—Debe de estar escondido en alguna cueva, no se inquiete, lo encontraremos —dijo el jefe de equipo obligándola a desviar la mirada.
Keira se colgó de su brazo y empezaron a subir juntos la colina. Sobre la meseta donde se encontraba el terreno de excavación, las cuadrículas habían desaparecido completamente, el suelo estaba cubierto de restos, la tormenta lo había destruido todo. Keira se agachó para coger unos prismáticos del suelo. Les quitó el polvo maquinalmente y los probó para ver si todavía funcionaban, pero los cristales del aparato estaban irremediablemente dañados. Un poco más lejos, el trípode de un teodolito se encontraba patas arriba. De repente, en medio de toda aquella devastación, apareció la carita espantada de Harry.
Keira corrió a su encuentro y lo cogió en brazos. Aquello no era para nada habitual; aunque a veces Keira era capaz de expresar con palabras su afecto hacia aquellos que la habían sabido cautivar, jamás se abandonaba al menor gesto de ternura. Sin embargo, esa vez estrechaba a Harry con tanta fuerza que el niño casi buscaba liberarse de su abrazo.
—Me has dado un buen susto —dijo ella mientras le limpiaba al niño la tierra que se le había quedado pegada a la cara.
—¿Que yo te he dado un susto? Después de todo lo que acaba de pasar, ¿yo soy quien te ha dado un susto? —repitió Harry desconcertado.
Keira no respondió. Enderezó la cabeza y contempló lo que quedaba de su trabajo: nada. Incluso el murete de tierra seca sobre el que se había sentado aquella misma mañana se había desmoronado, barrido por el chamal. En unos pocos minutos, todo se había perdido.
—Bueno, parece que al final tu almacén se ha llevado un buen golpe —dijo Harry.
—… mi almacén de porcelana —murmuró Keira.
Harry deslizó su mano en la de Keira. Esperaba que ella se escabullera, como siempre. Keira daría un paso adelante con el pretexto de haber visto algo importante, tan importante que iba a comprobar en seguida de qué se trataba, y entonces, más tarde, acariciaría el cabello del niño, como para disculparse por no haber sabido ser cariñosa. Aquella vez, la mano de Keira retuvo aquella otra mano que se le ofrecía sin malicia y sus dedos se estrecharon en torno a la palma de Harry.
—No ha quedado nada —dijo ella casi sin voz.
—Pero puedes volver a excavar, ¿no?
—Ya es imposible.
—Sólo tienes que cavar más hondo —protestó el chiquillo.
—Aunque cavara más hondo, ahora ya todo está perdido.
—Y entonces, ¿qué va a pasar?
Keira se sentó con las piernas cruzadas sobre la tierra devastada; Harry la imitó, respetando el silencio de la joven.
—¿Vas a abandonarme? Vas a marcharte, ¿es eso?
—Ya no tengo en qué trabajar.
—Podrías ayudar a reconstruir el poblado. Todo está destrozado. Y a vosotros la gente de aquí os ha ayudado mucho.
—Sí, supongo que podríamos hacer eso durante algunos días, algunas semanas incluso, pero después, tienes razón, tendremos que irnos.
—¿Por qué? Aquí eres feliz, ¿no?
—Más de lo que lo he sido nunca.
—¡Entonces tienes que quedarte! —sentenció el chico.
El jefe de equipo se acercó hasta ellos. Keira miró a Harry y le hizo una señal para que entendiera que debía dejarlos solos. Harry se alejó algunos pasos.
—¡No vayas al río! —le dijo Keira al muchacho.
—¿Y a ti eso qué más te da, si te vas a marchar?
—¡Harry! —imploró Keira.
Pero el niño se dirigía ya en la dirección que ella acababa precisamente de prohibirle.
—¿Van a abandonar el trabajo? —preguntó sorprendido el jefe de equipo.
—Creo que muy pronto no nos va a quedar otra opción.
—No hay por qué desanimarse, basta con ponerse otra vez manos a la obra. No será precisamente por falta de buena voluntad.
—Ojalá. No es un problema sólo de voluntad, sino de medios. Ya casi no tenemos dinero para pagar a los hombres. La única esperanza que me quedaba era hacer algún hallazgo muy pronto para que renovaran los fondos. Me temo muchísimo que, desde este momento, estamos técnicamente en el paro.
—¿Y el pequeño? ¿Qué es lo que piensa hacer con él?
—No lo sé —respondió Keira, destrozada.
—Usted es su única familia desde que murió su madre. ¿Por qué no se lo lleva a su país?
—No conseguiría la autorización. Lo pararían en la frontera y lo retendrían en un campo durante semanas antes de devolverlo aquí.
—¡Y pensar que en su país dicen de nosotros que somos unos salvajes!
—¿No podrías tú ocuparte de él?
—Ya me cuesta bastante encontrar con qué mantener a mi familia, dudo mucho que mi mujer aceptara otra boca más que alimentar. Además, Harry es un mursi, pertenece a los pueblos del Omo; nosotros somos amharas. Todo es muy difícil. Usted fue quien le cambió el nombre, Keira, quien le enseñó su lengua durante estos tres últimos años, usted le ha adoptado, por decirlo de alguna manera. Ahora es su responsabilidad. No pueden abandonarlo por segunda vez, no se recuperaría nunca.
—¿Y cómo querías que lo llamara? Había que darle un nombre; ¡cuando yo lo recogí ni siquiera hablaba!
—En vez de discutir, lo primero que tendríamos que hacer es ir a buscarlo. Por la cara que llevaba cuando se ha ido hace un momento, dudo mucho que reaparezca así como así.
Los colegas de Keira se reagruparon alrededor del terreno de excavación. La atmósfera era muy tensa; todos eran conscientes de la importancia de los destrozos. Se volvieron hacia Keira en espera de sus instrucciones.
—¡No me miréis así, no soy vuestra madre! —soltó la arqueóloga.
—Hemos perdido todas nuestras cosas —protestó un miembro del equipo.
—En el poblado ha habido muertos, he visto tres cuerpos en el río —respondió Keira—, me importa tres pepinos tu saco de dormir.
—Tenemos que ocuparnos de enterrar los cadáveres cuanto antes —sugirió otro—. No hay necesidad de que una epidemia de cólera venga a sumarse a nuestros problemas.
—¿Algún voluntario? —preguntó Keira, dubitativa.
Nadie levantó la mano.
—Entonces vayamos todos —decidió Keira.
—Sería mejor esperar a que sus familias fueran a buscarlos, debemos respetar las tradiciones.
—El chamal se ha pasado por el forro cualquier tipo de respeto; retiremos los cadáveres antes de que contaminen el agua —insistió Keira.
El cortejo se puso en marcha.
La triste tarea les ocupó el resto de la jornada. Retiraron los cuerpos del río, cavaron tumbas a una buena distancia de la orilla y las recubrieron todas con un pequeño montículo de piedras. Cada uno rezaba a su manera, según sus creencias, pensando en aquellos con quienes habían compartido aquellos tres últimos años. Al atardecer, los arqueólogos se reunieron alrededor de un fuego. Las noches eran frías y ya no quedaba nada para protegerse de las bajas temperaturas. Por turnos, uno hacía guardia mientras los otros dormían cerca de la hoguera.
Al día siguiente, el equipo prestó auxilio a los aldeanos. Los niños habían sido agrupados. Las mujeres mayores de la tribu cuidaban de ellos, las más jóvenes recogían todo lo que pudiera servir para reconstruir las viviendas. Ni siquiera hacía falta hablar de la ayuda mutua, era una realidad evidente; todo el mundo estaba ocupado haciendo algo, y todos sabían de forma natural qué debían hacer. Algunos talaban árboles, otros reunían ramas para reconstruir las chozas, otros seguían recorriendo los campos, esforzándose por recuperar las cabras y las vacas que la tormenta no había matado.
La segunda noche, los aldeanos acogieron al equipo de arqueólogos y compartieron con ellos su escasa comida. A pesar de la tristeza, del duelo que acababa de comenzar, bailaron y cantaron para agradecer a los dioses que hubieran salvado a aquellos que todavía seguían con vida.
Los días siguientes fueron idénticos. Dos semanas más tarde, aunque la naturaleza mostrara todavía las marcas del drama, el poblado casi había recobrado su apariencia normal.
El jefe de la tribu les dio las gracias a los arqueólogos. Keira le pidió que la recibiera en privado. A pesar de que las miradas de los aldeanos dejaron bien claro que no les hacía ninguna gracia que una extranjera entrara en su choza, el jefe aceptó la visita por agradecimiento. Tras escuchar la petición de su invitada, juró que si Harry volvía a aparecer, él mismo cuidaría del niño hasta el retorno de Keira; a cambio, ella había hecho la promesa de volver. El jefe le hizo comprender que la conversación se había acabado. Sonrió. Harry podía seguir escondido todo lo que quisiera, pero no debía de andar demasiado lejos: aquellas últimas noches, un extraño animal había venido a robar víveres mientras el poblado dormía, y las huellas del merodeador se parecían enormemente a las de un chiquillo.
Al noveno día después de la tormenta, Keira reunió a su equipo y anunció que había llegado el momento de abandonar África. La radio estaba estropeada, así que no podían contar más que con ellos mismos. Tenían dos posibilidades. La primera, caminar hasta el pequeño poblado de Turmi, donde, con un poco de suerte, encontrarían un transporte que los condujera más al norte, hacia la capital. Llegar a Turmi sería peligroso, no se podía hablar propiamente de que hubiera una carretera y se verían obligados a escalar para atravesar ciertos pasos. Otra opción sería bajar por el río hacia el Valle inferior; en unos días llegarían al lago Turkana. Después de atravesarlo, desembarcarían en el lado keniata, en Lodwar, donde encontrarían un pequeño aeródromo. Había aviones que hacían vuelos regulares desde allí para abastecer la región; seguro que algún piloto acabaría por aceptar llevarlos a bordo.
—El lago Turkana, ¡sí, claro, es una idea estupenda!… —exclamó uno de los colaboradores.
—¿Acaso prefieres trepar por las montañas? —preguntó Keira, alterada.
—Catorce mil es más o menos el número de cocodrilos que abarrotan las aguas de tu lago salvador. Durante el día hace un calor tórrido, y las tormentas de esa zona son las más violentas de todo el continente africano. Con el poco equipamiento que nos queda, casi sería mejor suicidarnos ahora mismo, ¡así como mínimo no perderíamos tiempo y sufriríamos menos!
No había una solución milagrosa. La arqueóloga propuso votar a mano alzada. La ruta del lago fue adoptada por unanimidad, a excepción de una persona. El jefe de equipo habría estado encantado de acompañarlos, pero debía subir hacia el norte para reunirse con su familia. Ayudados por los aldeanos, el grupo empezó a reunir algunas provisiones. La salida quedó programada para el día siguiente a primera hora de la mañana.
Keira no durmió en toda la noche. Se revolvió cien veces sobre su jergón. En cuanto cerraba los ojos se le aparecía el rostro de Harry. No dejaba de pensar en el día en que, volviendo de una excursión a diez kilómetros del campamento, se había encontrado con él. Harry estaba solo, abandonado ante una cabaña. Nadie a la vista y aquel niño que la miraba fijamente, encerrado en su silencio. ¿Qué podía hacer? ¿Continuar su camino como si no pasara nada? Se sentó a su lado, pero el niño siguió sin decir nada. Al asomar la cabeza por la puerta de su lamentable chabola, Keira descubrió que su madre acababa de morir. Preguntó al chiquillo para averiguar si tenía familia, si había algún lugar al que pudiera llevarle, pero él seguía mudo; ni una queja, tan sólo aquella mirada intensa y persistente. Keira se quedó durante largas horas a su lado, sin decir una palabra. Después se levantó y continuó su viaje. De camino, le pareció ver que el niño la seguía a una cierta distancia y que se escondía cada vez que ella se daba la vuelta. Pero cuando se acercaban al campamento, ya no había ni rastro de él. Al día siguiente, cuando el jefe de equipo le anunció que alguien les había robado comida, Keira se sintió aliviada.
Tuvieron que pasar varias semanas para que el uno y el otro volvieran a verse. Keira había dado la orden de que cada noche dejaran cerca de su tienda un poco de comida y algo para beber. Y, cada noche, el jefe de equipo protestaba: era una manera perfecta de atraer a los predadores. Sin embargo, lo que Keira quería domesticar no tenía nada de animal salvaje, sólo era un niño abandonado y aterrado.
Cuanto más tiempo pasaba, más se entregaban los pensamientos de Keira al insólito comportamiento del niño. Por la noche, dentro de su tienda, acechaba los ruidos de pasos de aquel al que ya había bautizado como Harry. ¿Por qué aquel nombre? No tenía ni idea, le había venido a la mente en sueños. Una noche, Keira corrió el riesgo de esperar ante la caja donde había mandado dejar la comida del niño. Aquella vez había puesto incluso un cubierto y el conjunto casi tenía el aspecto de una mesa puesta para cenar, plantada en medio de ninguna parte.
Harry apareció por el sendero que trepaba desde el río. Con la cabeza y los hombros bien altos, su aspecto era orgulloso. Cuando llegó, Keira lo saludó con la mano y empezó a comer. Él dudó un instante, pero al final se sentó frente a ella. De este modo compartieron aquella primera cena al raso y Keira empezó a enseñarle a Harry sus primeras lecciones de vocabulario. El niño no repitió ninguna palabra, pero al día siguiente, en el momento de la cena, recitó todas las que había oído la noche anterior, sin equivocarse ni una sola vez.
No fue hasta más adelante, ese mismo mes, cuando Harry se mostró por primera vez a pleno día. Keira cavaba cuidadosamente la tierra, esperando por fin descubrir algo, cuando el chico se le acercó. El momento que vino después fue de lo más singular. Sin preocuparse de si Harry la entendía o no, Keira le explicó cada uno de sus gestos, por qué era tan importante para ella buscar sin descanso aquellos minúsculos fragmentos fosilizados, cómo cada uno de ellos tal vez fuera testimonio de la forma en que el hombre apareció sobre nuestro planeta.
Harry volvió al día siguiente a la misma hora, y aquella vez pasó toda la tarde en compañía de la arqueóloga. Hizo lo mismo los días siguientes, llegando siempre con una puntualidad desconcertante (Harry no tenía reloj). Pasaron las semanas y, sin que nadie supiera decir cuándo pasó exactamente, el pequeño ya no volvió a marcharse del campamento. Antes de cada comida, al mediodía y por la noche, recibía sin refunfuñar el obligado curso de vocabulario que le dispensaba Keira.
Aquella noche, ella habría querido volver a oír sus pasos una vez más, como cuando el niño rondaba alrededor de su tienda esperando a que ella le diera permiso para entrar. Le habría contado una leyenda africana, conocía muchas.