El secreto de Chimneys (19 page)

Read El secreto de Chimneys Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: El secreto de Chimneys
12.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

La visión de algo puesto ante el espejo de su tocador le aterró.

Al principio no creyó en la realidad. Lo cogió y lo examinó de cerca, volviéndolo en todos los sentidos. Sí, no cabía duda.

Era el fajo de cartas firmado por Virginia Revel. Estaba intacto. No faltaba ni una.

Anthony se desplomó en una silla sin soltarlas.

—¿Se me embota el cerebro? —murmuró—. ¿Por qué reaparecen estas cartas? ¿Quién las puso en el tocador? ¿Por qué?

Todas estas preguntas verdaderamente pertinentes no obtuvieron una respuesta satisfactoria.

Capítulo XXI
-
La maleta de Isaacstein

Lord Caterham y su hija estaban desayunando a las diez de la mañana. Bundle parecía muy pensativa.

—Papá —dijo al fin.

El marqués, que leía el periódico, no contestó.

—Papá —repitió con más fuerza la joven.

Caterham renunció a la lectura de anuncios de libros raros y la miró distraído.

—¿Decías?

—¿Quién ha desayunado?

Bundle señaló el lugar que evidentemente había sido ocupado. Los restantes esperaban.

—¡Ah! Ese... ¿Cómo se llama?

—¿Isaac el Gordinflón?

Bundle y su padre no necesitaban grandes explicaciones para entenderse.

—Sí.

—¿Le viste hablar esta mañana con el superintendente?

Lord Caterham suspiró.

—Sí, me acorraló en el vestíbulo. Tendrían que ser sagradas las horas anteriores al desayuno. Habré de ir al extranjero. Mis nervios... Bundle le interrumpió sin ceremonia.

—¿Qué dijo?

—Que podía marcharse quien lo desee.

—¿No querías eso?

—Sí, pero me pidió que suplicara a todos que se quedasen.

Bundle arrugó la nariz.

—No lo entiendo.

—Tanta confusión y contradicción antes de desayunar... —se quejó Caterham.

—¿Qué repusiste?

—Se lo prometí, claro. Es inútil discutir con la policía... sobre todo antes del desayuno —dijo el marqués, a quien encrespaba este último ultraje.

—¿A quién has invitado?

—A Cade, por ahora. Había madrugado. Me prometió permanecer en casa. Me intriga, pero me gusta muchísimo.

—También a Virginia —dijo Bundle trazando espirales en el mantel con el tenedor.

—¿Eh?

—Y a mí, pero no me hace caso.

—Después invité a Isaacstein.

—¿Y qué?

—Afortunadamente vuelve a Londres. No te olvides de ordenar que el coche espere a la puerta a las once menos veinte.

—Está bien.

—Si pudiera librarme de Fish... —exclamó Caterham, inspirado.

—Pero, ¿no te enloquece charlar de libros polvorientos?

—Sí, sí. No obstante, resulta monótono cuando es uno el que habla todo el rato. Fish, aunque interesado, no dice esta boca es mía.

—Eso es mejor que escuchar —comentó Bundle—. Acuérdate de George Lomax.

Lord Caterham se estremeció.

—George impresiona en las tribunas —prosiguió la joven—. Yo le he aplaudido aun sabiendo que dice disparates. Mi posición de socialista...

—Claro, hija, claro —se apresuró a atajar el marqués.

—No temas que hable de política en casa, lo que es el vicio de George; emprende campañas electorales incluso en la intimidad. El parlamento debería prohibirlo.

—Sí, sí.

—¿También invitarás a Virginia?

—Battle insistió en ello.

—¡Qué energía! ¿Cuándo se convertirá en mi madrastra?

—Jamás —se entristeció el marqués—. Y eso que anoche me llamó querido. Lo malo de las mujeres atractivas es que dicen cualquier cosa sin reflexionar.

—Hubiera sido preferible que te tirase un zapato o intentase morderte.

—Los jóvenes actuales tenéis un concepto altamente repugnante del amor.

—Porque leemos
El Jeque, Amor en el desierto, Maltrátala
, etcétera.

—¿Qué es
El Jeque
! —inquirió Caterham—. ¿Un poema?

Bundle le miró con piedad. Se levantó y fue a besarle la coronilla.

—¡Pobrecito papá! —dijo, y saltó a la torera el alféizar de la ventana. Lord Caterham se enfrascó de nuevo en la lectura de los anuncios. Se llevó un sobresalto cuando mister Fish, que había entrado, como siempre sin ruido, le dirigió la palabra.

—Buenos días, amable anfitrión.

—¡Ah! Buenos días, muy buenos.

—El tiempo es delicioso —comentó mister Fish.

Llenó una taza de café. Su único alimento sólido fue una tostada.

—¿Han levantado la prohibición? ¿Podemos irnos?

—Sí..., sí, sí —tartamudeó Caterham—. Pero espero, me encantaría —agregó luchando con su conciencia—, me complacería si se quedase otro par de días.

—Lord Caterham...

—Ha sido una visita desdichada y no le reprocho su deseo de marcharse.

—Me juzga mal, milord. Imposible es negar que nuestro conocimiento se ha visto rodeado de hechos dolorosos; pero la vida campestre británica, en una célebre mansión como ésta, me atrae decididamente. Me interesa su estudio. En los Estados Unidos no existe. Por tanto, acepto agradecido su gratísima invitación.

—Muy bien. Me llena de placer en realidad, mi querido amigo.

Poniendo buena cara y derrochando frases amables, Caterham huyó del comedor.

Desde el vestíbulo observó a Virginia que bajaba del piso.

—¿Le acompaño a desayunar? —propuso.

—Gracias, he desayunado en la cama. Se me pegaron las sábanas esta mañana.

Virginia bostezó.

—¿Ha pasado mal la noche?

—Al contrario; en cierto modo fue excelente —le apretó el brazo cariñosamente—. ¡Oh, lord Caterham! ¡Cuánto me divierto! Fue un cielo al invitarme.

—Entonces no se irá, ¿eh? Se ha levantado... la prohibición, pero tengo empeño en que usted se quede. Lo mismo que Bundle.

—Me quedaré. ¡Es usted una preciosidad!

—¡Ah! —suspiró Caterham.

—¿Tiene penas? —preguntó Virginia—. ¿Alguien le ha hecho daño?

—Eso es precisamente —se lamentó Caterham.

Virginia le miró asombrada.

—¿No ansía, por casualidad, tirarme un zapato? No, no; ya lo veo. En fin, ¡qué le vamos a hacer!

Lord Caterham reanudó cabizbajo su camino. Virginia salió al jardín.

Respiró el fresco vientecillo de octubre, que la vigorizó tras la noche pasada en vela.

Le asustó ligeramente encontrar al superintendente a su lado. Battle tenía la facultad de aparecer como si la atmósfera le condensase de pronto.

—Buenos días, mistress Revel. ¿Está fatigada?

—Fue una estupenda experiencia, digna de sacrificar unas horas de reposo. Pero hoy todo parece distinto, apagado...

—Se está muy bien a la sombra de este cedro —aseguró Battle—. ¿Voy en busca de una silla para usted?

—Si usted me le aconseja —accedió solemnemente Virginia.

—Me gusta su aguda percepción, porque sí, mistress Revel, tenemos que hablar.

Transportó un sillón de mimbre al césped. Virginia le siguió con un almohadón bajo el brazo.

—Esa terraza es muy inconveniente para quienes desean conversar sin estorbo —dijo Battle.

—La emoción se avecina.

—¡Bah! —exclamó Battle, mirando la hora—. Las diez y media. Tengo que ir, dentro de diez minutos, a Wyvern Abbey para informar a mister Lomax. Nos sobra tiempo. ¿Qué puede decirme de mister Cade?

—¿De quién? —murmuró, atemorizada, Virginia.

—Dónde se conocieron, cuántos años hace, etc., etc.

Battle se abstenía de mirarla, hecho que la tranquilizó un poco.

—Pues... no es tan fácil como parece... Me hizo un gran favor en cierta ocasión.

El superintendente la interrumpió.

—Debo decir algo, mistress Revel, antes de que siga. Anoche, cuando usted y mister Eversleigh se marcharon, mister Cade me explicó todo lo concerniente a las cartas y al hombre asesinado en su domicilio.

—¡Oh! —gimió Virginia.

—Su prudencia ha aclarado muchas cosas y evitado otras tantas futuras y desagradables. Únicamente calló cuánto tiempo hace que se conocen. Tengo una idea de ello. Usted me dirá si me equivoco. Usted no le vio hasta que se presentó en su casa de la calle Pont. ¡Ah! He acertado. ¿No es verdad?

Virginia tuvo miedo por primera vez del hombre de rostro pétreo y comprendió el respeto que Anthony sentía por él.

—¿Le ha contado algo de su existencia? —continuó el superintendente—. ¿Dónde estuvo antes de África? ¿En Canadá? ¿En Sudán? ¿Qué sabe de su adolescencia?

Virginia meneó la cabeza.

—Juraría que su vida ha sido muy interesante. Nada hay como el rostro de un hombre que ha tenido audaces aventuras. Podría narrar, si quisiera, cosas un tanto emocionantes.

—¿Por qué si eso le intriga no telegrafía a su amigo mister McGrath? —preguntó Virginia.

—Lo hemos hecho, pero se halla en el interior de África. Sin embargo, mister Cade estaba en Bulawayo en la fecha que afirma. Mi curiosidad se centra en el período anterior a ella o al mes que estuvo empleado en Viajes Castle... Tengo que irme. El coche me estará esperando.

Virginia le siguió con los ojos, sin moverse del sillón, hasta la casa. Anhelaba que Anthony se reuniese con ella. Fue Bill Eversleigh quien apareció bostezando.

—¡Por fin te he pillado a solas!

—No me grites, Bill, o me echaré a llorar.

—¿Han abusado de ti?

—No. Me han vuelto la mente del revés. Es como si me hubiera atropellado un elefante.

—¿Fue Battle?

—Sí.

—No pienses más en él. Virginia, te amo tanto.

—¡Por favor, Bill! No me siento fuerte esta mañana. Ya te he dicho que las personas correctas no se declaran antes de la comida.

—¡Dios mío! Podría declararme en ayunas.

Virginia tembló.

—Haz un esfuerzo, Bill; sé sensato. Quiero pedirte consejo.

—Si me aceptases, si te casases conmigo, mejoraría tu salud. Serías más feliz y más serena.

—Óyeme. Declararte a mí es tu
idée fixe
. Los hombres hacen el amor cuando se aburren o no saben qué hacer. Acuérdate de mi edad y de mi estado de viuda, y ve a embrujar a una chiquilla inocente.

—Mi amada Virginia... ¡Maldición! Se aproxima ese francés idiota. Lemoine, barbado y correcto, llegó hasta ellos.

—Buenos días, madame. ¿Ha descansado?

—Sí, gracias.

—¡Excelente! Buenos días, mister Eversleigh. ¿Podríamos pasearnos los tres juntos?

—¿Qué te parece, Bill? —preguntó Virginia.

—Bueno, bueno —gruñó el joven caballero.

Virginia anduvo lentamente entre los dos hombres. Percibió que el francés, por una causa desconocida, estaba excitado.

Con su destreza peculiar, logró calmarle. Pronto sus preguntas y comentarios le tuvieron explicándoles anécdotas del famoso rey Víctor. Describió vivamente y con cierta amargura, los distintos modos con que el malhechor había burlado a la policía francesa.

Mientras tanto, a despecho del entusiasmo de Lemoine, Virginia presintió que alimentaba algún propósito. El detective les dirigía a un lugar determinado del parque.

Repentinamente, interrumpiendo su relato, Lemoine miró en su derredor. Hallábanse en el punto en que la carretera cruzaba los terrenos antes de perderse, en ángulo agudo, detrás de un macizo de árboles.

Virginia oteó el camino.

—Es la furgoneta de los equipajes. Lleva el de Isaacstein y el de su criado a la estación —dijo.

—¿Sí? —murmuró Lemoine. Se sorprendió al mirar su reloj—. Mil perdones. Me he demorado más de lo que pretendía... Su grata compañía... ¿Creen que ese coche me transportaría al pueblo?

Puesto en el centro de la carretera, agitó los brazos. El vehículo se detuvo y, tras unas frases explicatorias, Lemoine subió en él. Saludó cortésmente a Virginia y desapareció a toda prisa.

Los dos jóvenes estaban intrigados. Al tomar la furgoneta la curva, una maleta rebotó en el camino. El vehículo no se paró.

—Vamos. Esto es muy interesante —exclamó Virginia—. Esta maleta fue lanzada a la carretera.

—No lo han notado —comentó Bill.

Corrieron hacia la maleta. Al irla a coger, Lemoine apareció a pie, muy acalorado.

—Me vi obligado a descender —explicó—. Me olvidé de algo.

—¿De esto? —preguntó Bill, señalando a la maleta. Era muy costosa, de gruesa piel de cerdo, marcada con las iniciales H.I.

—¡Qué pena! —dijo Lemoine suavemente—. Habrá caído. ¿La retiramos del paso?

Sin atender a su posible opinión en contra, la trasladó a la faja de árboles. Algo brilló en su mano; se abrió la cerradura. Entonces habló en tono diferente, rápido y autoritario.

—El coche no tardará. ¿Se acerca?

Virginia miró hacia la casa.

—No.

—¡Bravo!

Sus ágiles dedos apartaron el contenido de la maleta: pijamas de seda, un surtido de calcetines y una botella con tapa de oro. Se enderezó inesperadamente, desenvolviendo lo que parecía ser un bulto de sedosa ropa interior.

Bill lanzó una exclamación. En el centro del paquete había un pesado revólver.

—Oigo la bocina —avisó Virginia.

Lemoine arregló la maleta como un rayo. Se metió el revólver en el bolsillo, envuelto en un pañuelo. Se volvió a Bill.

—Llévesela. Madame le acompañará. Detenga el automóvil y explique que se cayó del coche. No me mencione.

Bill estaba en la carretera cuando el enorme automóvil llegó. Isaacstein iba en él. El chófer recogió la maleta.

—La perdió la furgoneta. La vimos por casualidad.

El sobresalto en la amarillenta cara del traficante fue espeluznante. El automóvil prosiguió su camino.

Regresaron al lado de Lemoine. Les esperaba con el revólver en la mano, insultantemente satisfecho de sí mismo.

—Fue un tiro al azar, un disparo arriesgado... pero dio en el blanco.

Capítulo XXII
-
Luz roja

El superintendente Battle se hallaba de pie en la biblioteca de Wyvern

Abbey.

George Lomax, sentado a un escritorio inundado de papeles, fruncía el ceño portentosamente.

Battle había roto el hielo presentando un informe conciso. Desde entonces, la conversación había dependido casi exclusivamente de George. El superintendente respondía con monosílabos a las preguntas de su interlocutor.

En el escritorio, frente a Lomax, estaba el mazo de cartas que Anthony descubriera en su tocador.

—No lo entiendo —se indignó George, tomando el fajo—. ¿Dice que están escritas en clave?

Other books

Eternal Destiny by Chrissy Peebles
The Maidenhead by Parris Afton Bonds
Murder on the Riviera by Anisa Claire West
Classic Mistake by Amy Myers
Deadly Reunion by Elisabeth Crabtree
Polished by Turner, Alyssa