—Blanca… —murmuró Keira, que empezaba a comprender lo que el monje estaba haciéndonos descubrir.
—Su pirámide blanca está ante nosotros, por eso me reí tanto ayer cuando los escuchaba.
—¡Es preciso que vayamos allí! —dijo Keira.
—Esa montaña es especialmente peligrosa —prosiguió el monje—. Existe un camino tallado en la roca a lo largo de cada ladera, es el camino sagrado. Conduce a la cima más alta, no solamente del monte Hua, sino también de las cinco montañas sagradas de China, se le llama el Pilar de las Nubes.
—¿Ha dicho pilar? —preguntó Keira.
—Sí, así es como se llamaba esa cumbre en la antigüedad. ¿Están seguros de querer ir allí? Entrar en el camino sagrado es peligroso.
Me bastaba con mirar a Keira para comprender que, fueran cuales fueran los riesgos, escalaríamos hasta la cima del monte Hua. Estaba más resuelta que nunca. El monje describió con mil detalles lo que nos esperaba. Quince kilómetros de escaleras talladas en la montaña conducían a una primera cresta; desde allí, pasarelas pegadas a la pared rocosa permitían franquear precipicios y rodear diferentes laderas. El camino sagrado permitía a los más temerarios, a los más decididos, a los que lo seguían animados por una fe inquebrantable, alcanzar el templo de Dios construido a dos mil seiscientos metros de altitud, en la cima del pico norte.
—El menor paso en falso, el menor despiste, es fatal. Tengan cuidado con el hielo, que incluso en esta estación suele recubrir los peldaños de piedra más altos. Tengan cuidado con no resbalar, porque hay pocos sitios a los que poder agarrarse. Si uno de ustedes cayera, que el otro no intente salvarle, porque se precipitarían los dos en el abismo.
Aunque nos había prevenido, el monje no intentó desanimarnos. Nos aconsejó que nos cambiáramos de ropa. Podíamos dejar nuestro equipaje allí. El coche podía quedarse donde estaba, en la linde del bosque. A media mañana nos instalamos en una carreta tirada por un burro. El discípulo que llevaba las riendas nos llevó hasta la carretera. Paró a una camioneta que pasaba por allí, habló con el chófer, y éste nos dejó subir detrás. Una hora más tarde, la camioneta paró a media altura de la ladera de la montaña. El conductor nos señaló un sendero en medio de un bosque de pinos.
Nos aventuramos a través del bosque. Keira vio a lo lejos los peldaños de los que nos había hablado el monje. Las tres horas que siguieron fueron mucho más agotadoras de lo que hubiera pensado. Cuanto más subíamos, más altos me parecían los peldaños, y no era sólo una impresión, la pendiente se empinaba. Ya no era una escalera lo que subíamos, sino una escala de piedra que subía casi verticalmente. Mirar hacia abajo hubiera sido una locura; la única manera de avanzar era fijarse en la cima.
La primera parte de la ascensión nos llevó a los Escalones del Paraíso. A lo largo de una cresta habían adquirido un nivel casi horizontal y comprendí por qué los habían bautizado así: si alguien resbalaba allí, iba directamente al paraíso.
La ascensión prosiguió un poco más adelante.
—No tendría que haberlo hecho —dijo Keira, pegada a la pared.
—¿No tendrías que haber hecho qué?
—Arrastrarte aquí, hubiera tenido que hacerle caso al monje, ya nos había advertido de que esto era peligroso.
—Que yo sepa, tampoco le he hecho caso yo, y además no es momento de discutir, acuérdate de lo que nos dijo, la menor distracción puede ser fatal, así que concéntrate.
Estábamos llegando a la plana de Canglong. En ese lugar algunos pinos salpicaban la montaña, pero desaparecieron en cuanto franqueamos el paso de Jinsud.
—¿Tienes al menos una idea de lo que estamos buscando? —pregunté a Keira.
—Ni la más mínima, pero sé que lo sabré cuando llegue el momento.
Nuestros músculos estaban doloridos, ya no me sentía las piernas; casi nos habíamos despeñado tres veces y las tres habíamos recuperado el equilibrio por los pelos. El sol alcanzaba su cénit, y al final del paso se nos ofrecían dos caminos. Uno llevaba hacia el pico oeste y el otro hacia el norte. Unos clavos incrustados en la pared permitían proseguir la ascensión. Como nos había dicho el monje, sólo teníamos nuestras manos para agarrarnos.
—El paisaje es grandioso, pero no mires hacia abajo —suplicó Keira.
—No pensaba hacerlo.
A esas alturas de la escalada sentía el peligro más cercano que nunca. El viento se había levantado y nos forzaba a acurrucamos para no caer al vacío. ¿Cuánto tiempo tendríamos que permanecer así? No lo sabía, pero si el tiempo empeoraba no tendríamos ninguna oportunidad en cuanto cayera la noche.
—¿Quieres desandar el camino? —me preguntó Keira.
—No, ahora no, y además te conozco y volverías a empezar mañana y no pienso volver a hacer por nada del mundo el trayecto que acabamos de recorrer.
—Entonces esperemos que todo esto se calme.
Keira y yo estábamos abrazados. Una grieta en la roca nos ofrecía un abrigo precario. El viento soplaba a ráfagas; a lo lejos podíamos ver cómo se curvaban las copas de los pinos cuando la tormenta arreciaba en la montaña.
—Estoy segura de que esta mierda de viento acabará por calmarse —me dijo Keira.
No podía imaginarme que acabáramos así, que los periódicos, tanto de Londres como de París, dieran cuenta en un par de líneas de la muerte de dos turistas imprudentes que se habían ido a pasear por el monte Hua. Y oía la voz de Walter cuando me criticaba por lo torpe que era y no estaba seguro de que no hubiera repetido lo mismo en esos precisos momentos. Keira tenía calambres en las piernas, y el dolor le resultaba insoportable.
—No puedo más, tengo que ponerme de pie —dijo, y cuando lo hizo, resbaló. Gritó y cayó hacia el abismo. Salté, y todavía hoy no sé por qué milagro no perdí el equilibrio. La cogí por el cuello de la chaqueta y atrapé su brazo por poco. Se balanceaba en el vacío; el viento redoblaba y nos abofeteaba con violencia. Oía que seguía gritando.
—¡Adrián, no me dejes!
Intentaba izarla con todas mis fuerzas, pero el viento la arrastraba. Se pegaba a la pared. Tumbado sobre la repisa, tiraba de sus ropas.
—¡Tienes que ayudarme un poco! —le grité—. ¡Empuja con los pies, por favor!
La maniobra era peligrosa. Para tener una posibilidad, ella tenía que encontrar el valor para soltar una mano y agarrarse a mí.
Si el dios de los mundos ocultos existe, había oído la plegaria de Keira. El viento cesó.
Soltó los dedos de la mano derecha, se balanceó en el vacío y consiguió aferrarse a mí. Esta vez, pude subirla hasta la pasarela.
Necesitamos más de una hora para recuperar algo parecido a la calma. El miedo no había desaparecido, pero volver a bajar ahora era tan espantoso como seguir subiendo. Keira se incorporó lentamente y me ayudó a hacer lo mismo. Al descubrir la pared rocosa que nos esperaba, el miedo volvió a invadirme, más fuerte aún. ¿Cómo había sido tan estúpido como para no haberle dicho que sí a Keira, cuando me propuso que diéramos media vuelta? Tenía que ser un completo inconsciente para habernos implicado en una aventura como ésta. Keira debía de pensar como yo, alzó la cabeza y evaluó la distancia que todavía nos separaba de la cima. El templo que tenía que encontrarse en lo alto del pico estaba aún muy lejos. La escala metálica subía en vertical. Si los barrotes no hubieran sido tan resbaladizos, si el Valle no se extendiera a dos mil metros bajo nuestros pies, no hubiera sido más que una simple escala, compuesta, eso sí, por quinientos barrotes. Nuestra salvación se encontraba a ciento cincuenta metros por encima de nuestras cabezas. Lo importante era mantener la sangre fría. Keira me pidió que le recitara en ese momento la lista de las cosas que me gustaban de ella.
—Sería verdaderamente el momento —me dijo—. No me importaría tener que cambiar de pensamientos.
Me hubiera gustado poder hacerlo y la lista era lo suficientemente larga como para ir recitándola hasta que llegáramos a aquel maldito templo, pero mirar dónde se aferraban mis manos era lo único que era capaz de hacer. Continuamos escalando en el más absoluto silencio.
Nuestras penas aún no se habían acabado. Nos quedaba franquear una pasarela que no tenía más de un pie de ancho.
Eran casi las seis, la noche se acercaba e indiqué a Keira que si el monasterio no estaba a la vista en media hora más, tendríamos que empezar a buscar seriamente un abrigo en el que pasar la noche. Lo que acababa de decir era absurdo, estábamos en medio de una pared y no había ningún abrigo, ni delante, ni detrás.
Keira empezaba a vencer el vértigo. Sus gestos se hacían más ligeros y ganaba en agilidad. Quizá conseguía acallar su miedo mejor que yo.
Y por fin, tras la ladera que escalábamos, apareció la larga cresta que llegaba hasta el extremo de la montaña. Una planicie que dominaba el Valle y en la que surgía, como en un sueño, un monasterio de tejado rojo.
Agotada, Keira se arrodilló sobre la suave pendiente a la sombra de los grandes pinos. El aire era tan puro que nos quemaba la garganta.
El templo era impresionante. La base estaba tallada en la roca y la fachada tenía dos pisos de altura y seis grandes ventanas. Una escalera llevaba hasta la entrada. Delante de un estrecho patio se erigía una pagoda cuyo voladizo proporcionaba también un poco de sombra. Volví a pensar en la dificultad del camino que nos había llevado hasta allí y me pregunté mediante qué milagro el hombre había podido construir allí un edificio como ése. Las maderas que rodeaban las aberturas, ¿habían sido esculpidas allí antes de ser ensambladas?
—Hemos llegado —dijo Keira con los ojos llenos de lágrimas.
—Sí, hemos llegado.
—Mira detrás de ti —me dijo.
Me volví y vi una escultura de piedra, un extraño dragón provisto de una espesa crin.
—Es un león —dijo—, un león solitario y, bajo su pata… ¡un globo!
Keira lloraba y la cogí entre mis brazos.
—¿De qué hablas?
Sacó una carta de su bolsillo, la desplegó y me leyó: «El león duerme sobre la piedra del conocimiento.»
Nos acercamos a la estatua. Keira se inclinó para estudiarla mejor. Examinó la esfera sobre la que el león tenía posada la pata, como un fiero guardián.
—¿Ves algo?
—Finas ranuras alrededor del globo, nada más, pero debo pasar al lado de lo esencial. La piedra está muy erosionada.
Miré el sol que declinaba hacia el horizonte. Era demasiado tarde como para plantearnos bajar por el momento. Tendríamos que pasar la noche allí. El templo nos resguardaría del frío, pero estaba abierto al viento y temía que nos heláramos durante la noche. Dejando a Keira inclinada sobre ese globo que acaparaba toda su atención, me aventuré hacia los pinos que crecían sobre la cresta. Recogí a sus pies toda la leña que podía transportar y algunas piñas de las que emanaba un perfume de resina. De vuelta en el patio, empecé a preparar un fuego.
—Estoy demasiado cansada —me dijo Keira al reunirse conmigo— y tengo frío —añadió mientras se frotaba las manos ante las primeras llamas—. Y si me dices que tienes algo para comer, ¡me caso contigo!
Yo había conservado cuidadosamente las galletas secas que el monje había deslizado en mi bolsillo antes de que lo dejáramos. Esperé un poco antes de ofrecerle una.
Encontramos refugio en una habitación mejor protegida del viento. Estábamos agotados por la ascensión y no tardamos mucho tiempo en conciliar el sueño.
El grito de un águila nos despertó a primera hora de la mañana. Estábamos congelados. Mis bolsillos estaban tan vacíos como nuestros estómagos y la sed empezaba a hacerse notar. La ruta sería tan peligrosa a la ida que como a la vuelta, aunque esta vez la ley de la gravedad jugaría a nuestro favor. Keira hubiera querido levantar la pata del león y confiscarle su globo para poder estudiarlo a placer, pero la fiera, rígida, lo guardaba como un tesoro.
No quedaba gran cosa del fuego de la víspera y nos faltaba leña para reavivarlo, pero la armonía de aquel lugar era tan perfecta que me resistía a tocar ni una rama. Keira miró las cenizas. Se precipitó hacia ellas y se arrodilló para apartar las brasas todavía incandescentes.
—Ayúdame a recuperar los trozos de carbón de leña que no se hayan quemado todavía, necesitaría dos o tres.
Cogió uno, del tamaño de un carboncillo, y fue corriendo hacia el león. Una vez allí, comenzó a ennegrecer la piedra redonda que el león sujetaba ferozmente. Yo la miraba, dubitativo. El vandalismo no entraba en sus costumbres, antes bien, lo contrario; ¿qué mosca le había picado para atreverse a manchar de aquella manera esa piedra tan antigua?
—¿Nunca hiciste chuletas en el cole? —me dijo, mirándome.
Yo no quería ser el primero en confesar mi culpabilidad, sería el colmo, habida cuenta de las circunstancias de nuestro primer encuentro.
—¿Debo entender con eso que por fin confiesas? —pregunté, adoptando mi pose más profesoral.
—En absoluto, no te hablaba de mí.
—No recuerdo haber hecho trampa, no. Y aun en el caso de que lo hubiera hecho, estás soñando si piensas que te lo voy a decir.
—Bueno, un día te cambiaré mi confesión por la famosa lista de cosas que te gustan de mí. Pero, por ahora, coge un trozo de carbón y ven a ayudarme a ennegrecer esta piedra.
—¿A qué estás jugando?
Mientras Keira aplicaba meticulosamente el hollín, vi como iban apareciendo poco a poco una serie de rasgos. Era como aquel juego de la escuela. Había que grabar letras en una hoja con la aguja de un compás, y pasar después por encima la punta de un lápiz graso para ver cómo aparecían las palabras incrustadas en el papel.
—Mira —me dijo Keira—, más entusiasmada que nunca.
Sobre el fondo negro vimos aparecer una serie de cifras entrecruzadas por líneas y puntos. La piedra tan celosamente guardada por el león era una especie de esfera armilar, testigo de la increíble sabiduría astronómica de quienes la habían realizado siglos y siglos antes de nuestra era.
—¿Qué es? —preguntó Keira.
—Una especie de mapamundi pero que, en lugar de representar la Tierra, lo hace con la esfera celeste; en otras palabras, la representación de los dos cielos que hay encima de nuestras cabezas, el que es visible desde el hemisferio Norte y el que es visible desde el hemisferio Sur.
El descubrimiento que acababa de hacer Keira era magnífico y hube de explicarle cada detalle.
—Alrededor de esta línea mediana que ves, ese gran círculo es la intersección del plano ecuatorial con la esfera, se le llama el ecuador celeste y divide la esfera en dos partes: norte y sur. Se puede proyectar cualquier punto de la Tierra en la esfera celeste; todos los astros pueden representarse en ella, incluido el Sol.