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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (23 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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Virginia fue hasta la chimenea, desde donde habló con voz fría y vibrante como el acero:

—Ha pasado por alto un hecho, mister Lemoine. Mister Cade no fue el único huésped que desapareció ayer en circunstancias anormales.

—¿Es que...?

—Sus deducciones pueden aplicarse igualmente a otra persona. ¿Qué le parece mister Fish?

—¡Bah!

—Sí, mister Fish. ¿Fue usted o no quien informó que el rey Víctor estuvo en los Estados Unidos antes de venir a Inglaterra? Ciertamente, mister Fish trajo una carta de presentación de un personaje harto conocido, pero eso sería una bicoca para un hombre de la habilidad del rey Víctor. Desde luego, no es lo que pretende. Lord Caterham ha comentado que jamás habla cuando se trata de las ediciones príncipe que tanto le interesan. Y no es éste el único hecho misterioso en lo que le concierne. La noche del asesinato, la luz de su cuarto se encendió; la de los hechos de la cámara del consejo, le descubrí en el jardín completamente vestido... Él pudo perder el papel. Usted no vio que se le cayera a mister Cade. Éste quizás haya ido a Dover... a investigar, tal vez le hayan secuestrado... En suma, y a mi juicio, la conducta de mister Fish resulta más extraña que la de mister Cade.

—Sí, madame, desde su punto de vista —exclamó Lemoine—. No lo discuto. Hasta confieso que mister Fish no es lo que parece.

—Pues...

—Pues la situación no varía. Madame, mister Fish es agente de la agencia Pinkerton.

—¿Cómo? —gritó Caterham.

—Sí, milord. Vino tras las huellas del rey Víctor. El superintendente Battle y yo hace tiempo que lo sabemos.

Virginia se sentó poco a poco. Aquellas palabras habían demolido el edificio que había construido tan cuidadosamente.

—Nos reunimos aquí, creyendo, y los hechos parecen darnos la razón, que el rey Víctor perdería su libertad en Chimneys —añadió Lemoine. 

Virginia rió de pronto.

—Aún no le han cogido. 

Lemoine la contempló.

—¿Y su famoso ingenio para burlar a la justicia? 

La cólera oscureció la faz de Lemoine.

—En esta ocasión será muy distinto —masculló entre dientes.

—Es un hombre muy atractivo —terció Caterham—. Pero, Virginia, ¿no era un antiguo amigo suyo?

—Por ello creo que el señor Lemoine se equivoca —dijo la joven. 

Sus ojos se encontraron con los del detective.

—El tiempo dirá, señora.

—¿Afirma que él mató al príncipe Miguel? —preguntó Virginia.

—Sí.

—¡Oh, no! —replicó Virginia—. ¡No! Estoy convencida de que Anthony no asesinó a Miguel. 

Lemoine la observaba.

—Tal vez acierte usted, madame. Existe la posibilidad... Boris pudo excederse y disparar el revólver. El príncipe pagó quizá con ello algún acto cruel e injusto.

—Sí, parece un criminal —convino el marqués—. Las criadas gritan, me han dicho, cuando se encuentran con él en los pasillos.

—Me voy —dijo Lemoine—. Tenía la obligación de informarle, milord.

—Muchas gracias. ¿No bebe? Como guste. Buenas noches.

—Aborrezco a ese hombre, su barbita y sus gafas —chilló Bundle al cerrarse la puerta detrás del francés—. ¡Ojalá Anthony se ría de él! Me divertiría verle bailar de furia. ¿Y tú, Virginia?

—Yo me voy a la cama. Estoy fatigada.

—Voto por ello —dijo Caterham—. Son las once y media. 

Virginia atravesó el vestíbulo en el momento en que un torso hercúleo se marchaba discretamente por una puerta lateral.

—¡Superintendente! —llamó imperiosa. 

Battle volvió de mala gana sobre sus pasos.

—¿Mistress Revel?

—Lemoine nos ha visitado. Dice... ¿Es verdad que mister Fish es un detective?

—Sí.

—¿Lo supo usted desde el principio?

Battle inclinó la cabeza. Virginia fue hacia la escalinata.

—Gracias.

Hasta entonces se había negado a creerlo. ¿Y en aquel instante...? Sentada a su tocador, se enfrentó con la cuestión. Todas las palabras de Anthony resurgieron, llenas de sentido, en su memoria.

—¿Cuál sería la «carrera» de que había hablado? ¿La «carrera» a la que había renunciado?

Un ruidillo la distrajo de su meditación. Su reloj de oro señalaba algo más de la una. Sus reflexiones habían durado dos horas aproximadamente.

Repitióse el ruido. Sonaba en el vidrio del balcón. Virginia lo abrió. Abajo, en el sendero, había un hombre alto, agachado para recoger más piedrecillas.

El corazón de Virginia se desbocó... A continuación reconoció la línea, ruda, maciza, vigorosa, del herzoslovaco Boris.

—¿Qué quiere? —preguntó impaciente.

—El señor me envía —respondió Boris en un murmullo, que, no obstante, ella oyó claramente.

—¿Para qué?

—Debo conducirla hasta él. Ahora le lanzo su billete. 

Un papel, lastrado con una piedra, cayó a los pies de Virginia, que se había apartado de la ventana. Desdobló y leyó:

«Querida: Estoy en un apuro, pero saldré adelante. Si confía en mí, acuda a mi lado»

Virginia, inmóvil, releyó varias veces aquellas frases. Miró, como si la descubriera entonces, la lujosa alcoba. Nuevamente se asomó a la ventana.

—¿Qué debo hacer? —indagó.

—Los detectives están en la otra parte de la casa, en el exterior de la cámara del consejo. Baje usted y salga por esta puerta. La espero. Un coche nos aguarda en la carretera.

Virginia cambió su salto de cama por un vestido marrón claro de género de punto y se puso un sombrerito de piel del mismo color.

Escribió una nota destinada a Bundle y la clavó en la almohada.

Descendió y tiró de los cerrojos de la puerta lateral. Vaciló un segundo, pero con el mismo aire de reto que sus antepasados en las Cruzadas, salió al jardín.

Capítulo XXVI
-
El 13 de octubre

A las diez de la mañana del miércoles, 13 de octubre, Anthony preguntó en el mostrador de recepción del hotel Harridge por el barón Lolopretjzyl, que ocupaba en él una serie de habitaciones.

Tras una espera decorosa y solemne, el joven fue conducido a dichas habitaciones. El barón se hallaba en el centro de la alfombra y el pequeño capitán Andrassy, igualmente correcto, aunque más hostil, estaba asimismo presente.

Hubo las reverencias, taconazos y las palabras de etiqueta reglamentaria. A aquellas alturas, el visitante ya dominaba la rutina.

—Perdone mi extemporánea aparición, caballero —dijo Anthony, depositando sombrero y bastón en una mesita—. Me obliga a importunarle una oferta...

—¡Ah! —exclamó el barón.

El capitán Andrassy, que no se había rehecho de la desconfianza que el joven le inspiraba, arrugó el ceño.

—Los negocios se fundan en la bien conocida ley de la oferta y la demanda —prosiguió Anthony—. Uno tiene algo que otro hombre desea. Cabe únicamente discutir el precio.

El barón indicó en silencio que atendía.

—No habrá chalaneos entre un aristócrata herzoslovaco y un caballero inglés —agregó rápidamente Anthony.

Le ruborizó emplear aquellas frases, que sonaban forzadas en labios británicos, pero cuyo efecto en la mentalidad del barón ya había podido experimentar. En efecto, el ensalmo tuvo éxito.

—Desde luego, desde luego —concedió el barón meciendo la cabeza. El capitán Andrassy perdió en parte su rigidez y le imitó.

—Pues bien; no me andaré por las ramas... —continuó Anthony.

—¿Qué es eso? —interrumpió el barón—. ¿Andarse por las ramas? No le comprendo.

—Es una metáfora, señor barón. O sea: usted posee mercancías que yo necesito o viceversa. El barco está aparejado, pero le falta el piloto o, si lo prefiere, el partido monárquico de Herzoslovaquia carece de jefe visible. En la actualidad no tiene la pieza fundamental de su programa político... Supongamos, sólo supongamos, que yo le suministro un príncipe...

—No le entiendo lo más mínimo —declaró el barón, y sus ojos se desorbitaron.

—¿Nos insulta, caballero? —preguntó el capitán, atusándose el bigote con fiereza.

—¡Dios me libre! —exclamó Anthony—. Procuro ayudarles, mediante la oferta y la demanda, limpia y justamente. Véase la marca de fábrica: el príncipe será auténtico. Podrá comprobarlo si se aviene a condiciones.

—Ni lo más mínimo le comprendo yo —declaró de nuevo, en su peor inglés, el barón.

—En el fondo no importa sino que se acostumbre a la idea —aseveró Anthony—. En términos vulgares diría que escondo algo en el bolsillo. Si necesita un príncipe, y su necesidad es real, yo le proporcionaré uno, bajo determinadas condiciones.

El barón y el capitán le observaban atónitos. El joven recobró su bastón y su sombrero y se dispuso a partir.

—Reflexionen. Mi querido barón, le suplico otra cosa... que venga esta noche a Chimneys con el capitán Andrassy. ¿Acepta la cita? ¿Nos veremos a las nueve en la cámara del consejo? Gracias, caballeros. Confío completamente en su asistencia.

El barón avanzó una zancada para mirarle de hito en hito.

Anthony le respondió con una firme mirada y una nota extraña en la voz:

—Barón, al concluir la noche, reconocerá que hablo en serio.

Hizo una reverencia y se fue.

Su diligencia siguiente fue presentar su tarjeta en las oficinas de mister Herman Isaacstein.

Le recibió, tras previa espera, un alto empleado, pálido y exquisitamente vestido, de atractiva sonrisa, que exhibía un título militar.

—¿Desea ver a mister Isaacstein? Esta mañana está muy atareado. ¿En qué puedo servirle?

—Debo verle —insistió Anthony, y agregó displicente—: Vengo con tal propósito desde Chimneys.

La mención de la famosa finca campestre obró el milagro.

—¡Oh! Le informaré de su presencia.

—Insista en que es importante.

—¿Le envía lord Caterham?

—Algo por el estilo. Es imperativo que vea de inmediato a mister Isaacstein.

Un par de minutos más tarde, Anthony entraba en un suntuoso despacho, del que le impresionaron sobre todo el inmenso tamaño y la comodidad de los sillones.

De uno de ellos se levantó Isaacstein para recibirle.

—Le ruego que perdone mi intromisión —se excusó Anthony—. No abusaré del tiempo de un hombre tan ocupado como usted. Me trae, ¿cómo no?, un pequeño negocio.

Isaacstein le contempló un rato.

—Tome un cigarro —declaró de pronto tendiéndole una caja abierta.

—Gracias. Pensemos en la situación de Herzoslovaquia —propuso Anthony, aceptando una cerilla—. El asesinato del príncipe Miguel habrá ocasionado bastante trastorno en aquel Estado.

Isaacstein alzó una ceja, profirió una exclamación interrogativa y alzó la vista al techo.

—El petróleo es un líquido maravilloso —continuó Anthony, desviando los ojos hacia la brillante superficie del escritorio.

El financiero se impacientó.

—¿Por qué no habla claro, mister Cade?

—Aceptaré la insinuación. Mister Isaacstein, ¿le disgustaría que esas concesiones petrolíferas beneficiasen a otra Compañía?

—¿Qué me propone?

—Un aspirante al trono que simpatiza con Inglaterra.

—¿De dónde lo sacará?

—Ese problema es cosa mía.

Isaacstein sonrió. Mas sus ojos eran duros y calculadores.

—¿Auténtica materia prima? Me enfurecería una broma.

—Materia de primera calidad.

—¿Palabra?

—Palabra.

—Le creo.

—No me ha costado convencerle —dijo Anthony.

—¿Habría llegado a mi actual posición si no supiera cuándo un hombre dice la verdad? —preguntó Isaacstein con sencillez— ¿Qué condiciones exige?

—Las mismas, el mismo préstamo que ofreció al príncipe Miguel.

—¿Y para usted?

—De momento sólo tiene que ir esta noche a Chimneys.

—Imposible —repuso Isaacstein con bastante energía.

—¿Por qué?

—Tengo un banquete importante.

—Pues no irá a él... en su propio beneficio.

—¿Cómo?

Anthony le miró a la cara.

—¿Sabe que han descubierto el revólver que mató a Miguel? ¿Sabe dónde lo encontraron? En su maleta.

—¿Eh?

Isaacstein saltó de su butaca. El temor contrajo su faz.

—¿Qué dice?

—En seguida se lo explico.

Anthony expuso los hechos concernientes al hallazgo del arma. Los labios del financiero temblaron con un horror que se extendió por todo su rostro.

—¡Es falso! —chilló al terminar Anthony—. Nunca lo vi. No sé nada de él. ¡Es una conjuración!

—Cálmese —demandó el joven—. Pronto demostrará su inocencia.

—¿Cómo? ¿Cómo la probaré?

—En su caso, yo me presentaría en Chimneys esta noche.

—¿Me lo aconseja? —preguntó Isaacstein en tono de duda. Anthony le susurró unas frases en el oído. El financiero se desplomo contra el respaldo de la butaca.

—¿Acaso...?

—Compruébelo usted mismo —dijo Anthony.

Capítulo XXVII
-
Aquella noche

El reloj de la cámara del consejo dio las nueve.

—Llegarán ahora —suspiró lord Caterham—. Y llegarán como los perros falderos agradecidos, meneando la cola...

Entraron el barón y el capitán.

—El bohemio con el mico —murmuró el marqués—, célebre en las ferias...

—Eres injusto con el barón —protestó Bundle, que era el recipiente de tales confidencias—. Me dijo que te consideraba el dechado de la hospitalidad británica entre la
haute noblesse
.

—Pronuncia siempre frases altisonantes. Por ello es tan fatigoso hablar con él. Mi instinto hospitalario empieza a romperse. En cuanto me sea posible, alquilaré Chimneys a un estadounidense emprendedor y me iré a vivir a un hotel. En ellos, al menor tropiezo, se pide la cuenta y se marcha uno.

—¡Vamos, vamos! Te has librado de mister Fish.

—¡Claro! Como me divertía... —replicó el marqués, que estaba de humor contradictorio—. Tu pretendiente ha tenido la culpa. ¿Por qué convierte mi hogar en un círculo político? ¿Por qué no se establece en cualquier finca rural y se harta de charlar en ella?

—El ambiente no sería el mismo —contestó Bundle.

—¿Nos harán una jugarreta? —se asustó su padre—. Ese francés me da mala espina. La policía de su país es muy eficiente. Te rodea de gomas el brazo, reconstruye el crimen, te pone nervioso y tus reacciones quedan registradas en un termómetro... Sé que cuando griten: «¿Quién mató al príncipe Miguel?», mi temperatura ascenderá a cuarenta grados y me meterán en la cárcel. ¡Es horrible!

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