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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

El primer día (9 page)

BOOK: El primer día
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—Si te lo pide el cuerpo, yo no tengo ningún inconveniente, pero ése no es el objeto de nuestra visita.

—¡Pues qué pena!

—¿Qué es lo que ves, Walter?

—¡Arena!

—Levanta la mirada y dime qué es lo que ves.

—El mar, ¿qué otra cosa quieres que vea si estoy en la orilla?

—Y en el horizonte, ¿qué ves?

—Absolutamente nada, ¡es noche cerrada!

—¿No ves la luz del faro del puerto de Kristiansand?

—¿Es que hay alguna isla por aquí cerca? No me sonaba…

—Kristiansand está en Noruega, Walter.

—Eso es ridículo, Adrián, tengo muy buena vista, ¡pero de ahí a alcanzar a ver la costa noruega me parece demasiado! ¡Espero que no esperes también que te diga de qué color es el pompón de la boina del guarda del faro!

—Kristiansand sólo está a setecientos treinta kilómetros. Estamos en plena noche y la luz viaja a una velocidad de 299.792 kilómetros por segundo, así que la luz del faro sólo tardaría dos milésimas y media de segundo en llegar hasta nosotros.

—¡Menos mal que no te has olvidado de la media, podría haber perdido el hilo del razonamiento!

—Sin embargo, no puedes ver la luz del faro de Kristiansand, ¿verdad?

—¿Y tú sí? —preguntó Walter inquieto.

—No, nadie puede verla. Y, sin embargo, ahí está, justo delante de nosotros, escondida tras la curvatura de la Tierra, como detrás de una colina invisible.

—Adrián, ¿estás intentando decirme que hemos hecho un viaje en coche de trescientos kilómetros para venir a comprobar con nuestros propios ojos que no se puede ver el faro de Kristiansand, en Noruega, desde la costa este de nuestra muy querida Inglaterra? Si ése es el caso, te prometo que habría creído en tu palabra si te hubieras tomado la molestia de sugerírmelo en la biblioteca hace un rato.

—Has sido tú quien me ha preguntado por qué era tan importante comprender que el universo es curvo, y la respuesta la tienes delante, Walter. Si sobre este mar flotaran de mil en mil una miríada de objetos reflectantes, los veríamos todos iluminados por la luz que emana del faro de Kristiansand, aunque sin llegar a ver nunca el propio faro; sin embargo, con muchísima paciencia y muchísimos cálculos, podríamos llegar a averiguar su existencia y acabaríamos por encontrar su posición exacta.

Walter me miró como si me hubiera dado un repentino ataque de locura. Se quedó con la boca abierta y después se dejó caer de espaldas sobre la arena para escrutar la bóveda estrellada.

—¡Bien! —acabó por soltar después de un largo episodio contemplativo—. Si lo he entendido bien, las estrellas que vemos por encima de nosotros están en nuestro lado de la colina. Y la que tú estás buscando se encuentra evidentemente en la otra vertiente.

—Nada nos hace suponer que sólo haya una única colina, Walter.

—¿Estás sugiriendo que, no contento con ser curvo, tu universo tendría forma de acordeón?

—O de océano recorrido por olas altísimas.

Walter se puso las manos detrás de la nuca y se quedó callado unos instantes.

—¿Cuántas estrellas hay por encima de nuestras cabezas? —preguntó con la voz de un niño maravillado.

—Con un cielo como éste se pueden ver las cinco mil más cercanas a nosotros.

—¿Tantas hay? —preguntó Walter soñador.

—Hay muchísimas más pero nuestros ojos no son capaces de ver más allá de mil años luz de aquí.

—¡Nunca hubiera creído que tenía tan buena vista! ¡La amiguita de tu guardián del faro de Noruega debería andarse con cuidado de no pasear en paños menores por delante de la ventana!

—No es tu agudeza visual lo que aquí se está juzgando, Walter. Una nebulosa de polvo cósmico nos oculta la mayor parte de los cientos de millones de estrellas que hay en nuestra galaxia.

—¿Hay cientos de millones de estrellas encima de nosotros?

—Si realmente quieres sentir vértigo, puedo decirte que en el universo hay varios cientos de millones de galaxias. Nuestra Vía Láctea no es más que una entre todas ellas y cada una contiene a su vez centenares de millones de estrellas.

—Es imposible de imaginar.

—Entonces, imagínate que si contáramos todos los granos de arena de nuestro planeta, apenas nos acercaríamos al número probable de estrellas que hay en el universo.

Walter se incorporó, cogió un puñado de arena entre sus manos y dejó que los granos se le escurrieran por entre los dedos. En medio de un silencio que sólo la marea perturbaba, contemplamos el cielo, como dos chiquillos deslumbrados por toda aquella inmensidad.

—¿Crees que hay vida allá arriba, en alguna parte? —preguntó Walter con tono grave.

—¿Cien millones de galaxias que contienen cada una cien millones de estrellas y casi tantos sistemas solares? La probabilidad de que estemos solos es casi nula. Sin embargo, no creo en los pequeños hombrecillos verdes. Estoy seguro de que la vida existe, pero ¿bajo qué forma? Las posibilidades van desde una simple bacteria a seres tal vez aún más avanzados en su proceso evolutivo que nosotros los humanos. ¿Quién sabe?

—Te envidio, Adrián.

—¿Que me envidias? ¿A qué viene eso? A ver si ahora va a resultar que de pronto este cielo estrellado te hace soñar con mi meseta chilena, con la que tanto te he calentado la cabeza.

—No, lo que envidio son tus sueños. Mi vida no está hecha más que de cifras, de pequeñas cuentas, de presupuestos recortados por aquí y por allá, pero tú…, tú manejas números que pulverizarían mi calculadora de despacho, y todos esos números infinitos continúan alentando tus sueños de niño. Por eso te envidio. Me alegra que hayamos venido aquí. Poco importa que nos llevemos o no ese premio, esta noche yo ya he ganado… Oye, ¿y si buscáramos un lugar agradable para pasar el fin de semana y me das allí el próximo curso de astronomía?

Nos quedamos así, con los brazos cruzados por detrás de la cabeza, tendidos sobre la arena de aquella playa de Sheringham, hasta el amanecer.

París

Keira y Jeanne hicieron las paces con un almuerzo que se alargó durante buena parte de la tarde, y Jeanne aceptó contarle a su hermana cómo había sido su separación de Jérôme.

Había ocurrido durante una cena en casa de unos amigos. Al descubrir que su compañero estaba muy ocupado prodigando atenciones a su vecina de mesa, Jeanne había abierto los ojos. Pero no fue hasta el camino de vuelta a casa cuando pronunció esa breve frase que sin embargo dice tanto: «Tenemos que hablar.»

Jérôme negó rotundamente que sintiera ningún interés por aquella mujer cuyo nombre ya había olvidado. Sin embargo, ahí no estaba el problema: Jeanne querría haber sido la mujer a quien Jérôme hubiera intentado seducir aquella noche, pero él no le había dirigido ni una sola mirada en toda la cena. Discutieron durante toda la noche y pusieron fin a su relación al amanecer. Un mes más tarde, Jeanne se enteró de que Jérôme se había ido a vivir a la casa de la que había sido su vecina de mesa. Desde entonces no dejaba de preguntarse si uno adivina su destino o si, al contrario, algunas veces más bien lo provoca.

Entonces le preguntó a Keira sobre sus intenciones con respecto a Max, y su hermana le respondió que no tenía ninguna.

Después de haber pasado tres años en Etiopía, la idea de dejarse llevar por la vida sin calcular nada y sin controlarse no le desagradaba nada. La joven arqueóloga se había dejado seducir por la libertad y no se sentía dispuesta a cambiar.

A lo largo de la comida, su teléfono se había puesto a vibrar un montón de veces. A lo mejor era precisamente Max quien intentaba hablar con ella. Ante la insistencia de las llamadas, Keira acabó por descolgar.

—Espero no molestarla.

—No, claro que no —respondió Keira a Ivory.

—Al mandarnos el colgante de vuelta, el laboratorio alemán se ha equivocado de dirección. Tranquilícese, el paquete no se ha extraviado, pero les ha sido devuelto. Volverán a remitírnoslo sin tardanza. Estoy avergonzado, pero me temo que no recuperará su preciado objeto antes del lunes. Espero que no me guarde rencor.

—Claro que no, usted no tiene la culpa de nada, soy yo quien lamento todo el tiempo que le he hecho perder.

—No lo lamente, me he distraído mucho, incluso aunque nuestras investigaciones no nos hayan llevado a nada. Debería recibir el paquete el lunes a última hora de la mañana. Venga a buscarlo a mi oficina y la llevaré a comer para compensarla.

En cuanto colgaron el teléfono, Ivory volvió a doblar el informe de los análisis que el laboratorio de las afueras de Los Ángeles le había enviado por correo electrónico una hora antes y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

Sentado en la parte de atrás de un taxi que lo conducía a la explanada de la torre Eiffel, el viejo profesor se miró las manchas oscuras de las manos y suspiró.

—¿Cómo puede ser que a tu edad todavía te queden ganas de meterte en este tipo de asuntos? Tal vez ni siquiera tengas tiempo de conocer la última palabra. No sé si todo esto es realmente útil…

—¿Decía algo, señor? —preguntó el chófer mirando a su pasajero por el retrovisor.

—No, nada, lo siento, estaba hablando solo.

—Oh, no hace falta que se disculpe, me pasa muy a menudo. Hace algún tiempo los taxistas charlábamos con los pasajeros, pero hoy la clientela prefiere que la dejen en paz. Así que nos ponemos la radio, nos hace compañía.

—Puede encenderla si lo desea —concluyó Ivory al tiempo que le dirigía una sonrisa al taxista.

La cola que se extendía al pie de los ascensores contaba apenas con una veintena de visitantes.

Ivory entró en el restaurante de la primera planta. Echó un vistazo a la sala, indicó a la encargada que la persona con la que había quedado ya estaba allí y se dirigió a la mesa donde le esperaba un hombre vestido de traje azul marino.

—¿Por qué no ha hecho que envíen los resultados directamente a Chicago?

—Para no alertar a los norteamericanos.

—Entonces, ¿por qué alertarnos a nosotros?

—Porque hace treinta años los franceses supieron ser más moderados y, además, lo conozco a usted desde hace mucho tiempo, París, sé que es un hombre discreto.

—Lo escucho —continuó el hombre del traje azul con tono poco afable.

—Puesto que la datación con carbono 14 no había servido de nada, mandé que se realizara un análisis por simulación óptica; le ahorraré los detalles, son terriblemente técnicos y no comprendería usted gran cosa, pero los resultados son bastante sorprendentes.

—¿Qué es lo que ha conseguido?

—Precisamente, nada.

—¿No ha obtenido ningún resultado y aun así concierta esta cita? ¿Es que ha perdido la cabeza?

—Prefiero el contacto directo al teléfono, y le recomiendo que escuche lo que tengo que decirle. El hecho de que el objeto no reaccione ante este método de datación es el primer misterio; el hecho de que eso nos permita suponer que como mínimo tiene cuatrocientos mil años es un misterio todavía mayor.

—¿Podría compararse con ese otro que ya conocemos?

—Su forma no es del todo idéntica, y no puedo asegurarle nada en lo que respecta a su composición, ya que no hemos logrado determinar la del objeto que ahora tengo en mi posesión.

—Pero usted cree que ambos pertenecen a la misma familia.

—Dos es una cifra un tanto insuficiente como para hablar de familia, pero podrían ser parientes.

—Hace años todos dimos por supuesto que el objeto que había llegado a nuestras manos era único en su género.

—Yo no, nunca estuve de acuerdo. Fue por eso por lo que todos ustedes me dejaron fuera del asunto. ¿Entiende ahora por qué quería que nos viéramos?

—¿No existen otros procedimientos de análisis que nos permitan averiguar un poco más?

—Una datación con uranio, pero ya es demasiado tarde para realizarla.

—Ivory, ¿sinceramente cree usted que esos dos objetos están relacionados de alguna manera, o tal vez lo que pasa es que está persiguiendo una quimera personal? Todos sabemos lo importante que era este descubrimiento para usted y que la supresión del presupuesto que le había sido concedido tuvo mucho que ver con su decisión de abandonarnos.

—Hace ya mucho tiempo que dejé atrás ese tipo de jueguecitos. Además, usted todavía está muy lejos de ser alguien con autoridad suficiente como para lanzar esas acusaciones en mi contra.

—Si he comprendido bien lo que me dice, la única similitud entre los dos objetos sería la ausencia total de reacción a tus pruebas a las que han sido sometidos.

Ivory apartó su silla, dispuesto a levantarse de la mesa.

—Ahora es trabajo suyo establecer la conexión como mejor le parezca. Yo ya he cumplido con mi deber. En cuanto tuve conocimiento de la existencia de un posible segundo ejemplar, me lancé a una auténtica carrera de malabarismos para hacerme con él, después hice los exámenes que juzgué pertinentes y le he comunicado el resultado. A partir de ahora, en usted recae la decisión de determinar cuál va a ser el siguiente paso; tal como acaba de recordarme usted mismo, yo hace ya tiempo que me jubilé.

—Vuelva a sentarse, Ivory. Esta conversación todavía no ha acabado. ¿Cuándo podremos recuperar el objeto?

—La cuestión es que no lo van a recuperar. El lunes se lo devolveré a su propietaria.

—Creía que había sido un hombre quien se lo había confiado.

—Yo nunca le he dicho que fuera un hombre. De todas formas, eso poco importa.

—Dudo que mi oficina vea esto con buenos ojos. ¿Se da usted cuenta del valor de ese objeto si al final acaban demostrándose sus sospechas? Dejar que circule libremente por ahí es una verdadera locura.

—Definitivamente, la psicología sigue sin ser el fuerte de su organización. Por el momento, su propietaria no sospecha nada, y no hay ninguna razón para que eso cambie. Lleva siempre la piedra colgada al cuello, es difícil encontrar un sitio donde el objeto pase más desapercibido y esté más a salvo. No nos interesa llamar la atención de nadie y sobre todo quiero evitar una nueva batalla entre las respectivas oficinas para ver si alguien (Ginebra, Madrid, Fráncfort, usted mismo o vaya a saber quién más) intenta echarle el guante a este segundo ejemplar. Mientras esperamos a averiguar si realmente se trata de un segundo ejemplar, porque todavía es muy pronto para decirlo, este objeto va a volver inmediatamente a las manos de su joven propietaria.

—¿Y si lo perdiera?

—¿Realmente cree usted que estaría más seguro con nosotros?

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