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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (15 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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Anthony enfiló el bote hacia la orilla.

—¿Y qué será de mí? —gimió—. No quiero convertirme en tercero en discordia. ¿Son ésas sus hermanas?

—Sí. Cuidado o le echarán el lazo.

—Me gustan los niños. Tal vez les enseñe un juego tranquilo e intelectual.

—No se queje después de que no le avisé.

Dejando a Bundle en compañía del desconocido Bill, Anthony se encaminó al punto en que unos gritos agudos turbaban la paz de la tarde. Le acogió una exclamación.

—¿Sabe jugar a los pieles rojas? —preguntó Guggle severamente.

—Bastante bien. Escuchad cómo chillo cuando me arrancan la cabellera.

Anthony soltó un alarido.

—¡No está mal! —condescendió Winkle—. Ahora aúlle como un indio bravo.

Anthony lanzó un grito estremecedor. Un minuto después la partida de pieles rojas pisaba el sendero de la guerra.

Al cabo de una hora, Anthony, enjugándose la frente, se aventuró a preguntar si había mejorado la
migraine
de la institutriz. Se alegró de saber que la señorita estaba algo aliviada. Su simpatía le valió que le invitaran a tomar el té en la sala de las niñas.

—Y nos contarás lo del hombre que viste ahorcar —sugirió Guggle.

—¿Tienes un trozo de soga? —inquirió Winkle.

—En la maleta —respondió Anthony—. Os regalaré un recorte.

Winkle lanzó el aullido dakota de satisfacción.

—Habremos de asearnos —dijo Guggle lúgubremente—. Te esperaremos, no lo olvides.

Anthony juró que nada le impediría acudir a la cita. Las dos niñas corrieron hacia la mansión. Anthony las contempló y, mientras lo hacía, se percató de que un hombre se alejaba por el lado opuesto de un bosquecillo y atravesaba precipitadamente el parque. Era el desconocido de la barbita negra. Se preguntó si le seguiría. Mister Hiram P. Fish salió de un macizo de arbustos y se sobresaltó al verle.

—¿Le molesta el mundanal bullicio? —preguntó Anthony.

—No, gracias a Dios.

La placidez del estadounidense no era tan evidente como afirmaba. Estaba sonrojado y respiraba como si hubiera galopado a lo largo y ancho de la arboleda. Sacó su reloj.

—Es la hora de la institución británica del té —comentó, y giró hacia la casa.

Anthony fue distraído de sus reflexiones por el superintendente Battle, quien, sin el menor ruido, como si brotara de la tierra, se puso a su lado.

—¿De dónde sale? —dijo irritado.

Battle señaló el grupo de árboles que había detrás de ellos.

—Ese sitio se ha puesto ahora muy de moda —dijo Anthony.

—¿Meditaba, mister Cade?

—Sí. Intentaba sumar dos, uno, cinco y tres de suerte que el total fuese cuatro. Y no lo logré, Battle; es imposible.

—Tiene que serlo.

—Deseaba verle. Superintendente, quiero irme. ¿Me lo permite? Battle, como siempre, no traicionó ningún sentimiento. Su contestación fue pronta e indiferente.

—Depende de su destino.

—Pondré las cartas sobre la mesa, Battle. Deseo ir a Dinard, al castillo de la señora condesa de Breteuil. ¿Es factible?

—¿Cuándo, mister Cade?

—Mañana, por ejemplo, después de la indagatoria judicial. Regresaría el domingo por la tarde.

—Ya —dijo Battle lacónicamente.

—¿Consiente?

—No objeto en principio, a condición de que vaya a ese lugar y regrese sin entretenerse.

—Battle, no tiene usted rival. O me aprecia de modo extraordinario o es verdaderamente artero. ¿Cuál de las dos cosas es?

Battle se limitó a reír.

—Muy bien. Comprendo que tomará precauciones tales como que me sigan sus hábiles satélites. Pero deseo saber la verdad.

—Estoy desconcertado, mister Cade.

—Las Memorias... ¿por qué causan tanto alboroto? ¿Eran las únicas? ¿Qué me esconde usted?

Battle tornó a sonreír.

—Véalo así: le hago un favor porque me ha impresionado agradablemente, mister Cade. Quisiera que trabajase en mi bando. El aficionado y el profesional se entenderían bien, puesto que uno goza de intimidad y el otro de experiencia.

—Ansié siempre probar mi suerte como detective.

—¿Qué ideas le inspira este asesinato, mister Cade?

—Muchas, preguntas en su mayoría.

—Póngame un ejemplo.

—¿Quién reemplazará a Miguel en el trono? La cuestión es importante.

—¿También se le ha ocurrido eso, señor? —exclamó Battle, en tono seco—. El príncipe Nicolás Obolovitch, primo del difunto.

—¿Dónde está en este instante? —continuó Anthony y desvió la cara para encender un cigarrillo—. Lo sabe usted, Battle; no lo niegue, porque no le creeré.

—Nuestras noticias le sitúan en Estados Unidos. Por lo menos estaba en Norteamérica hasta hace poco, buscando dinero a cambio de esperanzas.

Anthony profirió una interjección de sorpresa.

—Inglaterra apoyaba a Miguel; y Estados Unidos a Nicolás. En ambos países un grupo de negociantes ambiciona concesiones petrolíferas. El partido monárquico adoptó a Miguel; y ahora debe encontrar otro paladín. Mister Isaacstein y compañía, así como George Lomax, chirrían los dientes, y Wall Street se regocija. ¿Me equivoco?

—Ronda la verdad.

—¡Hum! Casi estoy seguro de lo que había en esa arboleda.

Battle sonrió.

—La política internacional me encanta, pero tengo que irme —dijo Anthony—. Me han citado unas damiselas.

Una vez en la casa, Tredwell le dio instrucciones que le guiaron al cuarto de las niñas. Llamó, entró y le acogió una tempestad de jubilosos chillidos.

Guggle y Winkle le transportaron en triunfo hasta la institutriz.

Las convicciones de Anthony se tambalearon. Mademoiselle Brun era pequeña, cincuentona, entrecana, cetrina... ¡y un bigote medraba en su labio superior!

¿Dónde estaba la embrujada y notoria aventurera?

«Me porto como un idiota —pensó Anthony—. Es igual. A mal tiempo, buena cara.»

Inició una amena charla con la institutriz, a quien envaneció la presencia de un joven tan apuesto. El té fue un éxito.

Aquella noche, en su elegante dormitorio, Anthony no se cansó de menear la cabeza. «He vuelto a meter la pata. Este asunto ha embotado mi olfato», se dijo.

Se inmovilizó de pronto.

—¿Qué hay?

La puerta se abrió poco a poco. Un hombre se paró de frente, a un metro de ella, un gigante rubio, de hercúlea constitución. Sobre sus prominentes pómulos lucían unos ojos ensoñadores y fanáticos.

—¿Quién es usted? —le disparó Anthony.

—Boris Anchoukoff.

—¿El ayuda de cámara del príncipe Miguel?

—Sí. Serví a mi amo. Ha muerto. Ahora le serviré a usted.

—Muchas gracias, pero no necesito criado.

—Es usted mi amo. Le obedeceré fielmente.

—Sí... Oiga... Ni deseo un criado, ni tengo dinero para pagarle.

Boris Anchoukoff le miró dolido.

—No pido dinero. Serví a mi amo. A usted le serviré hasta la muerte.

Se arrodilló de pronto y, apoderándose de una mano de Anthony, la aplicó a su frente. Se levantó de un salto y se fue tan inesperadamente como había llegado.

Anthony se había quedado de piedra.

—¡Qué extraño! Fiel como un perro. Son curiosos los instintos de los balcánicos —murmuró, y reanudó su paseo—. De todos modos... es un contratiempo... a estas alturas.

Capítulo XVII
-
Aventura a medianoche

La indagatoria judicial se celebró a la mañana siguiente. Fue muy distinta de las que cuentan las novelas. La supresión de los detalles más interesantes contentó aun al mismo Lomax. El superintendente Battle y el fiscal, ayudados del jefe de policía, habían reducido los procedimientos a un mínimo de hastío.

Anthony se marchó sin ostentación inmediatamente después del juicio.

Su partida fue el único punto luminoso del día para Bill Eversleigh. George Lomax, en su miedo obsesionante de que se divulgara algo oneroso para su Ministerio, hubiera apurado la paciencia de un santo. Había tenido a miss Oscar y a Bill en estado de alarma. La primera había efectuado lo útil y lo interesante; el segundo había trotado de acá para allá como portador de recados, descifrando telegramas y escuchando las aburridas y estereotipadas frases de su antipático jefe.

Así, pues, el joven, completamente derrengado, se acostó temprano el sábado por la noche. El tiránico comportamiento de George había obstaculizado que cambiase un par de palabras con Virginia, y por ello sentíase injuriado y resentido. Su único consuelo era la desaparición del sujeto de las colonias, que hasta entonces monopolizara el trato de Virginia. Y, desde luego, si George Lomax se empeñaba en hacer el asno... Bill se durmió disgustado. El sueño le alivió. Virginia figuraba en él.

Fue un sueño heroico, en que surgían llamas y en que él tenía el papel de salvador. Bajaba, en brazos, a Virginia, que se había desmayado, del último piso y la ponía en la hierba. Luego iba en busca de unos bocadillos. Los bocadillos eran esenciales. George los poseía, pero, en vez de entregárselos a Bill, empezaba a dictar telegramas. Estaban ya en la sacristía de una iglesia y Virginia llegaría de un momento a otro a casarse con él. ¡Horror! Bill vestía pijama. Debía ir a su casa a cambiarse. Se abalanzó al coche. El vehículo no andaba. ¡El depósito de gasolina estaba vacío! Y Virginia apareció en un enorme autocar y se apeó del brazo del barón calvo, fresca, pimpante, elegante en su traje gris. Fue hasta él y le sacudió juguetona de los hombros. «Bill», decía. «¡Oh, Bill!» Y le sacudió con más fuerza. «Bill... ¡Despierta! ¡Despierta, por favor!»

Bill se despertó. Se hallaba en su alcoba de Chimneys. Mas el sueño se adhería a él, porque Virginia se inclinaba sobre la cama y repetía las mismas frases.

—Despierta, Bill. ¡Oh, despierta!

—¡Hola! —exclamó Bill, sentándose—. ¿Qué sucede?

—¡Gracias a Dios! —dijo Virginia—. Duermes como un tronco; me cansé de sacudirte. ¿Estás despierto?

—Creo que sí —respondió dudoso Bill.

—¡Duermes como un tronco! Todavía tiemblo a causa del esfuerzo.

—No eres justa —dijo Bill indignado—. Virginia, es impropio de ti... Una joven viuda no debe invadir las habitaciones de los solteros.

—No seas idiota. Ocurren cosas.

—¿De qué clase?

—Cosas muy raras... en la cámara del consejo. Oí un portazo y bajé a investigar, y vi entonces una luz en ella. Avancé sin ruido hasta la puerta y fisgué por una rendija. Si mi visión fue reducida, no por eso fue menos extraordinaria, tanto que sentí apremio de ver más... pero necesitaba antes la compañía de un hombre guapo, fuerte y grande. Y por eso vine a llamarte. He tardado siglos en despertarte.

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Bill—. ¿Acometer a los ladrones?

Virginia arrugó la frente.

—Temo que no sean ladrones, Bill. La situación es rarísima... No perdamos más tiempo. Levántate.

Bill renunció al tibio lecho.

—Espera. Me pondré las botas claveteadas. Mi estatura y mi fuerza no me ciegan hasta el punto de combatir descalzo con criminales endurecidos.

—Me gusta tu pijama —comentó Virginia—. Es policromo sin vulgaridad.

—Puesto que de ello hablamos —repuso Bill poniéndose la segunda bota—, admiro profundamente el bonito verde de lo que llevas puesto. ¿Qué es? ¿Un camisón?

—Es un salto de cama. Me alegro de tu inocencia.

—¡Hum! —gruñó Bill.

—No protestes. Me gustas mucho. Mañana por la mañana, hacia las diez, calmadas ya nuestras emociones, quizá te dé un beso.

—Los besos saben mejor si son espontáneos —insinuó Bill.

—Seamos prácticos. ¿Te pones una careta antigás y una cota de malla, o ya estás dispuesto para la lucha?

—Lo estoy.

Se embutió en un atractivo batín y empuñó un atizador.

—El arma ortodoxa —dijo.

—Vamos. No hagas ruido —suplicó Virginia.

Al pie de la amplia escalinata doble, Virginia arrugó el ceño.

—Tus botas son la antinomia del silencio, Bill.

—Los clavos serán siempre clavos. Hago lo que puedo.

—Tendrás que quitártelas.

Bill gimió.

—Llévalas en la mano. Has de descubrir lo que sucede en la cámara del consejo. Es muy misterioso, Bill, ¿desmontaría un ladrón una armadura?

—Supongo que si no puede llevársela entera...

Virginia no pareció satisfecha.

—¿Para qué robará una pila de metal herrumbroso? Chimneys está lleno de tesoros de más fácil acarreo.

—¿Cuántos hay? —preguntó Bill, asiendo firmemente el atizador.

—Ya sabes cómo son los ojos de las cerraduras... no lo aprecié bien. Sólo brillaba una linterna.

—Ya se habrá ido —dijo Bill esperanzado.

Sentóse en un escalón a quitarse las botas. Con ellas en la mano, se deslizó por el pasillo de la cámara del consejo, seguido de cerca por Virginia. Se detuvieron frente a la maciza puerta de roble. En la sala imperaba el silencio. De pronto Virginia le apretó un brazo. Una luz había centelleado fugazmente en el agujero de la cerradura.

Bill se arrodilló para mirar por el orificio. Lo que vio fue en extremo confuso. El drama representado en la estancia quedaba a la izquierda, fuera de su radio visual. Un apagado sonido metálico revelaba de cuando en cuando que el intruso o intrusos se atareaban aún con la armadura. Había dos, recordó Bill, al pie del retrato de Holbein. La linterna debía de iluminarlos. El resto de la habitación estaba a oscuras. Un bulto cruzó inesperadamente la línea de visión de Bill, irreconocible en las tinieblas. Tanto podía ser varón como mujer. Volvió a pasar frente a la cerradura y los choques de metal continuaron. Oyeron unos nudillos que percutían la madera.

Bill se sentó sobre sus talones.

—¿Qué hay? —susurró Virginia.

—Nada. No desperdiciemos más tiempo. Ni les vemos, ni imaginamos qué se proponen. Les voy a acometer. Virginia, escucha —dijo Bill, después de calzarse—, abriremos la puerta despacito. ¿Sabes dónde está el interruptor?

—Sí, junto a la entrada.

—Espero que no habrá más de dos. Quizá sea uno solo. Entraré en la habitación en cuanto pueda y, cuando yo diga «ahora», enciendes las luces, ¿entendido?

—Perfectamente.

—No grites ni te desmayes. No consentiré que te hagan daño.

—¡Héroe mío! —murmuró Virginia.

Bill, sospechando que se burlaba de él, intentó contemplarla en la oscuridad. Hubo un leve sonido que tanto pudo ser un sollozo como una carcajada. Apretó el atizador. Creía hallarse a la altura de las circunstancias.

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