—Su protagonismo es indirecto.
Anthony miró a su amigo con más pena que ira.
—Enmiéndate, Jimmy; sigue un curso por correspondencia o algo análogo... Si llegas a contar algo por el estilo en los jugosos días de los imperios orientales, te hubieran colgado de los pies, apaleado y despellejado.
McGrath continuó la explicación, sin que le conmovieran las censuras.
—¿Has oído hablar del conde Stylpitch?
—Por fin dices algo razonable —aprobó Anthony—. Muchos de los que ignoran la existencia de Herzoslovaquia adoptarían una expresión inteligente a la mención del conde, el Gran Jefe de los Balcanes, el Mayor de los Villanos, epítetos que dependen del periódico que se lea; pero Jimmy, no te quepa duda de que se le recordará mucho después que tú y yo seamos polvo y ceniza. Stylpitch ha movido las piezas en el tablero del Próximo Oriente en cuantos acontecimientos se produjeron en los últimos veinte años. Ha sido un dictador, un patriota, un estadista... Nadie sabe exactamente qué ha sido, aunque todos están de acuerdo en que fue el rey de la intriga... ¿Qué pasa con él?
—Fue el primer ministro de Herzoslovaquia.
—No tienes sentido de la proporción. ¿Qué es Herzoslovaquia en comparación con él? Su papel fue procurarle un lugar de nacimiento y un puesto en los asuntos públicos. Yo le creía muerto.
—Falleció en París dos meses atrás. Pero han pasado años desde el suceso que voy a contarte.
—El problema es que no me lo cuentas —dijo Anthony.
Jimmy sonrió.
—En París, y de ello hace cuatro años, me paseaba una noche por un barrio solitario. Topé de pronto con media docena de matones que maltrataban a un anciano respetable y, como me molestan las diferencias numéricas, intervine moliendo a golpes a los rufianes. Jamás les habían atizado en serio, supongo, porque se disolvieron como la nieve bajo el sol.
—¡Bravo, Jimmy! —exclamó Anthony a media voz—. Me hubiese gustado presenciarlo.
—¡Bah! No fue nada —aseveró modestamente Jimmy—. Con todo, el vejete se sintió muy agradecido y, si bien llevaba una copa de más, recordó preguntar mi nombre y mis señas. Al día siguiente me visitó para darme las gracias como un gran señor. Descubrí entonces que había salvado al conde Stylpitch. Habitaba en el Bois...
Anthony afirmó:
—En efecto, Stylpitch vivió en París después del asesinato del rey Nicolás. Había rechazado la presidencia de la república, fiel a sus principios monárquicos, aunque se rumoreó que terciaba en todos los altibajos políticos de los Balcanes. El difunto conde era muy maquiavélico.
—Nicolás IV tenía gustos heterodoxos en materia de esposas, ¿verdad? —dijo de pronto Jimmy.
—Que le perdieron, ¡pobrecillo! —suspiró Anthony—. Se trató de una bailarina o actriz parisiense de baja estofa, poco adecuada hasta para un matrimonio morganático; pero él la idolatraba. Ella había decidido ser reina... y, por fantástico que parezca, lo consiguió. Cambió su nombre por el de condesa Popoffsky, según creo, con la pretensión de que por sus venas circulaba sangre de los Romanoff. Nicolás se casó con ella en la catedral de Ekarest, obligó a dos obispos reacios a bendecir la unión y la coronó con el nombre de reina Varaga; después convenció a sus ministros de lo oportuno de su enlace, olvidándose del pueblo en general. Ahora bien, los herzoslovacos son de índole aristocrática y reaccionaria, y demandan que sus soberanos sean de descendencia regia genuina. Por consiguiente, hubo murmuraciones, descontento, represiones despiadadas y una sublevación final en la que el pueblo asaltó el palacio, asesinó a los monarcas y proclamó la república. Desde entonces, y sin modificar el régimen de gobierno, en Herzoslovaquia no se aburren; han matado a un par de presidentes para conservarse en forma... Pero, como dicen los franceses,
révenons á nos moutons
, volvamos a nuestro asunto. Decías que el conde Stylpitch te proclamó su salvador...
—Sí. Aquello fue todo. La venida a África borró el incidente de mi memoria hasta que, hace dos semanas, recibí un paquete singular que llevaba mucho tiempo siguiendo mis pasos. Yo había leído en la prensa el fallecimiento del conde, sucedido en París. Dicho paquete contenía sus Memorias. Reminiscencias o como quieras llamarlas. Una nota adjunta me informó de que unos editores londinenses habían recibido instrucciones de entregarme un millar de libras esterlinas si yo ponía en sus manos el manuscrito antes o el mismo día 13 de octubre.
—¿Has dicho mil libras esterlinas, Jimmy?
—Sí, hijo. ¡Ojalá no sea una broma, porque ni los príncipes ni los políticos, como reza la sabiduría popular, son de fiar!... Así estamos. No me sobra tiempo, ya que el manuscrito tardó mucho en encontrarme. Es una pena. Acabo de preparar mi excursión al interior, y he puesto el corazón en ello. No se me presentará jamás una ocasión como ésta.
—Eres incurable, Jimmy. Mil libras en mano bien valen una tonelada de oro hipotético.
—Pero supón que sea un petardo... Bueno, aquí me tienes, con el pasaje pagado, camino de Ciudad de El Cabo... y tú apareces. Anthony se levantó y encendió un cigarrillo.
—Adivino lo que pretendes, Jimmy. Tú corres tras el oro y yo cobro el millar de libras esterlinas en representación tuya. ¿Cuál sería mi parte?
—¿Qué me dices de un cuarto de millar?
—¿Doscientas cincuenta libras, exentas de impuestos?
—Exacto.
—Trato hecho; y te confieso, para que tus dientes rechinen, que hubiese ido por cien. Sabes, ¡oh, James McGrath!, que la muerte no te atrapará en el lecho pensando en tu cuenta corriente.
—Entonces, trato hecho.
—Entonces convenido. Te pertenezco de pies a cabeza. ¡Brindemos por la ruina de Viajes Castle!
Los dos hombres bebieron solemnemente.
—Perfectamente —dijo Anthony, depositando el vaso vacío en la mesa—. ¿En qué barco zarpabas?
—En el
Granarth Castle
.
—Navegaré como James McGrath, ya que el pasaje irá a tu nombre. Hace mucho tiempo que los pasaportes no nos preocupan.
—No hay riesgo. Tú y yo no nos parecemos, pero la descripción que da de nosotros vendrá a ser la misma: estatura, un metro ochenta; pelo oscuro; ojos azules; nariz corriente; barbilla corriente...
—No tan corriente. Viajes Castle me eligió entre una nube de aspirantes sobre todo por mi agradable presencia y distinguidas maneras. Jimmy sonrió.
—Las noté esta mañana.
—¡Vete al infierno!
Anthony paseó a lo largo de la habitación, frunciendo el entrecejo. Al cabo de unos minutos dijo:
—Stylpitch murió en París. En tal caso, ¿por qué enviarían el manuscrito de esta ciudad a Londres pasando por África?
Jimmy hizo un gesto de ignorancia.
—No lo sé.
—¿Por qué no emplearían la vía más lógica?
—Hubiera sido lo más sensato.
—Pero la etiqueta veda a los monarcas y altos funcionarios gubernamentales a efectuar las cosas del modo más sencillo y directo —continuó Anthony—. Así nacieron, por ejemplo, los correos reales. En la Edad Media se entregaba a un individuo un sello que le servía de «ábrete, sésamo». Bastaba su simple mención para abrirle todas las puertas, aunque comúnmente quien lo exhibía lo había robado. Me sorprende constantemente que algún sujeto despierto no se las ingeniara para copiar el anillo, labrar una docena y venderlos a cien ducados cada uno. En aquella época no tenían iniciativa.
Jimmy bostezó.
—Puesto que mis comentarios sobre la Edad Media no te divierten, volvamos al conde Stylpitch. De Francia a Inglaterra, a través de África, me parece un procedimiento exagerado, incluso dentro de los cánones diplomáticos. Si nuestro personaje pretendió asegurarse de que recibirías las mil libras, bien pudo legártelas en su testamento. A Dios gracias, ni tú ni yo somos lo suficiente orgullosos para hacer ascos al dinero, venga como venga. Por lo tanto, Stylpitch debía de estar loco.
—Podemos sospecharlo, ¿verdad?
Anthony prosiguió sus paseos.
—¿Lo has leído? —preguntó de pronto.
—¿Qué?
—El manuscrito.
—¡Cielos, no! ¿Con qué fin? ¿Para qué voy a atascar mi cerebro con esa pacotilla?
Anthony sonrió.
—Ha sido una pregunta; eso es todo. A veces las indiscreciones de unas Memorias originan escándalos. Gentes que durante toda su vida enmudecieron como ostras hallan un malicioso placer en el escándalo que causarán sus revelaciones después de su muerte. ¿Qué clase de hombre era el conde? Tú le conociste, hablaste con él, y eres buen psicólogo. ¿Te pareció maligno y vengativo?
Jimmy meneó la cabeza.
—¿Qué puedo decirte? La noche de marras estaba borracho; al día siguiente era un anciano distinguido y elegante, que me aduló hasta que no supe a dónde mirar.
—¿Dijo algo interesante durante su embriaguez?
Jimmy arrugó la frente, proyectando su memoria al pasado.
—Farfulló que sabía dónde se hallaba el Koh-i-noor —respondió titubeando.
—Como todo el mundo: en la Torre de Londres, tras gruesos vidrios y barrotes de hierro, vigilado por un grupo de caballeros de indumentaria pintoresca.
—Eso es.
—¿Agregó algo más? ¿Sabía, por ejemplo, en qué ciudad se encuentra la Colección Wallace?
Jimmy negó.
—¡Hum! —gruño Anthony.
Encendió un tercer cigarrillo y tornó a recorrer la estancia.
—¿Lees los periódicos, pagano? —inquirió de improviso.
—De tarde en tarde. Generalmente, no me interesan las noticias que publican.
—Yo, alabado sea Dios, soy más civilizado. La prensa ha mencionado últimamente a Herzoslovaquia, insinuando la posibilidad de que sea restaurada la monarquía.
—Nicolás IV no tuvo descendencia —indicó Jimmy—. Pero la dinastía Obolovitch no se habrá extinguido. Es más, probablemente tendría manadas de primos en primero, segundo y tercer grado.
—¿No habrá por tanto dificultad en encontrar un rey?
—Ni por asomo. No me asombra que se hayan cansado de las instituciones republicanas. Un pueblo como ése, ardiente y viril, tiene que sentirse degradado al elegir presidentes, después de liquidar monarcas. Y este comentario me trae a la memoria algo más de lo que dijo Stylpitch. Aseguró que los matones pertenecían al grupo del rey Víctor.
—¿Qué? —profirió Anthony, girando sobre sus talones.
Una sonrisa dilató el rostro de su amigo.
—Estás muy nervioso, caballero Joe.
—No seas majadero, Jimmy. Acabas de decir algo importante.
Fue a la ventana y miró al exterior.
—Veamos, ¿quién es Víctor? ¿Otro soberano balcánico? —indagó Jimmy.
—No, no es esa clase de monarca.
—¿Qué es entonces?
Hubo una pausa.
—Un malhechor, Jimmy —repuso finalmente Anthony—, el más famoso ladrón de joyas del mundo, personaje fantástico e impávido al que nada asusta. El rey Víctor... En París le aplicaron el apodo... en París, centro principal de su banda. Y en la misma ciudad le capturaron y le condenaron a siete años de cárcel por un delito menor. No consiguieron probar nada más contra él. Ya habrá cumplido su condena o estará a punto de cumplirla.
—¿Se debería al conde su captura y la banda quiso vengarse?
—No lo creo probable. El rey Víctor, según mis informes, no robó las joyas reales de Herzoslovaquia. Pero la situación inflama mi imaginación: la muerte de Stylpitch, las Memorias, los rumores, vagos pero interesantes, y se cuenta que se ha descubierto petróleo en aquella zona. Presiento, Jimmy, que el mundo va a interesarse mucho por Herzoslovaquia.
—¿Todo el mundo o una parte de él?
—Los financieros de la City.
—¿Adonde quieres llegar?
—Quiero complicar un trabajo fácil.
—¿Pretendes que habrá obstáculos en la entrega de un simple manuscrito a una editorial?
—No, no lo creo —respondió Anthony—. ¿Te gustaría saber qué haré con mis doscientas cincuenta libras si llegan a mi poder?
—¿Irte a América del Sur?
—No, a Herzoslovaquia. Tal vez apoye a los republicanos y me encumbre como presidente.
—¿Por qué no te presentas como un Obolovitch y te conviertes en soberano?
—Jimmy, los reyes son hereditarios y los presidentes ostentan el cargo cuatro años o poco más. Me divertiría gobernar Herzoslovaquia durante este plazo.
—Tengo entendido que sus monarcas vivieron ordinariamente menos tiempo —comentó Jimmy.
—¿Me animas a que te estafe las mil libras? No las necesitarás cuando regreses cargado de pepitas de oro. Las invertiré en la compra de acciones petrolíferas herzoslovacas. Tu idea me va entusiasmando a medida que reflexiono. No habría pensado en presentarme en Herzoslovaquia, de no mencionarlo tú. Estaré un día en Londres, contando el botín, y partiré en el expreso de los Balcanes.
—Tendrás que demorarte más. No he mencionado aún un encargo que quiero que hagas.
Anthony tomó asiento, mirándole con severidad.
—¡Hum! Barrunté que me ocultabas algo. ¿Qué maquinas?
—Nada.... Nada más que ayudar a una mujer.
—Jimmy, renuncio a intervenir en tus amores.
—Como no puedo estar enamorado de una mujer a la que no he visto, será preferible que te narre la historia.
—Y ya que he de sufrir otra de tus interminables y enrevesadas historias, será preferible que tome un trago.
Después de satisfacer la demanda, el anfitrión inició el relato.
—Estando en Uganda, salvé la vida a un latino...
—Jimmy, te recomiendo que escribas un libro titulado
Las vidas que salvé
. No es la primera vez que hablas de ello esta noche.
—En realidad, mi intervención en el presente caso no fue espectacular. Me limité a sacar al sujeto del río; no sabía nadar.
—Antes de que prosigas, dime: ¿se relacionan los dos asuntos?
—En absoluto. Sin embargo, recuerdo ahora que el individuo era herzoslovaco. Le llamaban Pedro Dutch.
Anthony aprobó con indiferencia.
—El nombre es lo de menos; pero los herzoslovacos no son latinos —comentó—. Explícame tu obra de misericordia.
—Pedro Dutch, por todo agradecimiento, se me pegó como una lapa. Seis meses después, cuando le mataron las fiebres, yo estuve, ¿cómo no?, a su lado. En el instante de pasar a mejor vida, me hizo unas señas y jadeó excitado, en una extraña jerga, algo sobre un secreto... una mina de oro, me pareció que decía. Luego me puso en la mano un paquete envuelto en hule que siempre había llevado pegado a su piel. En aquel momento no le concedí atención. No lo abrí hasta una semana más tarde y, entonces, te lo juro, se enardeció mi curiosidad. ¡Mal hice! Debí comprender que Pedro Dutch era incapaz de distinguir una mina de oro de una escupidera, mas supuse que la suerte...