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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

El primer día (13 page)

BOOK: El primer día
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—Es un tipo muy extraño, ¿verdad? Se ha obsesionado con mi colgante y tengo que confesar que ha conseguido despertar mi curiosidad. Hemos intentado datarlo, pero no hemos obtenido ningún resultado. Aun así, él sigue convencido de que esta piedra es antiquísima, y no hay nada que demuestre si está equivocado o bien tiene razón.

—¿Y su instinto?

—A pesar de todo el respeto que le tengo, eso no es suficiente.

—Es verdad que tu colgante es bastante particular. Tengo un amigo gemólogo, ¿quieres que le pida que le eche un vistazo?

—No es una piedra, pero tampoco un trozo de madera fosilizado.

—Entonces, ¿qué es?

—No tenemos ni idea.

—¿Me dejas verlo? —le pidió Jeanne, repentinamente excitada.

Keira se quitó el collar y se lo entregó a su hermana.

—¿Y si fuera un fragmento de meteorito?

—¿Alguna vez has oído hablar de un meteorito tan suave como la piel de un bebé?

—No puedo decir que sea una experta en la materia, pero imagino que estamos muy lejos de haber descubierto todo lo que nos llega del espacio.

—Es una hipótesis —respondió Keira, que recobraba sus reflejos de arqueóloga—. Recuerdo haber leído en alguna parte que caen cerca de cincuenta mil sobre la Tierra cada año.

—Pregúntale a un especialista.

—¿Qué tipo de especialista?

—Al carnicero de la esquina, burra, ¿tú qué crees? Pues a alguien que se dedique a eso, a un astrónomo o a un astrofísico, yo qué sé.

—Claro, querida Jeanne, ahora mismo cojo mi agenda y miro en la página de «amigos astrónomos». ¡Me pregunto a cuál de ellos voy a llamar primero!

Decidida a no discutir, Jeanne hizo oídos sordos a la provocación de su hermana. Se dirigió hasta la pequeña mesa que tenía a la entrada de su apartamento y se sentó frente al ordenador.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Keira.

—¡Estoy trabajando para ti! Empiezo esta misma noche y tú mañana no te moverás de aquí. Te quedarás enganchada a esta pantalla y, para cuando vuelva, quiero encontrar una lista de todas las organizaciones que financian investigaciones arqueológicas, paleontológicas y geológicas, incluyendo aquellas que trabajan por el desarrollo sostenible en África. ¡Y es una orden!

Zúrich

En la última planta del edificio del Crédito Suizo sólo quedaba una única oficina ocupada. Un hombre elegantemente vestido estaba terminando de leer los correos electrónicos recibidos durante su ausencia. Había llegado de Milán aquella misma mañana y su jornada casi no le había dado respiro. Reuniones y lecturas de informes se habían encadenado unos tras otros. Consultó su reloj; si no tardaba mucho, todavía podría volver a casa y aprovechar las últimas horas de la noche. Hizo girar su sillón, apretó una tecla del teléfono y esperó a que su chófer respondiera a la llamada.

—Prepare el coche, estaré abajo en cinco minutos.

Se apretó el nudo de la corbata y puso un poco de orden en su mesa de trabajo cuando de pronto se percató de que en la pantalla había un icono de color que indicaba que se había dejado un mensaje por abrir. Lo leyó y lo borró al instante. Se sacó una pequeña libreta negra del bolsillo interior de la chaqueta, hojeó sus páginas, se ajustó las gafas para leer el número que estaba buscando y descolgó el teléfono.

—Acabo de leer su mensaje. ¿Quién más está al corriente?

—París, Nueva York y usted, señor.

—¿Cuándo tuvo lugar el reencuentro?

—Anteayer.

—Reúnase conmigo dentro de media hora en la explanada de la Escuela Politécnica.

—Me va a resultar difícil, estoy a punto de entrar en la ópera.

—¿Qué es lo que representan esta noche?

—Puccini,
Madame Butterfly
.

—Pues la señora Butterfly va a tener que esperar. Hasta ahora.

El hombre volvió a llamar a su chófer para anular la orden que acababa de darle y le dio el resto de la noche libre. Al final tenía más trabajo de lo que creía y se quedaría hasta tarde en la oficina. Que no se preocupara de irle a buscar al día siguiente a su domicilio, ya que seguramente dormiría en la ciudad. Nada más colgar se acercó hasta la ventana y apartó las lamas de las persianas para mirar abajo a la calle. Cuando vio su coche salir del aparcamiento y atravesar Paradeplatz, abandonó su puesto de observación, cogió su abrigo del perchero, abandonó su despacho y cerró la puerta con llave.

A aquella hora tan tardía, sólo un ascensor permitía abandonar el edificio. En el vestíbulo, el guarda lo saludó y activó el mecanismo que desbloqueaba la puerta giratoria central.

Una vez en la calle, el hombre se abrió camino entre la multitud siempre densa que invadía la plaza principal de Zúrich. Se dirigió hacia la Bahnhofstrasse y se subió al primer tranvía que pasó. Instalado en la parte de atrás del vagón, en la estación siguiente le cedió su lugar a una mujer anciana que no encontraba asiento.

Los pantógrafos que se deslizaban a lo largo de la catenaria rechinaron cuando el tranvía abandonó la gran avenida comercial y se desvió para atravesar el puente que pasaba sobre el río.

Una vez en la orilla opuesta, el hombre bajó del tranvía y empezó a andar en dirección a la estación del funicular.

El Polybahn,
[7]
con su color rojo refulgente, es una máquina muy rara: surge como por arte de magia de un pequeño túnel en la fachada de un pequeño edificio, trepa a lo largo de una empinada cuesta y atraviesa la frondosidad de los castaños de indias para resurgir en lo alto de la colina. El hombre no se entretuvo en disfrutar de las vistas que ofrece la terraza de la Escuela Politécnica, desde donde se domina toda la ciudad. Atravesó el gran enlosado con un paso siempre igual, rodeó la cúpula del Instituto de las Ciencias y bajó las escaleras que conducían a las columnatas. Su cita ya lo estaba esperando.

—Lamento muchísimo haber comprometido su noche, pero esto no podía esperar hasta mañana.

—Lo comprendo, señor —respondió su interlocutor.

—Paseemos un rato. Me irá bien tomar el aire, me he pasado todo el día encerrado en la oficina. ¿Por qué han avisado a París antes que a nosotros?

—Ivory ha contactado con él directamente.

—¿Realmente han tenido un encuentro?

El hombre asintió con un gesto de la cabeza y precisó que la cita había tenido lugar en el primer piso de la torre Eiffel.

—¿Tiene alguna foto?

—¿De la comida? —preguntó el hombre, sorprendido.

—Claro que no, del objeto.

—Ivory no nos ha enviado ninguna, y la pieza en cuestión ya había salido del laboratorio de Los Ángeles antes de que nosotros pudiéramos intervenir.

—¿E Ivory cree que ese objeto es del mismo tipo que el que tenemos en nuestro poder?

—Siempre ha estado convencido de que existían varios pero, como usted ya sabe, señor, él es el único que lo cree.

—O el único que ha tenido el valor de decirlo en voz alta. Ivory puede ser un viejo loco, pero es especialmente inteligente y muy astuto. Es tan posible que esté persiguiendo una antigua corazonada como que nos esté haciendo una trastada para reírse de nosotros.

—¿Qué interés podría tener en hacer eso?

—Una venganza que lleva esperando desde hace mucho tiempo…, tiene un carácter horrible.

—¿Y en la hipótesis contraria?

—En ese caso, estamos obligados a tomar ciertas medidas. Debemos recuperar ese objeto a cualquier precio.

—Según París, Ivory se lo ha devuelto a su propietaria.

—¿Sabemos quién es esa mujer?

—Todavía no, él no ha querido revelarnos nada.

—Está más chalado de lo que yo imaginaba, pero eso me convence todavía más de que va en serio. Ya verá como dentro de unos días se las ingeniará para que descubramos su identidad, todos al mismo tiempo.

—¿Por qué piensa eso?

—Porque, actuando de esa forma, nos obliga a despertar de nuevo el grupo, y a reunimos. Ya le he hecho perder bastante tiempo, ahora vuelva a su ópera, ya me ocuparé yo de decidir qué es lo que hacemos con este asunto tan molesto.

—El segundo acto no empieza hasta dentro de media hora. Dígame, ¿cómo tiene pensado proceder?

—Esta misma noche saldré en coche hacia París y me encontraré con él a primera hora de la mañana para convencerlo de que ponga fin a todo este tejemaneje.

—¿Va cruzar la frontera en mitad de la noche? Su viaje corre el riesgo de no pasar desapercibido.

—Ivory va un paso por delante de nosotros. No voy a dejar que sea él quien lleve la batuta. Tengo que hacerlo entrar en razón.

—¿Está en condiciones de conducir durante siete horas?

—No, probablemente no —respondió el hombre al tiempo que se pasaba la mano por el rostro cansado.

—Mi coche está aparcado a dos manzanas de aquí, déjeme que lo acompañe, conduciremos por turnos.

—Se lo agradezco, es muy generoso por su parte, pero un pasaporte diplomático ya corre el riesgo de despertar la atención en la frontera, así que imagínese dos, sería jugar con fuego inútilmente. En cambio, si usted aceptara confiarme las llaves de su vehículo, me permitiría ganar un tiempo precioso. Le he dado a mi chófer la noche libre.

El cupé deportivo de su colega no estaba en efecto demasiado lejos. Jorg Gerlstein se sentó frente al volante, echó atrás el asiento para adaptar su posición a la longitud de sus piernas y accionó el contacto.

Apoyado sobre la portezuela, su interlocutor lo invitó a abrir la guantera.

—Si el cansancio se le hace demasiado pesado, ahí encontrará algunos CD. Son de mi hija, que tiene dieciséis años, y le prometo que la música que escucha resucitaría hasta a un muerto.

A las nueve y diez, el cupé se adentró en la Universitätstrasse y se dirigió hacia el norte.

La autopista estaba despejada. Jörg Gerlstein debería haberse colocado en el carril de la izquierda para coger la salida que llevaba en dirección a Mulhouse; sin embargo, prefirió continuar su ruta hacia el norte. Pasando por Alemania el viaje sería más largo, pero Gerlstein podría entrar en Francia sin tener que presentar los papeles. París no sabría nada de su visita.

A medianoche llegó a las afueras de Karlsruhe, una media hora más tarde, cogió la salida de Baden-Baden. Si sus cálculos eran exactos, llegaría a Thionville a las dos y media de la mañana y entraría en la isla de la Cité hacia las seis.

Los faros alumbraban la carretera de curvas y el motor ronroneaba de lo lindo, respondiendo a la más mínima exigencia del acelerador. A la una y cuarenta minutos, el coche dio un ligero bandazo a la derecha. Gerlstein retomó rápidamente el control del vehículo y abrió la ventanilla del todo. El aire fresco que le golpeó en la cara consiguió borrar aquella fatiga que le pesaba hasta la nuca. Se inclinó para abrir la guantera y buscó a tientas los discos compactos de la hija de su colega, aquellos que debían mantenerlo despierto hasta que llegara a su destino. No llegó a tener ocasión de escuchar ni el primer fragmento. El neumático delantero derecho mordió el arcén de la calzada antes de hundirse en un hoyo, las ruedas traseras del deportivo patinaron y el vehículo dio un trompo. Un instante después, chocó contra una roca y acabó su carrera aplastado contra un pino centenario. La brutal deceleración de setenta y cinco a cero kilómetros por hora en menos de un segundo propulsó hacia delante el cerebro de Gerlstein, que golpeó su cráneo bajo el efecto de una fuerza de tres toneladas. En el interior de su tórax, su corazón sufrió la misma suerte; venas y arterias se desgarraron al instante.

La alerta la dio un camionero que había alumbrado con sus faros el chasis del vehículo. Eran las cinco de la mañana. La gendarmería nacional encontró el cadáver de Gerlstein bañado en un charco de sangre. El capitán al cargo ni siquiera tuvo necesidad de esperar la opinión de un médico forense para dictaminar la muerte del conductor, cuya palidez y frialdad no daban lugar a la duda.

A las diez de la mañana, un comunicado de la Agencia France-Presse anunciaba el fallecimiento de un diplomático helvético, administrador del Crédito Nacional Suizo, víctima de un accidente de circulación en plena noche en una carretera del este de Francia. Los análisis no habían encontrado ningún rastro de alcohol en la sangre y las causas de la tragedia eran probablemente imputables al cansancio al volante. La noticia fue brevemente retomada por las webs de información continua. Ivory se enteró hacia mediodía, delante de la pantalla de su ordenador, justo cuando se preparaba para ir a almorzar. Loco de rabia, renunció a su comida, metió el contenido de sus cajones en su maletín y salió de su despacho cuidándose de no dejar la puerta abierta. Se marchó del museo y se dirigió hacia una de las escasas cabinas telefónicas que todavía se encuentran en la orilla derecha del Sena.

Desde allí, llamó inmediatamente a Keira y le preguntó si era posible que se vieran en un rato.

—Tiene una voz rara, Ivory.

—Acabo de perder a un amigo muy querido.

—Lo lamento muchísimo, pero ¿qué relación tiene eso conmigo?

—Ninguna, puede estar tranquila. Voy a irme de vacaciones, la muerte de este amigo me ha recordado lo frágil que es la vida. Ya estoy un poco cansado de pudrirme en el museo estos últimos tiempos, al final voy a acabar por formar parte de su colección. Ha llegado el momento de que haga ese viaje con el que llevo soñando tantos años.

—¿Y adónde se va?

—Precisamente de eso quería hablarle. ¿Y si discutimos de todo esto frente a una buena taza de chocolate caliente? Angelina, rué de Rivoli, ¿cuándo cree que podría reunirse conmigo?

Keira estaba de camino hacia el hotel Meurice, donde había quedado con Max para tomar un almuerzo tardío. Miró el reloj y le aseguró al profesor que se encontraría con él en un cuarto de hora

Jeanne disfrutaba de un momento de descanso que había decidido dedicar a trabajar en una idea que le preocupaba desde que el día anterior se había tomado un café con Ivory. De niña, Keira siempre le decía: «Algún día seré una buscadora de tesoros.» Al contrario que ella, su hermana pequeña siempre había sabido lo que quería hacer en la vida. Por mucho que Jeanne detestara la distancia que les imponía el trabajo de Keira, haría todo lo que estuviera en su mano para ayudarla a volver a Etiopía.

Ivory estaba sentado en una mesa al fondo de la sala. Le hizo una señal con la mano a Keira para que se uniera a él.

—Me he tomado la libertad de pedir dos pasteles de castañas. Aquí son excelentes. Espero que le gusten las castañas.

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