El primer día (34 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
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—Espero que estés bromeando —me respondió Keira—. ¿Te vas a rendir cuando esto está empezando a ponerse interesante? No sé cuáles son tus planes para mañana, pero yo me voy a Fráncfort.

Estábamos atravesando tranquilamente una plazuela con una encantadora fuente en el centro cuando surgió un coche con unos faros cegadores.

—¡Mierda, ese cabrón viene directo a por nosotros! —grité a Keira.

Tuve el tiempo justo para empujarla al hueco que dejaba la puerta de una cochera. El bólido me rozó y derrapó en medio de la plaza antes de seguir hacia una calle más ancha. Si ese chiflado había querido darnos el susto de nuestra vida, lo había conseguido. Ni siquiera tuve tiempo de fijarme en su matrícula. Ayudé a Keira a levantarse y me miró estupefacta. ¿Lo había soñado o aquel tipo había intentado aplastarnos deliberadamente? Debo decir que su pregunta me dejó perplejo.

Le propuse ir a tomar algo para reponernos, pero ya había tenido su dosis de emociones y prefería volver al hotel. Al llegar a nuestra planta, me extrañó apreciar desde el descansillo una oscuridad total. Que una bombilla se hubiera fundido, aún tenía un pase, pero el pasillo entero… Esta vez fue Keira la que tuvo la presencia de ánimo para retenerme.

—No vayas.

—Nuestra habitación está al final del corredor, así que no veo qué otra opción tenemos.

—Baja conmigo a la recepción, no te hagas el héroe ahora, hay algo que falla, lo noto.

—¡Los plomos han saltado, eso es lo que falla!

Pero notaba que Keira estaba inquieta, y bajamos.

El recepcionista se excusó y se volvió a excusar, eso nunca había pasado. Y aún era más extraño porque el piso y la planta baja dependían del mismo fusible y, visiblemente, allí estaba todo iluminado. Cogió una linterna, nos pidió que esperásemos en el vestíbulo y prometió volver en cuanto hubiera arreglado la avería.

Keira me arrastró hacia el bar y allí, por fin, tomó una copa que le permitiría conciliar el sueño.

Hacía ya veinte minutos que nuestro recepcionista se había ido.

—Quédate aquí, voy a ver qué pasa y, si no he vuelto en cinco minutos, llama a la policía.

—Voy contigo.

—No, tú te quedas aquí, Keira. Escúchame por una vez o uno de estos días voy a abrir la portezuela de verdad. ¡Y no digas nada, que yo sé lo que me hago!

Me sentía culpable por haber dejado que el conserje hubiera ido solo, a pesar de que Keira había presentido un peligro en el que yo no creía. Subí la escalera, evitando hacer cualquier ruido que delatara mi presencia. Lo llamé por todos los nombres alemanes que conocía, avancé a tientas por la oscuridad del pasillo y, de repente, al pisarla, di con la linterna, y luego con nuestro recepcionista tirado en el suelo. Su cabeza estaba sobre un charco de sangre procedente de una fea herida en el cráneo. La puerta y la ventana de nuestro cuarto estaban abiertas y todas nuestras cosas desparramadas. Pero aparte de un poco de mi autoestima, no nos habían robado nada.

El oficial de policía releyó mi declaración; no tenía nada más que añadir. Firmé al pie del documento, Keira hizo lo mismo y dejamos la comisaría.

El dueño del hotel nos había ayudado a realojarnos en otro establecimiento de la ciudad. Ni ella ni yo conseguimos dormir. La violencia del episodio nos había acercado. Aquella noche, en la cama en la que nos habíamos acurrucado uno en brazos del otro, Keira rompió su promesa y nos besamos.

No era propiamente dicho el contexto romántico con el que había soñado, pero lo imprevisto esconde a veces tesoros inesperados. Al dormirse, Keira cogió mi mano entre las suyas y ese gesto de ternura fue más irresistible que sus besos.

Al día siguiente, estábamos desayunando en la terraza de una cervecería.

—Tengo que contarte algo. No es la primera vez que sufro incidentes como los de ayer. Me pregunto si la puerta de nuestra habitación fue forzada por un simple ladronzuelo y también sobre el energúmeno que quiso aplastarnos.

Keira dejó su croissant, me miró fijamente y no pude leer en sus ojos nada más que asombro.

—¿Crees que alguien va detrás de nosotros?

—En todo caso, detrás de tu colgante; antes de que me interesara por él, mi vida era más tranquila…, aparte de una crisis de hipoxia en las montañas.

Y conté a Keira lo que nos había pasado a Walter y a mí en Heraklion, la manera en la que aquel profesor había querido apoderarse de su collar, cómo Walter le había disuadido y la carrera-persecución que vino después.

Keira se burló de mí y se echó a reír, pero yo, sin embargo no veía nada de gracioso en lo que le acababa de contar.

—Habéis partido la cara a un tipo porque quería guardar mi collar unas horas para estudiarlo, habéis pegado una paliza y esposado a un guardia de seguridad, habéis huido como ladrones, ¿y pensáis que estáis en el centro de una conspiración?

Creo que Keira también se reía de Walter; aunque eso no reconfortaba, algo sí me consolaba.

—Y, ya puestos, supongo que piensas que la muerte del viejo jefe mursi tampoco fue un accidente.

No respondí.

—Divagas. ¿Cómo habrían sabido dónde estábamos? —prosiguió.

—No lo sé, ni quiero exagerar, pero creo que deberíamos ir con un poco más de precaución.

El conservador del museo nos vio de lejos. Vino rápidamente hacia nosotros y lo invitamos a sentarse.

—Ya me he enterado del terrible incidente que han sufrido esta noche —dijo—. Es espantoso, la droga hace estragos en Alemania. Por el precio de una dosis de heroína, los jóvenes son capaces de cometer cualquier crimen. Como conocen todos los sitios a los que afluyen los turistas, hemos tenido varios tirones y algunas habitaciones de hotel desvalijadas, pero nunca había habido violencia.

—Quizá era un viejo el que quería su dosis, los viejos son más astutos —respondió Keira en tono seco.

Le di discretamente con la rodilla por debajo de la mesa.

—¿Por qué siempre achacan todo a los jóvenes? —prosiguió ella.

—Porque las personas de una cierta edad saltan con más dificultad por la ventana del primer piso de un hotel para emprender la fuga —respondió el conservador del museo.

—Pues usted bien que venía corriendo hace un momento y no es precisamente un polluelo —replicó Keira, más tozuda aún.

—No creo que el señor conservador del museo fuera anoche a visitar nuestra habitación —dije, sarcástico, para salvar la situación.

—Tampoco es eso lo que sugería —respondió Keira.

—Temo que he perdido el hilo de la conversación —intervino el conservador—. A pesar de todos estos desastres, al menos tengo dos buenas noticias. La primera es que el recepcionista está fuera de peligro. La segunda es que he encontrado la signatura del códice en la Biblioteca Nacional. Me obsesionaba y me he pasado la mitad de la noche abriendo cajas y cajones hasta que he acabado por encontrar una pequeña libreta en la que apuntaba todos los documentos que consultaba por entonces. Cuando estén en la biblioteca, tienen que mostrar la siguiente nota —dijo, y nos tendió un trozo de papel—. Este tipo de obra es demasiado antiguo y demasiado frágil para que esté al alcance del gran público, pero sus referencias profesionales les facilitarán el acceso. Me he tomado la libertad de enviar un fax a una colega, conservadora de la biblioteca de Fráncfort; serán bien recibidos.

Dimos las gracias a nuestro anfitrión por todas las molestias que se había tomado y nos alejamos de Nebra, dejando tras nosotros buenos y malos recuerdos.

Keira estuvo poco locuaz durante el trayecto. Por mi parte, pensaba en Walter, y confiaba en que respondería, al correo que le había enviado. Llegamos a la Biblioteca Nacional al final de la mañana.

El edificio, de factura reciente, se elevaba a dos niveles. En la parte de atrás, la fachada de vidrio bordeaba un gran jardín. Nos presentamos en la recepción y, momentos después, una mujer con traje de chaqueta vino a nuestro encuentro. Se presentó como Helena Weisbeck y nos invitó a seguirla a su despacho. Allí, nos ofreció café y galletas. No habíamos tenido tiempo para comer y Keira las devoró.

—Decididamente, este códice está empezando a intrigarme. Hace años que nadie se interesaba por él y resulta que hoy son ustedes los segundos que quieren consultarlo.

—¿Ha venido alguien más a visitarla? —preguntó Keira.

—No, pero he recibido una petición por correo electrónico esta mañana. El libro en cuestión no está aquí, está archivado en Berlín. Entre estas paredes sólo tenemos documentos más recientes. Pero esos textos, como muchas otras obras, han sido digitalizados para garantizar su conservación. También ustedes podrían haberme hecho la petición por correo, les hubiera enviado una copia de las páginas que necesitasen.

—¿Puedo saber quién ha hecho una petición similar a la nuestra?

—Procedía de la dirección general de una universidad extranjera, no les puedo decir más, porque lo único que he hecho ha sido firmar la autorización. Ha sido mi secretaria la que ha tramitado la petición y ahora se ha ido a comer.

—¿No recuerda de qué país dependía esa universidad?

—De Holanda, me parece, sí, casi estoy segura que se trataba de la universidad de Amsterdam. En cualquier caso, venía de un profesor, pero no me acuerdo de su nombre. Firmo montones de papeles cada día, nuestras sociedades se han convertido en verdaderos monstruos administrativos.

La conservadora nos entregó un sobre de papel kraft, en cuyo interior se encontraba un facsímil en color del documento que buscábamos. El manuscrito estaba redactado en lengua gueze; Keira lo estudió con atención. La conservadora carraspeó y nos dijo que el ejemplar que acababa de darnos era para nosotros. Podíamos disponer de él como quisiéramos. Le dimos las gracias antes de dejar el lugar.

Al otro lado de la calle se encontraba un inmenso cementerio, que me recordaba al de Old Brompton, en Londres, al que solía ir a pasear. No sólo es un cementerio, sino que también es un hermoso parque arbolado, un paisaje insólito y apacible en medio de una gran metrópoli.

Nos sentamos en un banco; un ángel de alabastro encaramado en su pedestal parecía espiarnos. Keira lo saludó con la mano y se inclinó sobre el texto. Comparó los signos con la traducción inglesa bastante sumaria que lo acompañaba. El texto también había sido traducido al griego, al árabe, al portugués y al español, pero lo que nosotros leímos tanto en inglés como en francés no tenía ningún sentido:

Bajo los trígonos estrellados, he confiado a los magos el disco de las facultades, he disociado las partes que conjugan las colonias.

Que sigan guardadas bajo los pilares de la abundancia. Que nadie sepa dónde se encuentra el apogeo, la noche del uno es guardiana del preludio.

Que el hombre no lo despierte, en la unión de los tiempos imaginarios se dibuja el resultado del área.

—¡Pues no hemos avanzado nada! —dijo Keira, y volvió a meter el documento en su sobre—; no tengo ni idea de lo que quiere decir y soy incapaz de traducirlo sola. ¿Dónde nos dijo el conservador del museo de Nebra que había encontrado el códice?

—No nos lo dijo. Solamente que era del siglo V o VI antes de nuestra era y también que el manuscrito en cuestión era a su vez una retranscripción de un texto aún más antiguo.

—Entonces estamos en un callejón sin salida.

—¿No tienes a nadie entre tus relaciones que sea capaz de echar una ojeada al texto?

—Sí, conozco a alguien que podría ayudarnos, pero vive en París.

Keira había dicho eso sin gran entusiasmo, como si la perspectiva le contrariase.

—Adrián, no puedo continuar este viaje, no tengo un céntimo y no sabemos ni adónde vamos, ni siquiera por qué.

—Yo tengo algunos ahorros y soy todavía demasiado joven para preocuparme por mi jubilación. Compartimos esta aventura, París no está muy lejos, y hasta podemos ir en tren si lo prefieres.

—Exactamente, Adrián, has dicho compartir y yo ya no tengo medios para compartir sea lo que sea.

—Hagamos un pacto si quieres. Imaginémonos que encuentro un tesoro, te prometo que deduciré la mitad de nuestros gastos de la parte que te toque.

—¿Y si fuera yo la que encontrase tu tesoro? ¡A fin de cuentas la arqueóloga soy yo!

—Entonces, yo habría ganado con el cambio.

Keira acabó por aceptar que fuéramos a París.

Amsterdam

La puerta se abrió bruscamente. Vackeers se sobresaltó y abrió con un gesto seco el cajón de su escritorio.

—¡Vaya, dispáreme, ya que está en ello! ¡Ya me ha apuñalado por la espalda, así que no le costará mucho!

—¡Ivory! Podría haber llamado, ya soy demasiado mayor para este tipo de sustos —respondió Vackeers, y volvió a dejar el arma en el fondo del cajón.

—Amigo, ha envejecido mal, sus reflejos ya no son lo que eran.

—No sé por qué está tan enfadado, pero si empezase por sentarse quizá pudiéramos tener una conversación decente entre personas civilizadas.

—Déjese de rodeos, Vackeers; pensaba que podía confiar en usted.

—Si lo pensara de verdad, no me habría hecho seguir a Roma.

—Yo no he hecho que lo siguieran, ni siquiera sabía que había ido a Roma.

—¿De verdad?

—De verdad.

—Entonces, si no ha sido usted, todavía es más inquietante.

—¡Han intentado atentar contra la vida de nuestros protegidos y eso es inadmisible!

—¡Eso son palabras mayores! Ivory, si uno de nosotros hubiera querido matarlos, ya estarían muertos; como mucho, habrán intentado intimidarlos, nunca han intentado ponerlos en peligro.

—¡Mentira!

—Estoy de acuerdo en que esa decisión ha sido estúpida, pero no ha venido de mí y me opuse a ella. Lorenzo ha tomado algunas lamentables
decisiones estos últimos días
. Por otra parte, si eso le consuela, le he hecho saber hasta qué punto estábamos en desacuerdo con su manera de actuar. Precisamente, por eso es por lo que fui a Roma, lo que no impide que nuestra asamblea esté muy preocupada por el giro que toman los acontecimientos. Es preciso que sus protegidos, como usted los llama, dejen de revolotear a través del mundo. Hasta ahora no hemos tenido que deplorar ningún drama, pero dudo que nuestros amigos no empleen medios más radicales si las cosas continúan así.

—¿Así que la muerte de un viejo jefe de tribu no es un drama para usted? Pero ¿en qué mundo vive?

—En un mundo que ellos podrían poner en peligro.

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