Arranqué antes de que Keira tuviera tiempo de decir cualquier cosa.
—¿Tenías la intención de decirme que te gustan mis tetas?
— ¡Absolutamente!
Los cincuenta kilómetros siguientes los recorrimos en un silencio total.
—¿Y si un día tuviera que quitarme una, o las dos?
—Bueno, fantasearía con tu ombligo, ¡no he dicho que sólo me gusten tus tetas!
Los cincuenta kilómetros siguientes proseguimos en el mismo silencio.
—¿Puedes hacerme una lista de lo que te gusta de mí? —dijo Keira.
—Sí, pero no ahora.
—¿Cuándo?
—Cuando llegue el momento.
—¿Y cuándo llegará el momento?
—¡Cuando haga la lista de lo que me gusta de ti!
La noche empezaba a caer y notaba que la fatiga se apoderaba de mí. El navegador indicaba que quedaban algo más de ciento cincuenta kilómetros para llegar a Xi'an. Me pesaban los párpados y apenas conseguía mantener los ojos abiertos. Keira no estaba en mejor forma; con la cabeza sobre el vidrio, estaba sumida en un profundo sueño. En una curva, el coche dio un bandazo. Bastaba un instante de despiste para arriesgar la vida y apreciaba lo suficiente la de mi pasajera para no correr ningún riesgo. Sea lo que fuera lo que habíamos ido a buscar, bien podía esperar una noche más. Aparqué a la vera de un pequeño camino que cruzaba nuestra carretera, apagué el motor y me dormí en seguida.
El Jaguar azul atravesó el puente de Westminster, rodeó la plaza del Parlamento, pasó por delante del edificio del Tesoro Público y giró hacia Saint James Park. El chófer se detuvo junto a un sendero, su pasajero descendió y anduvo hacia el parque.
Sir Ashton se instaló en un banco junto a un lago en el que bebía un pelícano. Un joven fue hacia él y se sentó a su lado.
—¿Qué noticias hay? —preguntó sir Ashton.
—Han pasado su primera noche en Pekín y se encuentran ahora a ciento cincuenta kilómetros de Xi'an, adonde parecen dirigirse. Cuando he dejado la oficina para venir a reunirme con usted, debían de dormir, el coche no ha dicho nada desde hace más de dos horas.
—Son las 17 horas aquí, las 22 para ellos, es probable. ¿Se ha enterado de lo que piensan hacer?
—Por ahora no sabemos nada. Han hablado un par de veces de una pirámide blanca.
—Eso explica por qué están en esa provincia, pero dudo que la descubran.
—¿De qué se trata?
—De una fantasía inventada por un piloto americano. Nuestros satélites nunca han detectado la pirámide en cuestión. ¿Tiene algo más que decirme?
—Los chinos han perdido dos emisores.
—¿Cómo que han perdido?
—Han dejado de funcionar.
—¿Cree que los han descubierto?
—Es una posibilidad, señor, pero nuestro contacto sobre el terreno opina que se trata de una avería material. Espero tener otras informaciones mañana.
—¿Vuelve ahora a su oficina?
—En efecto, señor.
—Envíe un mensaje a Pekín de mi parte. Dele las gracias y dígale que el silencio sigue siendo fundamental. Él comprenderá. Por último, active los protocolos de una salida inminente para China; si creo que resulta necesaria, prefiero que estemos preparados.
—¿Tengo que anular sus compromisos de la semana?
—¡No, en absoluto!
El joven saludó a sir Ashton y se alejó por el sendero.
Sir Ashton llamó a su mayordomo y le pidió que preparase una maleta que contuviera los efectos necesarios para un viaje de dos o tres días.
Golpearon la ventanilla y me sobresalté al descubrir en medio de la noche el rostro de un anciano con un petate al hombro y que me sonreía. Bajé el cristal. El hombre puso la mejilla sobre sus dos manos juntas y me hizo comprender que quería que lo dejara subir a bordo de nuestro coche. Hacía frío, el vagabundo tiritaba y pensé en aquel etíope que me había recogido un día. Abrí la portezuela y empujé nuestras bolsas al suelo. El hombre me dio las gracias y se instaló en el asiento de atrás. Abrió su petate y me propuso que compartiéramos unas galletas que constituían su cena. Cogí una, porque verdaderamente parecía alegrarle. No podíamos intercambiar palabra, pero bastaba con nuestras miradas. Me ofreció otra para Keira. Dormía profundamente y la puse en el salpicadero ante ella. El hombre parecía feliz. Después de haber compartido la frugal pitanza, se echó y cerró los ojos. Yo hice lo mismo.
La palidez del día me despertó el primero. Keira se estiró y le hice una señal para que no hiciera ruido y para indicarle que teníamos un invitado que descansaba en el asiento trasero.
—¿Quién es? —susurró.
—No tengo la menor idea. Un mendigo, probablemente, iba solo por el camino y la noche era glacial.
—Has hecho bien en ofrecerle el cuarto de invitados, ¿dónde estamos?
—En medio de ninguna parte, y a ciento cincuenta kilómetros de Xi'an.
—Tengo hambre —me dijo Keira.
Le mostré la galleta. La cogió, la husmeó, dudó un instante y se la tragó de un bocado.
—Sigo teniendo hambre —dijo—, tengo ganas de una ducha y de un verdadero desayuno.
—Todavía es pronto, pero encontraremos un sitio por la carretera donde comer algo.
El hombre se despertó. Puso algo de orden es sus ropas y saludó a Keira juntando las manos. Ella lo saludó de la misma manera.
—Idiota, es un monje budista —me dijo—, debe de estar haciendo una peregrinación.
Keira se esforzó en comunicarse con nuestro pasajero e intercambiaron multitud de signos. Keira se volvió hacia mí, satisfecha, aunque yo no sabía de qué.
—Arranca, vamos a llevarlo.
—¿Me vas a decir que te ha dado la dirección a la que va y que lo has entendido en seguida?
—Sube por ese camino y ten confianza en mí.
El 4 x 4 daba bandazos en todos los sentidos mientras subíamos hasta la cima de una colina. La campiña era hermosa y Keira parecía estar acechando algo. En la cima del cerro, el camino se bifurcaba y volvía a bajar hacia un paisaje de pinos y alerces. A la salida del bosque, la ruta desaparecía. El hombre sentado detrás de mí me hizo una seña para que parase y apagase el motor. Ahora teníamos que andar. Al final de una senda descubrimos un arroyo y el hombre nos hizo seguir su curso hasta que lo atravesamos por un vado, un centenar de metros después. Subimos la ladera de una nueva colina y, repentinamente, apareció ante nosotros el tejado de un monasterio.
Seis monjes vinieron a nuestro encuentro. Se inclinaron ante nuestro guía y nos rogaron que los siguiéramos.
Nos llevaron a una gran sala de paredes blancas desprovista de todo mobiliario. Sólo algunas alfombras recubrían el suelo de tierra. Nos trajeron té, arroz y
mantous
(panecillos de harina de trigo).
Tras habernos traído esos manjares, los monjes se habían retirado y Keira y yo nos quedamos solos.
—¿Puedes decirme qué hacemos aquí? —pregunté.
—¿Querías un desayuno, no?
—Pensaba en un restaurante, no en un monasterio —murmuré.
Nuestro guía entró en la sala, había abandonado sus andrajos y llevaba ahora una larga toga roja ceñida por un echarpe de seda ricamente bordado. Los seis monjes que nos habían recibido lo seguían y se sentaron con las piernas cruzadas tras él.
—Gracias por haberme acompañado —nos dijo, inclinándose.
—No nos había dicho que hablaba un francés tan perfecto —respondió Keira, asombrada.
—No recuerdo haber dicho nada anoche, ni tampoco esta mañana. He dado la vuelta al mundo y he estudiado su lengua —dijo a Keira—. ¿Qué les trae por aquí? —preguntó el hombre.
—Somos turistas, visitamos la región —respondí.
—¿De verdad? Lo cierto es que la provincia de Shanxi rebosa de maravillas por descubrir. Hay más de mil templos en la región. La estación es favorable para el turismo, los inviernos son especialmente duros. La nieve es bella, pero lo hace todo más difícil. Bienvenidos sean. Tienen a su disposición una sala de agua donde podrán asearse. Mis discípulos les han instalado unas esteras en la sala contigua, reposen y disfruten de la jornada. Les serviremos una comida al mediodía; yo me reuniré con ustedes más tarde. Debo dejarlos, tengo que dar cuenta de mi viaje y meditar.
El hombre se retiró. Los seis monjes se levantaron y salieron con él.
—¿Crees que es su jefe? —pregunté a Keira.
—No me parece que ésa sea la palabra adecuada, la jerarquía es más espiritual que formal entre los budistas.
—En la carretera, parecía un simple mendigo.
—Estar desprovisto de todo es lo propio de estos monjes, no poseer otra cosa que el pensamiento.
Tras habernos refrescado, nos fuimos a dar una vuelta por los alrededores. Al pie de un sauce nos dejamos ganar por la dulzura que reinaba en aquel lugar, fuera del tiempo, lejos de la civilización.
Pasó el día. Cuando llegó la noche y mostraba a Keira las estrellas que aparecían en el cielo, nuestro monje se unió a nosotros y vino a sentarse a nuestro lado.
—Así que le apasiona la astronomía —me dijo.
—¿Cómo lo sabe?
—Simple cuestión de observación. Durante el crepúsculo, los hombres tienden a mirar cómo el sol se pone tras la línea del horizonte, usted consultaba el cielo. Es una disciplina que a mí también me apasiona. Es difícil encaminarse hacia la sabiduría sin pensar en la grandeza del universo y preguntarse sobre el infinito.
—Yo no soy lo que se pueda llamar un sabio, pero me planteo esas preguntas desde mi infancia.
—De niño no se es más que sabiduría —dijo el monje—. Incluso de adultos, es la voz del niño la que nos guía, me alegra que la siga oyendo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Keira.
—En un lugar retirado, un lugar privado y que los protegerá.
—No estábamos en peligro —respondió Keira.
—No he dicho eso —replicó el monje—, pero en caso contrario, aquí estarían seguros, siempre que respetaran nuestras reglas.
—¿Cuáles son?
—Tenemos pocas, se lo aseguro: entre otras, levantarse antes del amanecer, trabajar la tierra para merecer el alimento que nos ofrece, no atentar contra ninguna forma de vida, humana o animal, aunque estoy seguro de que no tenían intenciones semejantes. Ah, se me olvidaba, no mentir.
El monje se volvió hacia Keira.
—Así que su compañero es astrónomo, ¿y cómo ocupa su vida usted?
—Soy arqueóloga.
—Una arqueóloga y un astrónomo, qué feliz encuentro.
Miré a Keira, que parecía totalmente absorta en las palabras del monje.
—Y este viaje turístico que efectúan, ¿les ha servido para descubrir algo nuevo?
—No somos turistas —confesó Keira.
Le lancé una mirada desaprobadora.
—¡Hemos quedado en que nada de mentiras aquí! —dijo antes de proseguir—. Somos más bien…
—¿Exploradores? —preguntó el monje.
—En cierta forma, sí.
—¿Y qué buscan?
—Una pirámide blanca.
El monje estalló de risa.
—¿Qué tiene de gracioso? —preguntó Keira.
—¿Y han encontrado su pirámide blanca? —quiso saber el monje, con los ojos chispeantes por el buen humor que lo había embargado.
—No, tenemos que ir hasta Xi'an, creemos que está más adelante en nuestra ruta.
El monje reía cada vez más.
—¿Pero qué he dicho que sea tan divertido?
—Dudo que encuentren esa pirámide en Xi'an, pero no están equivocados del todo, por lo menos se encuentra en su ruta —añadió el monje, más risueño todavía.
—Creo que se ríe de nosotros —me dijo Keira, que empezaba a exasperarse con la situación.
—Por nada del mundo, se lo prometo —le dijo el monje.
—¿Por qué se ríe entonces cada vez que abro la boca?
—Por favor, no digan a mis discípulos que me he divertido tanto en su compañía. Respecto a lo demás, les juro que mañana les explicaré todo. Ahora tengo que retirarme para meditar. Me reuniré con ustedes al alba. No se retrasen.
El monje se levantó, nos saludó y podíamos adivinar al ver cómo se alejaba que seguía riendo por el camino que llevaba al monasterio.
Dormimos profundamente. Keira me despertó de un sueño.
—Ven —me dijo—, ya es hora, estoy oyendo a los monjes en el patio, en seguida amanecerá.
A la entrada de la habitación que nos servía de dormitorio nos habían puesto un refrigerio. Un discípulo nos guió hacia la sala de agua y nos indicó con unos gestos que teníamos que lavarnos las manos y la cara antes de tocar el alimento que nos habían ofrecido. Una vez acabado el aseo, nos invitó a sentarnos y a degustar tranquilamente los alimentos.
Dejamos el recinto del santuario y fuimos por el campo hasta el sauce en el que habíamos quedado. El monje ya nos estaba esperando.
—Espero que hayan pasado una buena noche.
—He dormido como un bebé —respondió Keira.
—¿Así que están buscando una pirámide blanca? ¿Qué saben de ella?
—Según mis informaciones —dijo Keira—, su cúspide estaría a más de trescientos metros, lo que haría de ella la mayor pirámide del mundo.
—Es incluso mucho más alta que eso —dijo el monje.
—Entonces, ¿existe de verdad? —preguntó Keira.
El monje sonrió.
—Sí, de una cierta manera, existe.
—¿Dónde está?
—Como dijo usted ayer, está delante de nosotros.
—Perdone, pero no soy muy buena para las adivinanzas, si me diese una pequeña pista más, se lo agradecería infinitamente.
—¿Qué ven en el horizonte? —preguntó el monje.
—Montañas.
—Es la cordillera de las montañas de Qinling. ¿Saben cómo se llama la montaña más importante, la que tenemos enfrente?
—No lo sé —respondió Keira.
—Hua-Shan; ¿es hermosa, no? Es una de nuestras cinco montañas sagradas. Su historia está llena de enseñanzas. Hace algo más de dos mil años se construyó un templo taoísta en la ladera oeste. El templo fue ocupado por sabios que creían que el dios de los mundos escondidos habitaba en la cima. Kou Quianzhi, un monje del siglo V, fundó la orden celeste del Norte, y juró que había hecho un importante descubrimiento, una revelación, decía. El monte Hua tiene cinco picos, el este, el oeste, el norte, el sur y el pico del centro, pero ¿cómo describirían su forma general?
—Puntiaguda —respondió Keira.
—Los invito a que abran los ojos, miren bien Hua-Shan y reflexionen.
—Es triangular —dije al monje.
—En efecto, lo es. Y llegado el mes de diciembre, la cima más alta se cubre de un magnífico manto de nieve. Antaño, las nieves eran perpetuas, pero en nuestros días se funden al final de la primavera para no reaparecer más que en invierno. Lamento que no puedan quedarse más tiempo para descubrir el monte Hua en esa estación, el paisaje que nos ofrece es de una belleza incomparable. Y ahora una última pregunta, ¿de qué color es la nieve?