El primer día (44 page)

Read El primer día Online

Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
7.95Mb size Format: txt, pdf, ePub

Le mostré los dos círculos polares, los trópicos, la eclíptica, el camino recorrido por el Sol jalonado por las constelaciones zodiacales y los coluros de los solsticios y los equinoccios.

—Cuando el Sol cruza el plano ecuatorial, es decir, en el momento de los equinoccios, la duración del día es igual a la duración de la noche. El otro círculo que ves ahí es la proyección de la trayectoria del Sol en la esfera. Ésa es Alfa Ursae Minoris, más conocida con el nombre de estrella Polar; está tan cercana al polo norte celeste, que parece inmóvil en el cielo. Este otro gran círculo es un meridiano celeste.

La representación era tan completa que le confesé que no había visto nada parecido en mi vida. Las primeras esferas armilares habían sido construidas por los griegos en el siglo III antes de Jesucristo, pero las incrustaciones grabadas en esa piedra eran mucho más antiguas.

Keira había vuelto a sacar la carta que conservaba en su bolsillo y utilizó el reverso para reproducir las inscripciones que figuraban en la escena. Tenía un maldito trozo de lápiz.

—¿Qué haces? —me dijo al levantar la cabeza de su dibujo.

Le enseñé una pequeña máquina fotográfica que había disimulado en mi bolsillo desde nuestra llegada a China; no sé por qué no me había atrevido a confesarle antes que quería inmortalizar algunos momentos de nuestro viaje.

—¿Qué es eso? —me preguntó, aunque lo sabía muy bien.

—Una idea de mi madre… una máquina de fotos desechable.

—¿Y qué hace tu madre ahí dentro? ¿La tienes desde hace mucho?

—La compré en Londres antes de partir. Considérala como un accesorio de camuflaje. ¿Has visto alguna vez a algún turista sin una?

—¿Y ya la has utilizado?

Miento terriblemente mal, así que pasé directamente a la confesión.

—Te he fotografiado dos o tres veces, mientras dormías, y cuando te pusiste enferma en la carretera, y cada vez que no me prestabas atención. No pongas esa cara, sólo quería tener algunos recuerdos.

—¿Y cuántas fotos quedan en ese aparato?

—De hecho, éste es el segundo, ya he terminado con uno; éste tiene la película virgen.

—¿Cuántas bobadas desechables has comprado?

—Cuatro… o cinco, no me acuerdo.

Me sentía bastante incómodo y quería poner término lo más rápido posible a esa discusión. Me acerqué al león y me puse a fotografiar la piedra redonda, multiplicando los primeros planos de cada detalle.

Habíamos reunido bastante material como para poder reconstituir el conjunto de las informaciones grabadas en la piedra. Había medido sus dimensiones con ayuda del cinturón de mi pantalón, para tener una referencia de escala cuando volviéramos. Entre las fotos que acababa de hacer y los dibujos de Keira, y a falta del original, disponíamos de una copia bastante fiel. Había llegado el momento de dejar la montaña sagrada. Mirando la posición del Sol, calculé que debían de ser alrededor de las diez de la mañana; si hacíamos el descenso sin tropiezos, estaríamos de vuelta en el monasterio antes de finalizar el día.

Llegamos rendidos. Los discípulos nos habían preparado todo lo que necesitábamos. Agua caliente para lavarnos y una comida a base de caldo para rehidratarnos y arroz en cantidad para recuperar las fuerzas. El monje no apareció esa noche. Los discípulos nos explicaron que meditaba y no se le podía molestar.

Nos encontramos con él a la mañana siguiente. Salvo algunos arañazos y ampollas en las manos y en los pies, nuestro estado de forma era bastante aceptable.

—¿Están satisfechos de su viaje a la pirámide blanca? —preguntó el monje mientras se acercaba a nosotros—. ¿Han encontrado lo que buscaban?

Keira me preguntó con la mirada si teníamos que poner a ese hombre al corriente. La víspera de nuestra partida, me había hablado del interés que sentía por la astronomía. ¿Cómo dejarlo al margen de nuestro fascinante descubrimiento? Quizá pudiera aclararnos más cosas. Le dije que habíamos encontrado algo más increíble aún de lo que imaginábamos. Había despertado su curiosidad, pero para poderle explicar de qué se trataba, necesitaba revelar mis fotos, lo que le mostrarían sería mucho más convincente que todas mis explicaciones.

—Ustedes me intrigan —nos dijo—. Pero tendré paciencia y esperaré a que hayan revelado esas fotografías que quiere enseñarme. Mis discípulos los llevarán a su coche. Vayan hacia el este, a setenta kilómetros llegarán a Lingbao, una de esas ciudades modernas que han crecido como las malas hierbas estos últimos años. Encontrarán allí todo lo que necesiten.

La carreta nos llevó hasta el 4 x 4. Dos horas después de haber dejado al monje, llegábamos al centro de Lingbao. En la gran calle comercial se sucedían los establecimientos de electrónica, destinados tanto a los chinos como a los turistas. Escogimos uno al azar. Confié la máquina desechable al empleado que nos atendió y, un cuarto de hora más tarde y a cambio de cien yuans, nos dio un juego de las veinticuatro fotos tomadas en el monte Hua, así como una pequeña tarjeta electrónica en la que habían sido digitalizadas.

—Habrías podido aprovechar y revelar las que me hiciste mientras dormía o vomitaba en la cuneta de la carretera… para tu álbum.

—Pues, figúrate, no se me había ocurrido —le respondí con un tono también irónico.

Una curiosa máquina atrajo mi atención. El aparato, compuesto por una pantalla y un teclado, estaba provisto de ranuras de diferentes tamaños en las que se podía insertar el tipo de tarjeta que el empleado me había dado. Introduciendo unas cuantas monedas, podías enviar tus fotografías por internet a cualquier lugar del mundo. Decididamente, Asia rebosa de ingenio en el ámbito tecnológico.

Invité a Keira a seguirme y, en unos minutos, envié sendos correos a mis dos amigos, Erwan, en Atacama, y Martyn, en Inglaterra. Les pedía a ambos que estudiasen las imágenes con la mayor atención y que me dijeran qué les inspiraban, así como sus eventuales conclusiones. Keira no tenía fotos para enviar a Jeanne, y se contentó con unas palabras para decirle que estaba en el Valle del Omo y asegurarle que todo iba bien y que la echaba de menos.

Aprovechamos nuestro paso por la ciudad para comprar algunos productos de primera necesidad. Keira necesitaba imperiosamente champú y pasamos casi una hora buscando su marca preferida. Cuando le hice notar que una hora era quizá algo excesivo para un champú, me replicó que si no me hubiera arrastrado del brazo todavía seguiríamos en la tienda de electrónica.

Habíamos tenido nuestra dosis de arroz, de caldo y de galletas, y ni Keira ni yo pudimos resistirnos ante el escaparate de un
fast-food
en el que servían verdaderas hamburguesas, con patatas fritas y queso fundido. Quinientas calorías la unidad, me dijo, y añadió que eran quinientas calorías de puro placer.

Después de comer, volvimos directamente hacia el monasterio. Esta vez, nuestro monje no estaba en una sesión de meditación e incluso parecía aguardar nuestra vuelta con impaciencia.

—¿Traen las fotos? —nos dijo.

Le enseñé las copias y le expliqué cómo habíamos procedido para que apareciera la esfera celeste incrustada en la piedra.

—Efectivamente, es un impresionante descubrimiento el que acaban de hacer. ¿Han vuelto a dejar la piedra en su estado original?

—Sí —dijo Keira—, la hemos limpiado con unas hojas tan caladas como nosotros por el rocío matinal.

—Sabia decisión. ¿Y cómo han llegado hasta el león? —preguntó el monje.

—Es una larga historia, una historia tan larga como el viaje.

—¿Cuál será la siguiente etapa?

—Allí donde se encuentre el trozo gemelo a éste —dijo Keira, mostrando su colgante al monje—. Y pensamos que la esfera celeste descubierta en el monte Hua debería ayudarnos a localizarlo. ¿De qué manera? Lo ignoramos todavía, pero con un poco de tiempo quizá acabemos por verlo claro.

—¿Cuál es la verdadera función de este hermoso objeto? —preguntó el monje mientras inspeccionaba de cerca el colgante de Keira.

—Es un fragmento de un mapa del cielo que fue elaborado hace muchísimo más tiempo que la esfera celeste que hemos encontrado bajo la pata del león.

El monje nos miró a los dos directamente a los ojos.

—Síganme —nos dijo, y nos llevó fuera del monasterio.

Nos llevó hasta el sauce al pie del que ya habíamos hablado y nos pidió que nos sentásemos. ¿Aceptaríamos a cambio de su hospitalidad contarle esa larga historia, que ya le apasionaba? Nos sentimos obligados y accedimos de buen grado a su petición.

—Si he comprendido bien —concluyó—, el objeto que usted lleva alrededor del cuello sería un mapa del cielo tal como aparecía hace cuatrocientos millones de años, lo que, como estarán de acuerdo, parece imposible. ¿Y me dicen que existirían otros fragmentos del mapa hoy incompleto y que al reunirlos probarían su autenticidad?

—Exactamente.

—¿Están seguros que es lo único que probaría? ¿Han reflexionado sobre las implicaciones de su descubrimiento, sobre todas las verdades establecidas en este mundo que serían inmediatamente cuestionadas?

Confesé que no habíamos tenido mucho tiempo para dedicarnos a ello, pero si la reunificación de los fragmentos debía permitirnos saber más sobre el origen de la humanidad y, quién sabe, quizá más sobre el nacimiento del universo, el descubrimiento sería inestimable.

—¿Están ustedes tan seguros? —nos preguntó el monje—. ¿Se han preguntado por qué la naturaleza había escogido borrar de nuestras memorias todos los recuerdos de la primera infancia? ¿Por qué ignorábamos todo de nuestros primeros instantes en la Tierra?

Keira y yo éramos incapaces de responder a la pregunta que el monje nos había planteado.

—¿Tienen la menor idea de las dificultades que un alma debe afrontar para unirse a un cuerpo y dar nacimiento a la vida en la forma en que la conocemos? A usted, que es astrónomo, lo imagino apasionado por la creación del universo, por esos primeros instantes, el famoso Big Bang, la fenomenal explosión de energía que dio origen a la materia. ¿Cree que los primeros instantes de una vida son tan diferentes? ¿No será simplemente una cuestión de escala? El universo infinitamente grande, y nosotros infinitamente pequeños. ¿Y si esos nacimientos fueran en cierta forma similares? ¿Por qué el hombre va siempre a buscar tan lejos lo que está tan cerca de él?

»Quizá la naturaleza haya escogido borrar el recuerdo de nuestros primeros instantes y protegernos al prohibirnos rememorar los sufrimientos padecidos para tomar posesión de la vida. Y ¿quién sabe?, para que nunca podamos traicionar el secreto de esos primeros instantes. Me pregunto a menudo qué sería de la humanidad si comprendiéramos verdaderamente ese proceso. ¿Se tomaría el hombre entonces por un dios? ¿Qué le impediría destruirlo todo si supiera crear la vida con toda tranquilidad? ¿Qué respeto daríamos a la vida si percibiéramos el misterio de su creación?

»No me corresponde decirles que detengan su viaje, ni tampoco juzgar su andadura. Quizá nuestro encuentro no haya sido fortuito. Este universo que tanto les inspira posee cualidades insospechables y estamos lejos de tener la más mínima idea de lo que es verdaderamente el azar. Solamente les pido que reflexionen a lo largo de su camino en lo que realmente están emprendiendo. Si este viaje ya les ha permitido encontrarse, quizá ése fuera su primer propósito, quizá la sabiduría consiste en que estén juntos.

El monje nos devolvió las fotografías, se levantó, nos saludó y volvió al monasterio.

Al día siguiente, volvimos a Lingbao. Nos metimos en un cibercafé, donde pudimos acceder a internet y leer nuestros respectivos correos. Keira recibió noticias de su hermana. Yo, de mis amigos astrofísicos. Ambos me pedían que los llamara lo más rápidamente posible.

Primero conecté con Erwan.

—No sé qué te traes entre manos esta vez —me dijo—, pero empiezas a intrigarme de verdad. Tampoco sé por qué paso tantas horas currando para ti sin que me digas nada, pero imagino que es porque somos amigos. Una vez dicho esto, espero que vengas aquí con explicaciones convincentes y que me pagues también una buena comida por la segunda noche en blanco consecutiva a la que me has obligado.

—¿Qué has descubierto, Erwan?

—Tu esfera celeste está pautada sobre un eje concreto. He hecho una triangulación, he cruzado las coordenadas ecuatoriales, el ecuador y el meridiano de tu esfera armilar para determinar la ascensión recta y la declinación. Pasé varias horas buscando a qué estrella apuntaba, pero no encontré nada, amigo. He visto que también has pedido a tu amigo Martyn que se interesase por la cuestión, mira a ver si ha descubierto algo; en lo que a mí me concierne, dimito.

Después de haber hablado con Erwan, llamé a Martyn.

Estaba levantándose y me excusé por molestarlo a esas horas.

—Me has enviado una maldita adivinanza, chico. Si creías que me ibas a engañar, que sepas que he desbaratado tu trampa.

Yo lo dejaba hablar, sintiendo que mi corazón latía más fuerte a cada instante.

—Por supuesto —prosiguió Martyn—, al no tener las coordenadas horarias para medir los ángulos, me pregunté a qué estabas jugando. Es un modelo sublime de esfera armilar. La más completa que haya visto nunca y, sobre todo, es exacta. Increíblemente precisa, además. Bueno vayamos a lo que importa. Me pregunté a qué estrella apuntaba, hasta que comprendí de lo que se trataba. No es en el cielo en donde esta esfera nos indica un punto, sino al contrario, es desde el cielo donde designa un punto sobre la Tierra. Y ahí está el quid de la cuestión, he utilizado las coordenadas horarias actuales, y según mis cálculos, ese punto se encuentra en medio de la nada, en pleno mar de Andamán, al sur de Birmania.

—¿Tendrías forma de rehacer tus cálculos modificando las coordenadas horarias de manera que se refieran a hace unos tres mil quinientos años?

—¿Por qué esa fecha en particular? —preguntó Martyn.

—Porque es la edad de la piedra en la que he encontrado esas coordenadas.

—Tengo que volver a calcular muchos parámetros, voy a intentar liberar un ordenador, pero no te prometo nada, dame hasta mañana.

Agradecí a mi amigo todas las molestias que se tomaba y volví a llamar a Erwan para ponerlo al corriente y someterlo al mismo ejercicio que le había impuesto a Martyn. Erwan refunfuñó un poco, pero estaba en su naturaleza refunfuñar siempre un poco. También me prometió darme noticias suyas al día siguiente.

Other books

Face by Benjamin Zephaniah
The Noise of Infinite Longing by Luisita Lopez Torregrosa
The Earth Dwellers by David Estes
Payback by Sam Stewart
Bewitching My Love by Diane Story
The Alpine Betrayal by Mary Daheim