justo para subir a casa, avisar a mi madre de que me ausentaba durante veinticuatro horas y preparar una bolsa antes de embarcarme en el transbordador.
Mamá no me preguntó nada, se contentó con desearme buen viaje con un tono un poco afectado. Me llamó cuando ya estaba en el umbral de la puerta y me dio una cesta que contenía algo para comer durante la travesía.
—Tu tía me ha avisado de tu marcha, toma, para que veas que tu madre sirve todavía para algo. ¡Hala, vete ya de una vez!
Walter me esperaba en la dársena. El transbordador dejó el puerto de Hydra y puso proa hacia Atenas. Después de un cuarto de hora de mar, decidí salir de la cabina para ir a tomar el aire. Walter me miró, divertido.
—No me digas que te mareas.
—¡Pues no te lo digo! —respondí al tiempo que abandonaba mi sillón.
—Entonces no tendrás inconveniente en que me termine los bocadillos de tu madre, son deliciosos, ¡sería un sacrilegio dejarlos!
En el Pireo, un taxi nos llevó al aeropuerto. Esta vez fue Walter el que no se encontraba muy bien mientras nuestro chófer zigzagueaba por la autopista.
Afortunadamente para nosotros, todavía había plazas a bordo del pequeño avión que cubría la ruta de Creta. A las seis de la tarde aterrizamos en la pista de Heraklion. Walter se maravilló en cuanto puso el pie en la isla.
—¿Pero cómo se puede ser griego y exiliarse en Inglaterra? ¿Te gusta la lluvia hasta ese punto?
—Te recuerdo que estos últimos años he estado sobre todo en tierras chilenas, yo soy un hombre de todos los países, cada nación tiene sus atractivos.
—¡Sí, sobre todo cuando hay por lo menos treinta y cinco grados de diferencia entre aquí y allí!
—Quizá no tanto, pero es verdad que el clima…
—Yo estaba hablando de la tasa de alcohol entre nuestra cerveza inglesa y ese ouzo que tu tía me ha hecho degustar en seguida —dijo Walter interrumpiéndome.
Paró un taxi, me dejó pasar el primero y dio la dirección al chófer. Ni por un segundo imaginé hasta dónde me llevaría ese viaje.
La doctora Magdalena Kari nos recibió desde detrás de la verja del instituto donde un vigilante nos había pedido que esperásemos.
—Perdonadnos, estas medidas de seguridad son muy poco amistosas —dijo Magdalena mientras hacía una seña al guardia para que nos dejase entrar—. Estamos obligados a tomar todas las medidas necesarias, el material que tenemos aquí está clasificado como sensible.
Magdalena nos guió a través del parque que rodeaba el imponente edificio de hormigón. Una vez dentro tuvimos que someternos a nuevas medidas de seguridad. Cambiamos nuestros carnés de identidad por dos cartulinas en las que ponía «visitante» en grandes caracteres; Magdalena firmó en un libro de registro y nos llevó a su despacho. Fui el primero en tomar la palabra y no sé qué instinto me impulsó a no contarlo todo, a minimizar el objetivo de nuestro desplazamiento y el porqué del experimento que deseábamos llevar a cabo. Magdalena escuchó con atención el relato, a veces deshilvanado, que le iba haciendo. Walter estaba perdido en sus pensamientos. Quizá fuera a causa del parecido entre nuestra anfitriona y la señorita Jenkins, cosa que a mí también me sorprendió.
—Tenemos varios láser —dijo ella—, pero por desgracia me es imposible poner uno a su disposición sin una previa autorización, y eso nos llevará tiempo.
—Hemos hecho un largo viaje y tenemos que volver mañana —suplicó Walter al salir de sus ensoñaciones.
—Iré a ver qué puedo hacer, pero no puedo prometerles nada —se excusó Magdalena, rogándonos que la esperáramos unos instantes.
Nos dejó solos en su despacho no sin antes advertirnos de que no saliéramos bajo ningún pretexto. Teníamos prohibido circular por el recinto sin estar acompañados.
La espera duró sus buenos quince minutos. Magdalena volvió acompañada por el profesor Dimitri Mikalas, que se presentó a nosotros como el director del centro de investigación. Se instaló en el sillón de Magdalena y nos preguntó cortésmente qué esperábamos de él. Esta vez fue Walter quien tomó la palabra. Nunca lo había visto tan poco locuaz. ¿Tenía la misma sensación que yo un poco antes? Se contentó con explicar que veníamos recomendados por varios colegas de la Academia, cada uno de ellos con una titulación impresionante, pero de los que yo no había oído hablar en su mayoría.
—Mantenemos excelentes relaciones con la Academia de Ciencias británica y sentiría mucho no responder favorablemente a la petición de dos de sus eminentes miembros. Sobre todo cuando vienen tan recomendados. Tengo que hacer algunos controles rutinarios y en cuanto sus identidades estén confirmadas, les daré acceso a uno de nuestros láseres para que puedan realizar su experimento. Precisamente, tenemos uno en mantenimiento que hasta mañana no tiene que estar operativo, así que puede estar a su disposición toda la noche. Magdalena se quedará con ustedes para garantizar su buen funcionamiento.