El primer día (27 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
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—Creo que hemos hecho bien volviendo a Londres —dije a Walter mientras me guardaba su cámara en el bolsillo.

—Bueno, espera a tomar tu desayuno mañana por la mañana en la terraza lluviosa de un
pub
y veremos si sigues pensando lo mismo.

—Siempre serás bienvenido en Hydra.

—¿Quieres dejarme dormir de una vez? ¿O crees que no te veo disfrutar cada vez que me despiertas?

Londres

Dejé a Walter en un taxi y, en cuanto llegué a mi casa, me abalancé sobre mi ordenador. Después de haber cargado las fotos, las miré atentamente y me decidí a molestar a un viejo amigo, que vivía a miles de kilómetros de allí. Le envié un correo electrónico, al que adjunté las fotos tomadas por Walter, preguntándole qué evocaban para él. Recibí en seguida la respuesta; Erwan se alegraba de saber de mí. Me prometió estudiar las imágenes que acababa de enviarle y responderme lo antes posible. Un radiotelescopio de Atacama se había estropeado y tenían trabajo para días.

Tuve noticias suyas tres días después, a mitad de la noche. No por correo esta vez, sino por teléfono, y Erwan tenía una voz que no le conocía.

—¿Cómo has conseguido ese prodigio? —exclamó sin siquiera saludarme.

Como no sabía qué responderle, Erwan me dijo algo que aún me sorprendió más.

—¡Si sueñas con el Nobel, tienes todas las papeletas este año! ¡No tengo la menor idea de cómo te las has arreglado para hacer una modelización así, pero es un prodigio! Si me has enviado esas imágenes para dejarme de piedra, ¡bravo, lo has conseguido!

—¿Qué has visto, Erwan? ¡Dímelo!

—Sabes perfectamente lo que he visto, no busques elogios, ya es lo bastante imponente. Y ahora ¿vas a decirme cómo has conseguido esa jugada maestra o quieres seguir haciéndome rabiar? ¿Me autorizas a compartir esas imágenes con mis amigos de aquí?

—¡No, por favor, no! —supliqué a Erwan.

—Vale, lo comprendo —suspiró—, ya estoy recompensado porque me hayas dejado ver esa maravilla antes de hacer tu comunicado oficial. ¿Cuándo publicarás la noticia? Estoy seguro de que con eso en las manos te has ganado el pasaporte para reunirte con nosotros, aunque supongo que tendrás problemas para elegir; todos los equipos astronómicos querrán tenerte entre ellos.

—¡Erwan, te lo suplico, dime lo que has visto!

—¿No te cansas de repetir lo mismo, eh? Quieres oírmelo decir…, te comprendo, chico, yo también estaría excitado en tu lugar. Pero, lo uno por lo otro, primero me explicas cómo lo has hecho.

—¿Cómo he hecho qué?

—No te burles de mí diciendo que te ha salido de chiripa.

—Erwan, por favor, habla tú primero.

—Me he pasado tres días para adivinar adónde querías llevarme. Claro está que reconocí en seguida las constelaciones del Cisne, de Pegaso y de Cefeo, aunque las magnitudes no correspondieran, los ángulos fueran falsos y las distancias absurdas. Si creías que me ibas a liar tan fácilmente, te equivocaste. Me pregunté a qué juego estabas jugando, por qué habías acercado todas esas estrellas y según qué ecuaciones. Pensé en lo que te había llevado a colocarlas así y eso es lo que me puso la mosca detrás de la oreja. Hice un poco de trampa, lo confieso; me serví de nuestros ordenadores y les castigué con dos días de intensos cálculos, pero cuando apareció el resultado, no me lamenté para nada de haber movilizado todos los recursos. Había acertado, aunque, por supuesto, no podía adivinar lo que se encontraba en el centro de esas increíbles imágenes.

—¿Y qué viste, Erwan?

—La nebulosa del Pelícano.

—¿Y por qué eso te excita tanto?

—¡Porque está tal como se la podía ver desde la Tierra hace cuatrocientos millones de años!

El corazón se me salía del pecho, noté que mis piernas flaqueaban. Nada de todo eso tenía sentido. Lo que Erwan acababa de decirme era sencillamente absurdo. Que un objeto, por misterioso que fuera, consiguiera proyectar un fragmento de cielo ya era difícil de comprender; que ese cielo fuera como el que se podía ver desde la Tierra hace casi medio millón de años era imposible sin más.

—Adrián, te lo ruego, ¿cómo has hecho para obtener una modelización tan perfecta?

No pude responder a mi amigo Erwan.

—Ya sé que he sido tu alumno durante varias semanas y probablemente tendría que acordarme de todo lo que me has enseñado, pero desde nuestro fracaso en Londres, las semanas han sido tan agitadas que no me siento en absoluto culpable por algunos olvidos.

—Una nebulosa es una cuna de estrellas, una nube difusa compuesta de gas y polvo, situada en el espacio entre dos galaxias —respondí lacónicamente a Walter—, allí es donde nacen.

Tenía la mente en otra parte, mis pensamientos se situaban a miles de kilómetros de Londres, en el este de África, donde estaba la persona que había olvidado en mi casa aquel extraño colgante. La cuestión que me atormentaba era saber si se trataba verdaderamente de un olvido. Cuando se lo pregunté a Walter, meneó la cabeza y me trató de pardillo.

Dos días después, cuando iba hacia la Academia, tuve un singular encuentro. Había ido a tomar un café a uno de esos nuevos establecimientos que habían invadido la ciudad durante mi estancia en Chile. Sea cual sea el barrio o la calle, la decoración es siempre idéntica, la bollería la misma, y hay que disponer de un diploma en lenguas extravagantes para pedir algo, dada la variedad de cafés y tés y sus extraños apelativos.

Un hombre se me acercó mientras esperaba en el mostrador mi «Skinny Cap with wings» (tradúzcase un capuchino para llevar). Pagó mi consumición y me preguntó si aceptaba dedicarle unos instantes; quería hablar conmigo de un tema que, según él, merecería toda mi atención. Me llevó hacia la sala y nos instalamos en dos sillones de falso cuero y mala factura, pero bastante confortables. El hombre me miró durante un tiempo antes de tomar la palabra.

—Trabaja usted en la Academia de Ciencias, ¿no?

—Sí, es verdad, ¿pero con quién tengo el honor…?

—Lo veo a menudo aquí por la mañana. Londres es una gran capital, pero cada barrio es un pueblo, lo que preserva el encanto de tan gran ciudad.

No recordaba haberme cruzado nunca con mi interlocutor, pero soy de natural distraído y no veía razón alguna para poner en duda su palabra.

—Le mentiría si le dijera que nuestro encuentro ha sido fortuito —prosiguió—. Quería abordarlo desde hacía tiempo.

—Dado que ya es un hecho consumado, ¿qué puedo hacer por usted?

—¿Cree usted en el destino, Adrián?

El hecho de que un desconocido te llame por tu nombre suele suscitar cierta inquietud, como así ocurrió.

—Llámeme Ivory, ya que me he permitido llamarle Adrián. Quizá haya abusado del privilegio que concede la edad.

—¿Qué quiere usted?

—Tenemos dos puntos en común… Soy científico, como usted. Usted tiene la ventaja de ser joven y tener por delante largos años para vivir su pasión. Yo no soy más que un viejo profesor que relee libros polvorientos para pasar el tiempo.

—¿Qué enseñaba usted?

—Astrofísica, lo que es bastante cercano a su disciplina, ¿no?

Asentí con la cabeza.

—Su trabajo en Chile debía de ser apasionante, lamento que haya tenido que volver. Imagino cómo debe echar de menos el trabajo en Atacama.

Encontraba que aquel hombre sabía demasiado sobre mí, y su aparente serenidad no contribuía a calmar mi inquietud.

—No sea suspicaz. Si lo conozco un poco es porque, en cierta forma, estaba allí cuando usted presentó su trabajo ante los miembros de la Fundación Walsh.

—¿En cierta manera?

—Digamos que, si bien no era miembro del jurado, sí formaba parte del comité de selección. Leí atentamente su informe. Si por mí hubiera sido, habría ganado el premio. En mi opinión, su trabajo era el que más merecía ser patrocinado.

Le agradecí el cumplido y le pregunté en qué podía serle útil.

—Verá, no es usted el que puede serme útil, Adrián, sino todo lo contrario. Aquella joven con la que abandonó la velada, la que ganó el premio…

Esa vez me sentí francamente incómodo y perdí un poco de mi calma.

—¿Conoce usted a Keira?

—Sí, por supuesto —respondió mi extraño interlocutor mientras acercaba los labios a su taza de café—. ¿Por qué no están ya en contacto?

—Creo que eso es de índole privada —repliqué sin ocultar por más tiempo que su conversación no me resultaba agradable.

—No quería ser indiscreto y le ruego que acepte mis excusas si mi pregunta le ha ofendido de la manera que sea —repuso mi interlocutor.

—Me había dicho que teníamos dos puntos en común, ¿cuál es el segundo?

El hombre sacó de su bolsillo una fotografía que deslizó sobre la mesa. Era una vieja Polaroid, cuyos colores virados probaban que no databa de ayer.

—Estaría dispuesto a apostar que esto no le resulta extraño del todo —dijo el hombre.

Miré con detalle la foto, en la que figuraba un objeto de forma casi rectangular.

—¿Sabe lo que es más intrigante de todo este tema? Que somos incapaces de datarlo. Los métodos más sofisticados enmudecen, es imposible dar una edad a este objeto. Hace treinta años que me planteo la cuestión y me obsesiona la idea de dejar este mundo sin conocer la respuesta. Es idiota, pero incluso me inquieta. Puedo razonar una y otra vez y decirme que, cuando esté muerto, ya nada tendrá importancia, pero no hay nada que hacer, pienso en ello mañana, tarde y noche.

—¿Y qué le hace pensar que yo podría ayudarle?

—No me escucha, Adrián, ya le he dicho que soy yo quien iba a ayudarle y no al contrario. Es importante que se concentre en lo que le voy a decir. Tarde o temprano, este enigma acabará por ocupar todos sus pensamientos. Cuando se decida a interesarse verdaderamente por él, se abrirán ante usted las puertas de un increíble viaje, un periplo que lo llevará más lejos de lo que nunca haya sospechado. Me doy cuenta que en estos momentos le parezco a usted un viejo loco, pero su opinión cambiará. Son escasos los que están lo suficientemente locos como para llevar a cabo sus sueños, la sociedad les suele hacer pagar su originalidad. La sociedad es timorata y envidiosa, Adrián, ¿pero es ése un motivo suficiente para renunciar? ¿No es una verdadera razón de ser el zarandear los tópicos, el destrozar las certidumbres? ¿No es ésa la quintaesencia del espíritu científico?

—¿Ha asumido usted riesgos que la sociedad le ha hecho pagar, señor Ivory?

—Por favor, no me llame señor. Déjeme compartir con usted una información que estoy seguro de que le apasionará. El objeto que aparece en la fotografía posee otra propiedad, tan original como la primera y que, por otra parte, es la más divertida. Cuando se lo somete a una potente fuente de luz, proyecta una extraña serie de puntos. ¿Eso le recuerda algo?

Sin duda, la expresión de mi rostro dejaba traslucir mi emoción. El hombre me miró sonriente.

—¿Ve como no le mentía? Soy yo el que le soy útil.

—¿Dónde lo ha encontrado?

—Es una historia demasiado larga. Lo importante es que usted sepa que existe. Eso le servirá más adelante.

—¿De qué manera?

—Evitándole que pierda un tiempo precioso preguntándose si eso que posee es un simple accidente de la naturaleza. También le protegerá de la ceguera que suele aquejar al hombre cuando tiene miedo a ver la realidad de frente. Einstein decía que creía que había dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana, pero que respecto a la segunda no tenía ninguna duda.

—¿Qué supo del ejemplar que poseía? —pregunté.

—No lo poseía, me contenté con estudiarlo y no sé gran cosa, desgraciadamente. Y, sobre todo, no quiero decírselo. No por desconfianza hacia usted, si no, ¿por qué estaría aquí? Pero el azar no basta. En el mejor caso no sirve más que para despertar la curiosidad del espíritu científico. Sólo el ingenio, el método y el descaro llevan al descubrimiento; no quiero orientar sus futuras investigaciones. Prefiero dejarle libre de cualquier prejuicio.

—¿Qué investigaciones? —pregunté al hombre, cuyas suposiciones comenzaban a exasperarme seriamente.

—¿Me deja que le haga una última pregunta, Adrián? ¿Qué futuro le espera en esa prestigiosa Academia de Ciencias? ¿Una cátedra? ¿Una clase de brillantes alumnos, cada uno convencido de la superioridad de su inteligencia? ¿Una fogosa relación con la chica más guapa del anfiteatro? Yo he vivido todo eso y no me acuerdo de ningún rostro. Pero hablo y hablo y no le dejo responder a mi pregunta. ¿Qué hay de su futuro?

—Enseñar no será más que una etapa en mi vida, tarde o temprano volveré a Atacama.

Recuerdo que dije eso como un crío a la vez orgulloso de saberse la lección de pe a pa y furioso por tener que enfrentarse a su propia ignorancia.

—Cometí un estúpido error en mi vida, Adrián. Nunca lo reconocí y, por eso, la mera idea de colaborar con usted me hace ya un bien enorme. Creí que podría hacerlo todo solo. ¡Qué pretensión y qué pérdida de tiempo!

—Eso no es asunto mío. ¿Quién es usted?

—Soy el reflejo del hombre en el que usted corre el peligro de convertirse. Y si pudiera ahorrarle eso, tendría la sensación de haberle sido útil y me acordaría de su rostro. Usted es el que yo era hace muchos años. ¿Sabe?, es extraño contemplarse en el espejo del tiempo que ha pasado. Antes de dejarlo, quisiera darle otra información, quizá aún más interesante que la fotografía que le he mostrado. Keira trabaja en unas excavaciones a ciento veinte kilómetros al nordeste del lago Turkana. ¿Sabe por qué le digo esto? Porque, cuando tome la decisión de ir a Etiopía para reunirse con ella, le ahorrará un tiempo precioso. El tiempo es precioso, Adrián, terriblemente precioso. Estoy encantado de haberlo conocido.

Me sorprendió su apretón de manos, franco y afectuoso, casi tierno. Se dio la vuelta en el umbral de la puerta y dio unos pasos en mi dirección.

—Le tengo que pedir un pequeño favor —me dijo—, cuando vea a Keira, no le diga nada de nuestra entrevista, le perjudicaría a usted. Keira es una mujer a la que quiero mucho, pero su carácter no siempre es fácil. Si yo tuviera cuarenta años menos, ya estaría en el avión sentado en su lugar.

La conversación me había dejado más que confuso. Me quedé frustrado por no haber sabido plantear las preguntas pertinentes, y eran tantas que tendría que haberlas apuntado.

Walter pasó por delante de la vidriera del café, me hizo una seña, empujó la puerta del establecimiento y vino a reunirse conmigo.

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