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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (13 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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—Chimneys fue registrado, y casi desmantelado por lo menos una docena de veces.

—Sí, pero, ¿de qué sirve buscar cuando se desconoce el lugar preciso? —replicó Battle con tono enterado—. Y si el rey Víctor vino a recogerlo, ¿fue sorprendido por el príncipe Miguel y le mató de un balazo?

—Es una solución probable del misterio.

—Yo no afirmaría tanto. Sólo es posible.

—¿Por qué?

—Porque el rey Víctor jamás cometió un homicidio.

—Pero un individuo como él..., un criminal peligroso...

Battle meneó vigorosamente la cabeza.

—Los delincuentes no cambian, mister Lomax. ¿Le sorprende? Sin embargo...

—Dígalo.

—Deseo interrogar al ayuda de cámara del príncipe. Le he reservado a propósito hasta ahora. Le convocaré aquí, con su permiso.

George se lo dio. Tredwell apareció a la llamada del superintendente y se marchó provisto de las oportunas instrucciones.

No tardó en volver con un hombre alto, rubio, de pómulos acusados y azules ojos hundidos. Su impasibilidad rivalizaba con la de Battle.

—¿Es usted Boris Anchoukoff?

—Sí.

—¿Ayuda de cámara del príncipe Miguel?

—Sí.

El ayuda de cámara hablaba un inglés fluido, pero con áspero acento extranjero.

—¿Sabe que asesinaron anoche a su señor?

La única respuesta fue una especie de ladrido, que pareció brotar de la garganta de una fiera. George retrocedió alarmado hasta la ventana.

—¿Cuándo vio al príncipe por última vez?

—Su Alteza se acostó a las diez y media. Dormí, como siempre, en la antecámara. Debió de bajar por la puerta que da al pasillo, porque no le oí. Tal vez me narcotizaron. He sido desleal; dormí cuando mi amo estaba despierto. Estoy maldito.

George le observaba fascinado.

—Quería a su señor, ¿verdad? —apuntó Battle, vigilándole.

Los rasgos de Boris sufrieron una contracción dolorosa. Tragó saliva. Su voz sonó grave de emoción.

—Policía inglés, hubiera muerto por él; porque ha muerto, y yo vivo, ni dormiré ni mi alma conocerá la paz hasta que le haya vengado. Seguiré el rastro de su asesino como un perro y cuando le descubra..., ¡ah! —sus ojos relampaguearon y blandió un puñal tremendo que sacó de debajo de la chaqueta—. No acabaré inmediatamente con él, no; le cortaré la nariz, le rebanaré las orejas, le arrancaré los párpados y luego clavaré en su negro corazón esta hoja.

Envainó el puñal, dio media vuelta y se fue de la habitación. Los saltones ojos de George Lomax casi se desprendieron de las órbitas al mirar a la puerta.

—Un herzoslovaco puro —murmuró—. Un pueblo bárbaro, una raza de bandidos... eso son.

Battle abandonó su asiento.

—Si no es sincero, su habilidad de actor merece aplausos —dijo— ¡Dios perdone al asesino del príncipe Miguel si ese sabueso humano se nos anticipa!

Capítulo XV
-
El francés

Virginia y Anthony anduvieron un rato en silencio hacia el lago. Fue ella quien lo rompió lanzando una carcajada.

—¡Es gracioso! Tengo que referirle un montón de cosas y no sé cómo empezar. Ante todo —dijo bajando la voz—, ¿qué hizo con el cadáver? ¿No se le eriza el pelo? Jamás soñé que me metería en un crimen.

—Será una sensación nueva para usted —repuso Anthony.

—¿Para usted no?

—Nunca hice desaparecer un cadáver, claro está.

—Explíquemelo.

Anthony expuso sucintamente sus actividades nocturnas. Virginia le escuchó interesada.

—Es usted muy listo —aprobó cuando él hubo terminado—. Recogeré el baúl en Paddington al volver. El único obstáculo es que quizá le interroguen sobre qué hizo en la tarde de ayer.

—No corro ese peligro. No habrán encontrado el cadáver hasta la madrugada o bien andada la mañana. Los periódicos no lo publican. Y contradiciendo a las novelas de detectives, los médicos no pueden precisar a qué hora falleció una persona. El momento exacto de la muerte será bastante vago. Más me gustaría tener una coartada para la noche pasada.

—Lo sé. Lord Caterham me lo ha contado. El superintendente se ha convencido ya de su inocencia, ¿verdad?

Anthony demoró algo la respuesta.

—No parece muy listo —añadió Virginia.

—¿Qué decirle? El cráneo de Battle encierra algo más que aire y serrín. Dudo de que esté persuadido de mi inocencia. Le desconcierta mi aparente falta de motivo.

—¿Aparente? —exclamó Virginia—. ¿Qué razones tendría usted para matar a un desconocido conde extranjero?

Anthony la contempló un momento.

—¿Vivió cierto tiempo en Herzoslovaquia?

—Sí, dos años, con mi marido. Perteneció a la embajada inglesa.

—Poco antes del regicidio en tal caso. ¿Conoció al príncipe Miguel Obolovitch?

—Claro. Era una especie de duende minúsculo. Me sugirió que me casara con él.

—¿Y qué se proponía hacer con su esposo?

—Una repetición del episodio bíblico de David y Urías.

—¿Qué respondió a la tentadora oferta?

—Desgraciadamente tuve que ser diplomática, de lo contrario el príncipe se hubiera ofendido. No obstante, su desengaño fue rudo. ¿A qué se debe su interés por Miguel?

—Mi torpe curiosidad no carece de fundamento. ¿Vio al difunto?

—No, porque, como en las novelas, se retiró a sus aposentos a poco de llegar.

—¿Y el cadáver?

Virginia meneó la cabeza sin dejar de mirarle.

—¿Podría lograr que se lo enseñaran?

—Tal vez mediante la influencia de personas importantes, como lord Caterham. ¿Por qué? ¿Es una orden?

—No, no —se asustó Anthony—. ¿Tan dictatorial soy? He aquí lo que sucede: el conde Stanislaus no era sino el príncipe Miguel de Herzoslovaquia.

Los ojos de Virginia se dilataron.

—¡Oh! —Su faz se distendió en una cautivadora sonrisa oblicua—. ¿Miguel se refugió en sus habitaciones para evitar un encuentro conmigo?

—Eso o algo análogo —admitió Anthony—. Que usted haya estado en Herzoslovaquia, quizá sea la causa de que procuraran estorbar su venida a Chimneys. Es el único de los presentes que conocía a Miguel.

—¿La víctima era un impostor? —preguntó Virginia con sequedad.

—No sería descabellada esa posibilidad. Aclararemos la cuestión si logra que lord Caterham le enseñe el cadáver.

—Le mataron a las once y cuarenta y cinco —caviló Virginia—. La hora que mencionaba el trozo de papel. El asunto es misterioso por los cuatro costados.

—¡Ah! He recordado algo. ¿Cuál es su ventana? ¿La segunda del extremo, sobre la cámara del consejo?

—No, mi dormitorio se halla en el ala isabelina, en el lado opuesto. ¿Por qué?

—Anoche al retirarme, después del disparo, se encendió una luz en esa habitación.

—¡Qué extraño! Bundle nos dirá quién la ocupa. Tal vez oyeron la detonación.

—Pero no investigaron. Battle ha asegurado que nadie oyó el disparo. Es mi único indicio, deleznable a decir verdad, pero lo explotaré.

—Sí, sí; es singular.

Habían llegado a la casilla de los botes y estuvieron charlando recostados en su pared.

—Le relataré la historia completa —prometió Anthony— bogando en el lago, a salvo de la intromisión de Scotland Yard, eruditos estadounidenses y doncellas curiosas.

—Lord Caterham me ha suministrado informes, aunque no los suficientes —dijo Virginia—. Empecemos: ¿quién es usted? ¿Anthony Cade o Jimmy McGrath?

Por segunda vez en aquella mañana, Anthony narró la historia de las seis últimas semanas de su vida, con la diferencia de que la versión ofrecida a Virginia no sufrió recortes. Concluyó con el sorprendente reconocimiento de «mister Holmes».

—Mistress Revel, no le he dado las gracias por arriesgar la salvación de su alma inmortal afirmando que soy un viejo amigo suyo.

—Lo es usted —chilló Virginia—. ¿Imagina que le cargara con un muerto y a nuestro encuentro siguiente pretendiera que no nos conocemos ni de vista? ¡No!

Calló un instante.

—¿Sabe qué presiento? —agregó—. Que estas Memorias ocultan un nuevo misterio.

—Estamos de acuerdo. Me gustaría que me dijera algo.

—¿Qué?

—¿Por qué se asombró cuando pronuncié el nombre de Jimmy en la calle Pont? ¿Lo había oído antes?

—Sí, apreciado Sherlock Holmes. Mi primo George Lomax me visitó el otro día, sugiriéndome un montón de necedades. Quería que yo, en mi estancia en esta casa, embrujase a McGrath y le arrebatase, no sé cómo, las Memorias. Desde luego, no fueron tales sus frases. Habló de la lealtad de la mujer inglesa y todo eso; pero vino a ser lo mismo. El ingenio del pobre George no da más de sí. Trató de embotar mi curiosidad a fuerza de mentiras que no hubieran engañado a un niño.

—El proyecto ha tenido éxito —dijo Anthony—. Aquí tiene a su James McGrath y aquí está usted embrujándome totalmente.

—Pero, ¡ay!, sin Memorias. Me toca el turno de preguntar. ¿Cómo supo que yo no era la autora de las cartas? No discutió cuando lo negué.

—Porque poseo una buena dosis de psicología práctica —sonrió Anthony.

—De otro modo, su fe en mi honestidad moral es tal... que...

—No, no —interrumpió Anthony, negando con la cabeza—. No sé nada de su moral. Pudo escribir a un amante; mas nunca consentiría que la extorsionasen. La Virginia Revel de las cartas se moría de miedo; usted habría luchado.

—Me pregunto dónde estará esa infeliz. Me produce la sensación de tener una hermana gemela.

Anthony encendió un cigarrillo.

—¿Sabe que una de las cartas fue escrita en Chimneys? —indagó.

—¿Qué? —se sobresaltó Virginia—. ¿Cuándo?

—No lleva fecha. Es raro, ¿verdad?

—Soy la única Virginia Revel que ha estado en Chimneys. Bundle o lord Caterham hubieran comentado la coincidencia.

—En efecto. Mistress Revel, empiezo a dudar de la existencia de su tocaya.

—Es muy esquiva —dijo Virginia.

—Demasiado. Y ello me impele a creer que el autor de las cartas se sirvió deliberadamente de su nombre.

—Ahí está. Nos queda mucho por descubrir.

—¿Quién mató a Miguel? ¿Los Camaradas de la Mano Roja?

—Tal vez, un crimen sin pies ni cabeza sería propio de ellos.

—Resumamos, porque se acercan Bundle y su padre —acució Virginia—. Ante todo averigüemos si el muerto es el verdadero Miguel.

Anthony remó hacia la orilla. Segundos después saltaban a tierra frente al marqués y su hija.

—La comida se retrasa —anunció deprimido lord Caterham—. Battle habrá ultrajado ya al cocinero.

—Bundle, he aquí un amigo mío —presentó Virginia—. Sé buena con él.

Lady Eileen examinó un rato a Anthony y luego se volvió hacia Virginia como si el joven no estuviera presente.

—¿Cómo descubres hombres tan guapos? Te envidio.

—Te lo regalo —respondió Virginia generosamente—. Sólo me interesa lord Caterham.

Cogió sonriendo el brazo del halagado marqués y se marchó con él.

—¿Habla usted? —preguntó Bundle—. ¿O es un varón fuerte y silencioso?

—¿Hablar? —exclamó Anthony—. Soy un loro, murmuro, bramo como un torrente, y a veces hago una serie de preguntas.

—¿Por ejemplo?

—¿Quién ocupa la segunda habitación de la izquierda a partir del extremo?

Anthony señaló el lugar mencionado.

—Su extraordinaria pregunta me interesa. Veamos... Es el cuarto de mademoiselle Brun, la institutriz francesa, domadora de mis dos hermanas, Dulcie y Daisy. Mi madre murió cansada de tener sólo hijas.

—Mademoiselle Brun —repitió Anthony pensativo—. ¿Cuánto hace que está en la casa?

—Dos meses. Se incorporó a nosotros en Escocia.

—¡Ah! Huelo a gato encerrado.

—¡Quisiera el cielo que yo oliese la comida! —suspiró Bundle— ¿Pido al superintendente que almuerce con nosotros, mister Cade? Usted, un hombre de mundo, conocerá la etiqueta en tales casos. Es la primera vez que ha habido un asesinato en casa. Emocionante, ¿verdad? Siento que se probara su inocencia esta mañana. Deseo ver un asesino para cerciorarme de si son alegres y seductores como pretenden los periódicos dominicales. ¡Dios mío! ¿Qué es eso que veo?

«Eso» era un taxi. De sus dos ocupantes, uno exhibía una calva perfecta y una copiosa barba; el otro, más bajo y más joven, tenía un magnífico bigote negro. Anthony, reconociendo al primero, sospechó que a él se debía, más que al vehículo, la exclamación de asombro de Bundle.

—O mucho me equivoco, o es mi viejo amigo el barón Lollipop.

—¿Barón... qué?

—Lo llamo Lollipop por comodidad. La pronunciación de su apellido endurece las arterias.

—Yo casi destrocé el teléfono esta mañana —dijo Bundle—. ¿Conque el barón? Preveo que me lo largarán esta tarde... y he soportado a Isaacstein hasta ahora. ¡Que le aguante George! ¡Al infierno con la política! Perdóneme, mister Cade; tengo que socorrer a mi viejo y desventurado progenitor.

La joven se precipitó hacia la casa.

Anthony la contempló meditabundo, con un cigarrillo encendido entre los dedos, hasta que percibió un roce cerca de él. Estaba a dos pasos de la caseta de los botes, de cuya esquina semejaba proceder el ruido. Se le ocurrió que alguien intentaba sofocar un estornudo.

—¿Quién andará por ahí? —se dijo—. Lo mejor será verlo.

Uniendo la acción al pensamiento, se libró del cigarrillo y corrió, ágil y silenciosamente, alrededor del referido edificio.

Sorprendió a un hombre que se levantaba del suelo, en el que había estado arrodillado. Era alto, llevaba un gabán claro, gafas y una corta barba puntiaguda. El conjunto resultaba afectado. Tendría de treinta a cuarenta años; su apariencia era respetable.

—¿Qué hace usted aquí? —inquirió Anthony.

El hombre no era huésped de lord Caterham.

—Le pido perdón —dijo el extraño, con un inconfundible acento extranjero y una sonrisa que pretendía ser agradable—. Me he extraviado al regresar a la posada. ¿Tendría monsieur la bondad de orientarme?

—Con mucho gusto. Pero no es necesario que vaya a nado.

—¿Cómo? —exclamó el extranjero desconcertado.

—Dije que no es necesario nadar —repitió Anthony, mirando al lago— A alguna distancia de aquí hay un camino para los transeúntes; esta parte del parque está reservada para el dueño de la finca.

—Lo siento de veras. Me perdí. Le agradecería que me indicara la dirección exacta.

Anthony se abstuvo de decir que agazaparse detrás de una caseta era una forma harto extravagante de pedir orientación. Tomó suavemente el brazo del extranjero.

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