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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (25 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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—Fíjese bien. Prescinda del maquillaje —aconsejó Anthony—. Acuérdese de que fue excelente actriz.

—¡Dios mío! ¡No! ¡Imposible! —gimió el barón.

—¿Qué es imposible? —inquirió George—. ¿Quién es esta señora? ¿La reconoce, barón?

—No, no, no es posible —repitió el barón sin hacerle caso—. La mataron. Mataron a los dos en la escalera del palacio. ¡La enterramos!

—Mutilada e irreconocible —le recordó Anthony—. Les engañó. Debió de huir a América y pasar varios años oculta por culpa de su terror a los Camaradas de la Mano Roja, que habían dirigido la revolución y que le tenían inquina. El rey Víctor recobró la libertad. Juntos proyectaron recobrar el diamante. Lo buscaba ella la noche en que el príncipe Miguel la descubrió y la reconoció. Ordinariamente, y puesto que los príncipes no suelen reparar en la servidumbre, no corría peligro. Y podría retirarse con una conveniente
migraine
, como el día en que vino el barón.

»Empero, encontróse cara a cara con el príncipe Miguel cuando menos lo esperaba. Se veía amenazada por la desgracia y la infamia. Y disparó contra él. Fue ella quien guardó el revólver en la maleta de mister Isaacstein para borrar su pista y quien devolvió las cartas.

Lemoine dio un paso adelante.

—¿Vino a buscar la joya aquella noche? —dijo—. ¿No iría al encuentro de su cómplice, el rey Víctor? ¿Qué contesta?

—¡Qué persistente es usted, mi querido Lemoine! —se quejó Anthony—. ¿No le basta saber que me reservo un triunfo?

George, de mentalidad obtusa, intervino.

—Mi perplejidad se acrecienta. ¿Quién era su dama, barón? Usted la ha reconocido.

El barón se irguió.

—Se equivoca, mister Lomax. Jamás a esta señora vi. Una desconocida para mí es.

—Pero... —balbuceó George.

El barón le condujo a un rincón y murmuró algo. Anthony observó risueño en el semblante de George todos los síntomas de una apoplejía incipiente, y oyó su voz sonora tartamudeando:

—Claro... Claro... naturalmente... sería inútil... situación complicada, discreción suma.

—¡Ah! —gritó Lemoine, dando un manotazo a una mesa—. ¿Qué me importa el asesinato del príncipe Miguel? Yo busco al rey Víctor. Anthony hizo un gesto de piedad.

—Lo siento, Lemoine, en vista de su capacidad... Va a perder la última baza por mi culpa.

Apretó el timbre y apareció a los pocos instantes el mayordomo.

—Un caballero llegó conmigo esta noche, Tredwell.

—Sí, señor; un extranjero.

—Suplíquele, por favor, que se reúna con nosotros.

—Muy bien, señor. Tredwell se retiró.

—¿Qué es mi triunfo? El misterioso monsieur X —anunció Anthony—¿Quién es? ¿Lo adivinan?

—En vista de sus insinuaciones de esta mañana y de su actitud de esta noche —respondió Isaacstein—, no creo que quepa duda. Ha localizado al príncipe Nicolás de Herzoslovaquia.

—¿Opina lo mismo, barón?

—Sí. A menos que un impostor sea. Y creerlo no puedo. Conmigo sus tratos siempre honrados fueron.

—Gracias, barón. No olvidaré su gentileza. ¿Están todos de acuerdo?

Sus ojos recorrieron el círculo de rostros expectantes. Sólo el de Lemoine se desviaba hacia la mesa. Anthony oyó pasos en el vestíbulo.

—Pero, ¡ninguno de ustedes acierta! —exclamó con una extraña sonrisa.

Se dirigió rápidamente hacia la puerta y la abrió de par en par.

Ante ella había un hombre... Un hombre de barbita negra, gafas y atildada apariencia, descompuesta únicamente por las vendas que rodeaban su cráneo.

—Permítanme que les presente a monsieur Lemoine, de la Sûreté de París.

Hubo una carrera y un baque, y después los acentos nasales de la voz de mister Hiram P. Fish sonaron tranquilamente en la ventana.

—No, hijo mío, por aquí no. He estado estacionado aquí toda la noche con el objeto particular de estorbar su fuga. Le apunta mi excelente automática. Vine a cazarle y lo he logrado... Pero es usted un chico muy notable.

Capítulo XXIX
-
Más aclaraciones

—Nos debe una explicación, mister Cade —dijo Herman Isaacstein, algo más tarde.

—Poco resta que no sepan —respondió Anthony—. Fui a Dover y Fish me siguió en la creencia de que yo era el rey Víctor. El descubrimiento de un desconocido, prisionero de los secuaces del malhechor, y su relato subsiguiente, nos lo revelaron todo. La historia se repetía. El verdadero policía había sido secuestrado y el falso, en este caso el rey Víctor, ocupaba su lugar. Battle pensó siempre con reparos en su colega y pidió a París sus huellas dactilares y otros medios de identificación.

—¡Ah! —exclamó el barón—. Las huellas y las medidas antropométricas de que el rufián habló.

—Fue un estupendo rasgo de inteligencia —dijo Anthony—. Lo admiré tanto, que quise forzarle la mano. Mi conducta embrollaba al falso Lemoine. Mi información sobre las hileras y la joya le impulsaron a avisar a su cómplice y, al mismo tiempo, a mantenernos en la cámara del consejo. El billete fue dirigido a la Brun. Tredwell lo entregó inmediatamente. La acusación de Lemoine de que yo era el rey Víctor fue un medio para distraer e impedir que alguien se marchase de la sala. En cuanto quedase aclarada mi personalidad y acudiéramos a la biblioteca en busca de la joya, creyó que ésta ya habría desaparecido.

George carraspeó.

—Debo aclarar, mister Cade, que considero sus actos altamente reprensibles. Uno de nuestros bienes patrios pudo desaparecer para siempre si su proyecto llega a fracasar. Fue una temeridad, una temeridad.

—¿Todavía no lo ha descubierto, mister Lomax? —preguntó Fish, arrastrando las sílabas—. El histórico diamante jamás estuvo detrás de los libros de la biblioteca.

—¿Jamás?

—Sí.

—El acertijo, o el emblema, del conde Stylpitch significaba ahora, igual que en su época, una rosa —expuso Anthony—. La tarde del lunes, en que lo resolví, fui a la rosaleda. Mister Fish había tenido la misma idea. Si se dan, de espaldas al reloj de sol, siete pasos adelante, ocho a la izquierda, y tres a la derecha, se llega a un rosal cuyas rosas se denominan Richmond. A nadie se le ocurrió cavar en el jardín durante los registros. Les animo a que lo hagan mañana por la mañana.

—Por consiguiente, los libros de la biblioteca...

—Fue una invención mía para picar a la dama. Mister Fish, apostado en la terraza, silbó cuando psicológicamente había llegado el momento. Él y yo implantamos la ley marcial en la casa de Dover para que los Camaradas no avisasen al falso Lemoine.

—Bueno, bueno —rió el marqués—. El problema se ha resuelto de modo satisfactorio.

—Menos una cosa —objetó mister Isaacstein.

—¿Cuál?

El gran financiero miró directamente a Anthony.

—¿Para qué me trajo aquí? ¿Para que presenciase un intrigante drama?

—No, mister Isaacstein —repuso Anthony—. Su tiempo es oro. Su primera visita a esta casa, ¿a qué se debió?

—Al propósito de negociar un empréstito.

—¿Con quién?

—Con el príncipe Miguel de Herzoslovaquia.

—Exactamente. El príncipe Miguel ha muerto. ¿Ofrecería el mismo empréstito, en idénticas condiciones, a su primo Nicolás?

—Pero falleció en el Congo.

—Si falleció, yo le maté. ¡Oh, no, no soy un asesino! Quiero decir: fui yo quien propagó la noticia de su muerte. Le prometí un príncipe, Isaacstein. ¿Le sirvo yo?

—¿Usted?

—En efecto, yo soy su hombre, Nicolai Sergius Alexander Ferdinand Obolovitch. El nombre resultaba demasiado largo para el género de vida que me proponía llevar, por lo que me marché al Congo transformado sencillamente en Anthony Cade.

El pequeño capitán Andrassy se levantó de un salto.

—¡Increíble! ¡Imposible! —bufó—. Retire sus palabras, caballero.

—Le ofreceré toda clase de pruebas —contestó Anthony—. Podré convencer al barón.

El barón alzó la mano.

—Sus pruebas examinaré, sí. Pero no las necesito. Su palabra basta. Además, a su madre inglesa mucho se parece. Siempre pensé: «Este joven en regia cuna nacido ha».

—Le prometo, barón, no olvidar su confianza cuando llegue el día de la recompensa —dijo Anthony.

Se volvió hacia el superintendente, cuyo semblante no había perdido la impasibilidad.

—Mi postura ha sido muy precaria. ¿Quién poseía en esta casa más motivos que yo para que Miguel Obolovitch muriese? Yo era su heredero al trono. Le he tenido gran miedo a Battle, sospechaba de mí y sólo le contenía la falta de móvil.

—Nunca le creí culpable, señor —aseveró el superintendente—. En estas materias me guío por corazonadas. Pero noté que temía algo, y eso me extrañaba. Desde luego, enterado de quién era, me hubiese rendido a la evidencia y le habría arrestado.

—Me alegro de haber podido ocultarle un secreto. Me sonsacó todos los demás. Es usted un magnífico policía, Battle. En el futuro respetaré a Scotland Yard pensando en usted.

—¡Extraordinarios descubrimientos! ¡Sorprendentes noticias! —exclamó George—. Yo... apenas lo creo. Barón, ¿está seguro de...?

—Mi querido mister Lomax —dijo Anthony con una nota dura en la voz—. No es mi propósito pedir a su Ministerio que apoye mis aspiraciones sin ofrecer las pruebas documentales más concluyentes. Lo aplazaremos por ahora. Barón, usted, mister Isaacstein y yo negociaremos el empréstito.

El barón se puso en pie y entrechocó los talones.

—Alteza, el instante más dichoso de mi existencia será el día en que ocupe el trono de Herzoslovaquia —dijo solemnemente.

—¡Ah, barón! —profirió Anthony, cogiéndole del brazo—. Lo olvidaba. Hay que tomar en consideración algo más. Estoy casado.

El barón, palideciendo, retrocedió unos pasos.

—Algún contratiempo tenía que haber —tronó—. ¡Señor del Cielo! ¡Está casado con una negra africana!

—¡Hombre! No he llegado a tanto —rió Anthony—. Mi mujer es blanca de pies a cabeza.

—¡Uf!... Un enlace morganático respetable aceptarse puede.

—Es algo más. Será una reina tan digna como yo rey. No, no mueva la cabeza. Tiene el linaje necesario. Es hija de un par inglés cuya alcurnia se remonta al tiempo del Conquistador. Actualmente está de moda que los monárquicos se casen con personas de la aristocracia... Y ella posee cierto conocimiento de Herzoslovaquia.

—¡Dios mío! —gritó George, desquiciado de su habitual prudencia—. ¿Es...? ¡Oh, no! ¿Es Virginia Revel?

—Sí, es Virginia —respondió Anthony.

—Mi estimado muchacho... —chilló lord Caterham—. Perdón, quise decir Alteza. Le felicito de todo corazón. Es una criatura deliciosa, incomparable.

—Gracias, lord Caterham. Es lo que usted dice y mucho más.

Mister Isaacstein contemplaba a Anthony con curiosidad.

—Excúseme Su Alteza... Pero, ¿cuándo se casaron?

—Esta misma mañana.

Capítulo XXX
-
Anthony acepta un nuevo trabajo

—Caballeros, inmediatamente estoy con ustedes —dijo Anthony.

Esperó a que los presentes se fueran de la habitación y se volvió hacia el superintendente, que en aquel momento parecía absorto en el examen de los entrepaños.

—Battle, ¿qué desea preguntarme?

—¿Cómo lo ha adivinado, señor? Desde luego, ya sé que es usted muy listo... ¿La mujer muerta es la reina Varaga?

—Sí, pero lo mantendremos en secreto, porque afecta a mi familia.

—Mister Lomax se encargará de ello y quienes lo sabemos seremos discretos.

—¿Eso es todo?

—No, señor; ha sido una pregunta incidental. ¿Sería atrevido pedirle que me explicara por qué renunció a su apellido?

—Me «maté» por razones impecables. Mi madre fue inglesa y yo me eduqué en Inglaterra, que me interesó siempre más que Herzoslovaquia. Me avergonzaba andar por el mundo con un título de opereta. Mis ideas, en la adolescencia, fueron democráticas, creí en la pureza de la libertad y en la igualdad humanas, y desconfié de reyes y príncipes.

—¿Y desde entonces? —preguntó el superintendente.

—¡Oh! Desde entonces he viajado, visto países y comprobado que existe en ellos poquísima igualdad. No soy un apóstata de la democracia, pero hay que meterla a la fuerza en el gaznate del pueblo para que la digiera. Mi postrer creencia en la hermandad del hombre murió el día de mi llegada a Londres, cuando los ocupantes del vagón del metro se negaron a apartarse para que entrasen otros pasajeros. La gente no se convertirá en ángeles porque apelen a la parte noble de su naturaleza; sólo una fuerza juiciosa la obligará a ser relativamente decente con su vecino. La fraternidad humana, en la que tengo una fe teórica, es asunto del porvenir... Reinará dentro de unos diez mil años y pico. ¿Qué se logra con la impaciencia? El proceso de la evolución es lento.

—Sus doctrinas son muy interesantes, señor. Creo que será un excelente monarca.

—Gracias, Battle —dijo Anthony y suspiró.

—No parece usted muy dichoso, señor.

—¡Hum! Me divertiré, desde luego. Pero será un trabajo fijo y yo los he evitado siempre.

—¿Lo asume porque es deber suyo, señor?

—¡Cielos, no! ¡Qué idea! Busque a la mujer, Battle. Por ella sería algo más que rey.

—Comprendo, señor.

—El barón y mister Isaacstein podrán frotarse las manos. Uno tendrá su rey, y otro su petróleo, y yo... ¡oh!, Battle, ¿se ha enamorado alguna vez?

—Aprecio mucho a mistress Battle.

—Aprecia a... Entonces no me entiende. Lo mío es diferente.

—Su criado espera en el exterior junto a la ventana.

—¿Boris? Es un hombre maravilloso. Menos mal que el arma se disparó durante la lucha, porque Boris hubiera retorcido el pescuezo a esa mujer y acabado en el patíbulo. Ejemplariza la fidelidad a la dinastía de los Obolovitch. Fue curioso que, muerto Miguel, se aferrase a mí. No podía saber quién era yo.

—Fue su instinto.

—Muy empalagoso lo juzgué entonces, temiendo que me delatase a usted. Será mejor que vaya a ver qué desea.

Traspuso la ventana. El superintendente le siguió con la mirada y después dijo al mensajero:

—Será un buen rey.

—Amo —decía Boris en la terraza echando a andar.

Anthony caminó tras él. Boris señaló un banco de piedra, en el que la luna permitía vislumbrar a dos figuras. Anthony se adelantó. El herzoslovaco se hundió en las sombras.

Las dos figuras se dirigieron a su encuentro. Una era Virginia, la otra...

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