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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (9 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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—¿Cómo? ¿Jimmy McGrath?

Anthony la miró.

—Sí, ¿por qué? ¿Le conoce?

—He oído su nombre últimamente —dijo Virginia titubeando, y agregó—: Mister Cade, tengo que hablar con usted. ¿Le será posible ir a Chimneys?

—No tardará en volver a verme, mistress Revel. De momento el conspirador B sale gloriosamente por la puerta.

El programa se realizó como habían convenido. Anthony tomó un taxi y estuvo en el andén a tiempo de recoger el resguardo de la consigna; luego fue en busca de un Morris Cowley de segunda mano, que había adquirido previsoramente aquella misma mañana; regresó a la estación, recobró el baúl y lo aseguró en el portaequipaje.

Su objetivo se hallaba fuera de Londres. Condujo a través de Nothing Hill, Sheperd's Bush, Goldhawk Road, Brentford y Hounslow, hasta que se halló en el largo trecho de carretera que media entre la última localidad y Staines. Los coches pasaban frecuentemente por él; el pavimento tenía la dureza suficiente para no revelar huellas de pies o de neumáticos. Anthony se detuvo. Ensució ante todo con barro la matrícula de su coche. Aprovechando una pausa del tránsito sacó del baúl el cadáver de Giuseppe y lo colocó en un punto en que la carretera trazaba una curva, de forma que no lo iluminasen los faros de los vehículos.

Inmediatamente se alejó. Su obra había durado minuto y medio. Volvió a Londres por el ramal de Burnham Beeches. Paró el automóvil una vez y, eligiendo un gigantesco árbol, trepó por él sin prisa. Fue una verdadera hazaña. En una rama, que ofrecía un hueco cerca del tronco, escondió un paquete de papel de embalar.

—Astuto modo de librarse del arma homicida —se dijo Anthony satisfecho—. La policía registra el suelo y draga los estanques y ríos, pero pocos ingleses serían capaces de encaramarse a este árbol.

De vuelta a la estación de Paddington, dejó el baúl en la consigna de llegada. Pensó luego en sabrosos filetes, tiernas chuletas y grandes cantidades de patatas fritas; pero una mirada al reloj le disuadió. Llenó el Morris de gasolina y se lanzó de nuevo a la carretera, hacia el norte en aquella ocasión.

A poco de las once y media frenó el coche en el camino que corría paralelo al parque de Chimneys. Saltó ágilmente el muro y avanzó hacia el edificio principal. La enorme masa gris, el venerable amasijo de Chimneys, descollaba en la oscuridad, a mayor distancia de lo que había sospechado. Emprendió un paso de carrera. Un reloj marcaba las doce menos cuarto. A la hora mencionada en el trozo de papel, Anthony estaba ya en la terraza, levantando la cabeza hacia la casa. Reinaba el silencio entre las sombras.

—Los políticos son dormilones —murmuró.

Y entonces estalló un ruido: la detonación de un arma de fuego. Anthony giró sobre sí mismo, seguro de que procedía del interior de la mansión. Aguardó sin que se alterase la calma mortal. Fue a un enorme balcón, por el que, a juicio suyo, había llegado el estampido hasta él. Lo empujó. Estaba cerrado. Aguzando el oído, probó de abrir otros balcones. El silencio persistía.

Se dijo finalmente que había soñado o que el disparo se debía a un cazador furtivo. Desanduvo intranquilo el camino.

Al mirar por última vez a la casa, encendióse una luz en el primer piso. Se apagó casi inmediatamente, sumiendo la mansión en la oscuridad de la noche.

Capítulo X
-
Chimneys

El inspector Badgworthy se hallaba en su despacho a las ocho y media de la mañana. Era alto, grueso, de movimientos pesados, acostumbrado a respirar hondo cuando la situación lo requería. Tenía delante al aturdido agente Johnson, recién ingresado en el Cuerpo.

Con su majestuosa lentitud peculiar, el inspector tomó el teléfono, que sonaba insistentemente.

—Aquí la comisaría de Market Basing. El inspector Badgworthy al habla... ¿Qué?

Las maneras del inspector cambiaron. De la misma manera que era superior a Johnson, también había otras personas más importantes que él en el mundo.

—Diga, milord... Perdone, no le he entendido.

Durante un largo silencio, el inspector escuchó con atención. En su faz, normalmente impasible, se pintó un abanico de expresiones contradictorias.

—En seguida, milord —prometió al fin y se libró del aparato.

Miró a Johnson altivamente.

—Ha habido un asesinato en Chimneys.

—Asesinato —repitió Johnson impresionado.

—Asesinato —dijo satisfecho el inspector.

—Que yo sepa no han asesinado a nadie en la comarca... desde que Tom Pearse pegó un tiro a su novia.

—Y no lo fue en cierto modo. La culpa fue de la bebida —replicó el inspector.

—Por lo menos no le ahorcaron —comentó, sombrío, Johnson—. ¿Va en serio ahora, señor?

—Sí, muchacho. Encontraron muerto de un tiro a un huésped del marqués, un caballero extranjero, con el balcón abierto y huellas de pasos.

—Siento que sea extranjero —se apenó Johnson.

El crimen perdía realidad, porque creía que los naturales de otros países estaban expuestos a caer bajo las balas.

—El marqués está furioso —continuó el inspector—. Avisaremos al doctor Cartwright para que nos acompañe. ¡Ojalá no borren esas huellas!

Badgworthy se sentía transportado al séptimo cielo. ¡Un asesinato en Chimneys! ¡Y él a cargo de su investigación! La policía tenía una pista. Arresto sensacional, promoción y galardones para el inspector...

—A menos que Scotland Yard se entrometa —agregó para sí mismo.

El pensamiento le serenó. Dadas las circunstancias, era muy posible que los de Londres intervinieran.

Recogieron en coche al doctor Cartwright, hombre joven y curioso. Su actitud fue casi idéntica a la de Johnson.

—¡Cielo santo! —exclamó—. No hemos tenido aquí un asesinato desde la borrachera de Tom Pearse.

Emprendieron la marcha hacia Chimneys. El médico notó la presencia de un hombre en la puerta de la posada.

—Un forastero muy agradable, por cierto —comentó—. ¿Cuánto llevará aquí? ¿Qué hace? No le he visto hasta ahora. Debió llegar anoche.

—Pero no en tren —aseguró Johnson.

Su hermano era el jefe de la estación y, por consiguiente, estaba bien informado de las llegadas y partidas de trenes.

—¿Quién vino ayer a Chimneys? —preguntó el inspector.

—Lady Eileen, en el de las cuatro menos veinte, con dos caballeros, un estadounidense y otro militar, ambos sin criados. El marqués y un extranjero, quizás el asesinado, más un ayuda de cámara, en el de las seis menos veinte. Mister Eversleigh se apeó del mismo tren. Mistress Revel llegó en el de las siete y veinticinco, así como otro extranjero, calvo, de nariz aguileña. La doncella de dicha señora vino en el de las nueve menos cuatro minutos.

Johnson hizo una pausa.

—¿Nadie que se hospedase en la posada?

Johnson meneó la cabeza.

—Ese joven debió de venir en coche —dedujo el inspector—. Johnson, pregunte con discreción en el hostal cuando vuelva. No perdamos de vista a los forasteros. Ése está muy moreno y deduzco que llega de otra tierra.

El inspector hizo un gesto de sagaz aprobación, como indicando que a un hombre tan despierto como él no se le escapaba ni un detalle.

El automóvil atravesó la verja del parque de Chimneys, cuya descripción se hallará en cualquier guía. También puede leerse el volumen tercero de
Mansiones Históricas de Inglaterra
, tras un módico desembolso de veintiún chelines. Los turistas de Middlingham recorren los jueves las estancias abiertas al público. Sería, por tanto, superfluo explicar cómo es Chimneys, cuando se ofrecen tantas facilidades para conocerlo.

Un mayordomo, canoso y perfecto, los recibió. Parecía decir: «No estamos acostumbrados a asesinatos; pero sigamos la corriente del progreso y aceptemos el desastre con calma, simulando, aun a costa de nuestra vida, que no ha acontecido nada anormal».

—El señor marqués les espera. Síganme, por favor.

Los condujo a una estancia pequeña y cómoda, en la que se refugiaba lord Caterham para huir de tanta magnificencia.

—La policía, milord, y el doctor Cartwright.

El marqués se paseaba muy agitado.

—¡Ah! Al fin, inspector. Le doy las gracias. ¿Cómo le va, Cartwright? ¡Menudo lío, señores! ¡Menudo!

Y pasando frenéticamente sus manos por el pelo moldeó una serie de mechones, tufitos y greñas que parecían una escoba vieja.

—¿Dónde está el cadáver? —inquirió el médico.

Caterham le miró como si le aliviase la pregunta tan directa.

—En la cámara del consejo, donde se lo encontró. Prohibí que se tocase nada. Me pareció lo... lo más correcto.

—Lo fue, milord —aprobó el inspector.

Sacó un cuaderno y un lápiz.

—¿Quién descubrió al muerto? ¿Usted?

—No, por Dios —exclamó Caterham—. ¿Cree que me levanto a esa inverosímil hora del día? Fue una criada. Chilló como si la despellejasen; yo no la oí. Me avisaron y, naturalmente, bajé... No sé más.

—¿Reconoció el cadáver como el de un huésped suyo?

—Sí, inspector.

—¿Se llamaba?

La sencilla pregunta trastornó a lord Caterham. Abrió la boca un par de veces y la cerró.

—¿Quiere saber su... su nombre? —preguntó con voz débil.

—Sí, milord.

El marqués miró en derredor como si buscase inspiración.

—Se llamaba... me parece... Estoy convencido... sí, conde Stanislaus.

Lo raro de su conducta hizo que el inspector dejase de escribir para mirarle. En aquel momento hubo una intromisión que reanimó considerablemente al azorado aristócrata.

Entró una joven en la habitación. Era alta, delgada y morena; su rostro juvenil era atractivo. Parecía muy decidida. Lady Eileen, apodada Bundle, primogénita del marqués, inclinó la cabeza en dirección a los recién llegados y dijo a su padre:

—Ya le he encontrado.

Durante un segundo el inspector estuvo a punto de correr, dando la impresión de que la joven había capturado al asesino, pero inmediatamente comprendió que se refería a algo distinto.

Lord Caterham exhaló un suspiro de descanso.

—¡Bravo! ¿Qué dijo?

—Que viene inmediatamente y que debemos «emplear la discreción más exquisita».

Su padre chasqueó la lengua.

—Sólo George Lomax puede aconsejar semejante idiotez. Sin embargo, su intervención me permitirá lavarme las manos del asunto.

Tal perspectiva pareció reanimarle.

—¿El asesinado se llama conde Stanislaus? —dijo el médico.

Padre e hija intercambiaron una rápida mirada, y el primero declaró dignamente:

—Acabo de informarles de ello.

—Su anterior indecisión me ha obligado a preguntarle —explicó Cartwright.

Guiñó un ojo y Caterham hizo una mueca de reproche.

—Venga a la cámara del consejo —ordenó.

El inspector, que cerraba la marcha, miraba en todos los sentidos, como si esperase encontrar un indicio en el marco de un cuadro o en una puerta entreabierta.

Caterham abrió una de éstas con una llave, que guardaba en el bolsillo. Vieron una sala enorme, con el suelo de roble, cuyos tres balcones daban a la terraza. Había una larga mesa, muchos cofres y varias sillas muy bellas. En las paredes se veían retratos de los antepasados de los Caterham y de otros personajes.

Cerca del muro de la izquierda, a medio camino entre la entrada y la ventana, yacía de espaldas un hombre, con los brazos abiertos.

El doctor Cartwright se arrodilló junto a él. El inspector fue a examinar los balcones. El del centro estaba cerrado, pero no asegurado; en los balcones se veían huellas de pasos que se aproximaban a la sala y otra serie que se alejaban de ella.

—Resultan claras —dijo el inspector—. Pero no se ven en el interior; destacarían en el encerado.

—Tal vez yo pueda facilitarle la explicación —prometió Bundle—. La criada dio brillo a la mitad del suelo esta mañana antes de descubrir el cadáver. No había mucha luz cuando empezó. Se encaminó a la ventana, corrió las cortinas y se puso a trabajar. El cuerpo quedaba oculto por la mesa. No lo vio hasta que tropezó con él.

El inspector afirmó varias veces.

—Aquí le dejo, Badgworthy —dijo Caterham, ansioso de marcharse—. No le costará encontrarme si... si me necesita. Mister George Lomax llegará muy pronto desde Wyvern Abbey y les informará... Sabe de esto mucho más que yo. El asunto le concierne.

El marqués se retiró precipitadamente sin esperar contestación.

—Lomax cometió una torpeza al complicarme —se quejó en voz alta en el pasillo—. ¿Qué hay, Tredwell?

—Milord, me he tomado la libertad de adelantar la hora de su desayuno. Lo tiene dispuesto en el comedor.

—No conseguiré tragar un bocado —rezongó Caterham sombrío, cambiando su rumbo hacia la mencionada habitación—. No, aunque me obliguen.

Bundle le cogió del brazo y penetraron juntos en el comedor. En el aparador había media docena de bandejas de plata, en las que los manjares conservaban su calor por medio de ingeniosos aparatos eléctricos.

—Tortilla —olfateó Caterham, levantando sucesivamente todas las tapas—, huevos y tocino, riñones, picadillo de carne, jamón y faisán frío. Nada de ello me apetece, Tredwell. Ordene al cocinero que me prepare un huevo pasado por agua.

—Muy bien, milord.

El mayordomo se marchó. Caterham llenó un plato con riñones y tocino, se sirvió un tazón de café y se sentó a la mesa. Bundle se dedicó a los huevos y al jamón.

—Estoy hambrienta —dijo con la boca llena—. Debe de ser la emoción.

—A ti te parecerá bien eso —gimió su padre—; a los jóvenes os entusiasman los contratiempos: yo, en cambio, como sabes, estoy muy delicado. Sir Abner Willis ha insistido, como cualquier médico, en que evite toda suerte de preocupaciones. Decirlo no cuesta nada. ¿Cómo evitar las preocupaciones si ese asno de Lomax me embarca en esta aventura? ¿Por qué no me opuse con más energía?

Sacudiendo melancólicamente la cabeza, se levantó y se sirvió jamón en otro plato.

—Desde luego, Codders se ha lucido en esta ocasión —observó Bundle alegremente—. Habló sin coherencia por teléfono. Aparecerá dentro de un par de minutos, recomendando diez veces seguidas, a todo el que se ponga a tiro, discreción y prudencia.

La perspectiva arrancó un gemido a lord Caterham.

—¿Estaba levantado? —preguntó.

—Me comentó que desde las siete dictaba cartas y oficios —contestó Bundle.

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