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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (17 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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—En Chimneys hay una cámara oculta y también una escalera secreta —dijo Virginia—. Lord Caterham nos informará. Más importante es saber qué les movió al registro.

—¿Las Memorias? No, son un bulto muy grande. Tiene que ser un bulto más pequeño.

—George lo sabrá. El problema está en que lo revele. He presentido desde el principio que la policía no es más que una pantalla.

—Según usted, era un hombre solo, aunque admite la posibilidad de que hubiese otro —dijo Anthony—, porque alguien la rozó en su camino hacia el balcón.

—El rumor fue tan leve, que pudo ser imaginación mía —objetó Virginia.

—Desde luego. Si no lo fuese, la segunda persona tendría que ser un habitante de la casa. ¿No será...?

—Termine de una vez —se impacientó Virginia.

—Me choca mister Hiram Fish. Se viste completamente, a pesar de que alguien pide auxilio.

—Eso es notable. También resulta sospechoso el profundo sueño de Isaacstein. ¿Cómo pudo dormir?

—Sin olvidar a Boris —habló por fin Bill—, el criado de Miguel. Para mí que es un rufián.

—Chimneys rebosa de personas sospechosas —dijo Virginia—. Y los demás sospechan de nosotros. ¡Ojalá el superintendente no se hubiera ido a Londres! Ha sido una estupidez. Mister Cade, he vuelto a ver en dos ocasiones en el parque a ese francés estrambótico.

—¡Qué lío! —se desesperó Anthony—. He perseguido una quimera, haciendo el ridículo. En mi opinión, la cuestión entera se resume en lo siguiente: ¿Encontraron los ladrones lo que buscaban?

—Estoy convencida de que no.

—En tal caso, volverán. Saben, o pronto sabrán, que Battle se halla en Londres, y se aventurarán nuevamente.

—¿Lo espera?

—Casi. Los tres constituiremos un frente. Eversleigh y yo nos esconderemos, con las debidas precauciones, en la cámara del consejo.

—¿Y yo? —interrumpió Virginia—. No consentiré que se me elimine.

—Oye, Virginia —dijo Bill—. Esto no es para mujeres...

—No seas imbécil, Bill. No te librarás de mí. Nuestro equipo vigilará esta noche.

Pasaron a discutir los pormenores del proyecto. Una vez los huéspedes se acostaran, el trío descendería por separado a la planta baja. Así lo hicieron, pertrechados de linternas.

Anthony llevaba además un revólver en el bolsillo de la chaqueta.

Como había dicho, barruntaba que habría otro intento de registro, pero no suponía que procediese del exterior de la casa. Virginia, a su juicio, no había imaginado que alguien la rozó en la oscuridad la víspera, y mientras montaba guardia detrás de un armario antiguo, miraba no al balcón, sino a la puerta. Anthony se agazapaba en la pared opuesta, al amparo de una armadura, y Bill junto al balcón.

Los minutos transcurrieron con perezosa lentitud. El reloj marcó la una, la una y media, las dos, las dos y media. Anthony, aterido y entumecido, se avergonzaba de sí mismo. Su deducción había sido errónea. No aparecían los desconocidos...

Se irguió alerta. En la terraza se percibían pasos. Silencio de nuevo, silencio interrumpido por unos arañazos en el balcón. Cesaron y las hojas se abrieron. Un hombre entró en la sala.

Se paró como si escuchara. Satisfecho del resultado de su precaución, encendió una linterna y enfocó los cuatro muros. No vio nada anormal. Los tres jóvenes retuvieron el aliento.

Se encaminó al mismo lienzo de pared que había examinado la víspera.

Bill se asustó. ¡Iba a estornudar! La carrera nocturna a lo largo del parque le había constipado. Había estornudado todo el día. Nada ni nadie impediría que entonces lo hiciera.

Empleó todos los remedios que se le ocurrieron: se pellizcó el labio superior, tragó saliva, echó la cabeza hacia atrás hasta que su nariz amenazó el techo... Como postrer recurso se atenazó las aletas de su apéndice olfativo. Fue inútil, porque estornudó.

El ruido, contenido, sofocado, ridículo, sonó como una detonación.

El desconocido se volvió. Anthony encendió la linterna y le acometió. Un segundo más tarde ambos rodaban en el suelo.

—¡Luz! —gritó Anthony.

Virginia tocó el interruptor. La araña se portó bien aquella noche. Las bombillas permitieron ver a Anthony sentado sobre el intruso y a Bill intentando ayudarle.

—Y ahora enséñanos la cara, querido muchacho —pidió Anthony. Levantó a su presa. Era el francés de la barbita.

—¡Les felicito! —aprobó alguien.

Se irguieron sorprendidos. El voluminoso cuerpo de Battle henchía el vano de la puerta.

—Le hacía en Londres, superintendente.

—Creí preciso darles esta sorpresa —sonrió Battle.

—Nos ha dejado yertos.

Anthony estudió la faz del caído. Éste se reía silenciosamente.

—¿Permiten que me levante, caballeros? Son tres contra uno.

Anthony tiró de él hasta ponerle en pie. El francés se arregló la americana, se alisó la camisa y contempló a Battle.

—¿Es usted de Scotland Yard?

—Sí.

—Le presentaré mis credenciales —anunció el desconocido con tristeza—. Debí hacerlo antes.

Tendió varios documentos al superintendente. A continuación mostró una insignia prendida en la solapa de la chaqueta.

Battle emitió una exclamación. Releyó los papeles, antes de devolverlos.

—Comprenderá que tiene usted la culpa del trato que ha recibido —dijo.

El asombro de los rostros que lo rodeaban le arrancó una sonrisa.

—He esperado bastante tiempo a este colega mío. Les presento a monsieur Lemoine, de la Sûreté de París.

Capítulo XIX
-
Historia íntima

Todos observaron al detective francés.

—Sí, es verdad —dijo Lemoine.

Hubo una pausa durante el necesario reajuste general de ideas.

—¿Sabe qué pienso, superintendente Battle?

—¿Qué piensa, mistress Revel?

—Que ha llegado el momento de que nos ilustre.

—No la entiendo, señora.

—Al contrario, superintendente, entiende a las mil maravillas. Mister Lomax le ha martirizado con sus peticiones de discreción pero será mejor que sea franco con nosotros, porque así no andaremos a ciegas, no descubriremos torpemente sus secretos y no haremos ningún daño. ¿Está de acuerdo conmigo, monsieur Lemoine?

—Del todo, madame.

—Ya avisé a mister Lomax de la inutilidad de la diplomacia —dijo Battle—. Estas cosas acaban por saberse. Mister Eversleigh es secretario de mister Lomax, y no hay objeción a que lo conozca. Mister Cade tiene igual derecho a ella, ya que se ha visto complicado contra su voluntad. Pero...

—Pero las mujeres somos indiscretas —estalló Virginia—. George no se cansa de repetirlo.

Lemoine había estudiado a la joven. Se encaró con el superintendente.

—¿Madame se llama Revel?

—Es mi apellido —dijo Virginia.

—¿Su esposo fue diplomático? ¿Estuvo con él en Herzoslovaquia poco antes del regicidio?

—Sí.

Lemoine se volvió hacia el superintendente.

—Madame puede oír la historia. Le importa indirectamente. Además —agregó con travesura—, su discreción es famosa en los círculos diplomáticos.

—Gracias por su elogio —rió Virginia—. Me alegro de que no se me expulse de esta habitación.

—¿Bebemos algo? —propuso Anthony—. ¿Dónde tendremos la conferencia? ¿Aquí?

—Si les parece... —contestó Battle— preferiría no abandonar esta sala hasta mañana. Dentro de poco sabrán el porqué.

—En tal caso iré en busca de refrescos —dijo Anthony.

Bill le acompañó. Regresaron con una bandeja llena de vasos, sifones y otros elementos.

Los reunidos se instalaron cómodamente alrededor de la larga mesa.

—Por supuesto, cuanto se hable aquí es estrictamente confidencial —empezó Battle—, aunque he esperado que se supiera, a pesar de las protestas de mister Lomax... Este asunto se inició hace siete años, en el momento en que se efectuaba, sobre todo en el Oriente Próximo, lo que los políticos llaman una «reconstrucción». Inglaterra estaba interesada en ello y también el conde Stylpitch, quien movía las piezas. Los estados balcánicos mandaban a nuestra patria personas de la realeza. No entraré en detalles. Algo desapareció entonces de modo tan increíble, que sólo nos cupo admitir dos cosas: que el ladrón era un personaje de la realeza o que la hazaña fue obra de un profesional muy destacado. Monsieur Lemoine les contará cómo sucedió.

El francés, inclinándose, continuó el relato.

—En Inglaterra no es muy célebre nuestro notorio y fantástico rey Víctor. No se sabe su verdadero nombre; es hombre de singular valor y audacia, que habla cinco idiomas y no tiene par en el arte del disfraz. Aunque su padre fue inglés o irlandés, ha actuado preferentemente en París. En esta ciudad, ocho años atrás, cometió una audaz serie de robos bajo el nombre de capitán O'Neill.

Virginia articuló una exclamación. Lemoine la miró un instante.

—La agitación de madame será comprensible dentro de unos minutos. Los de la Sûreté sospechábamos que el capitán O'Neill no era otro que el rey Víctor, mas no teníamos pruebas de ello. Por la misma época y en la misma ciudad, una joven e inteligente actriz, Angele Mory, trabajaba en el Follies Bergéres. Imaginábamos que intervenía en las operaciones del rey Víctor, también sin pruebas.

»París se disponía entonces a recibir al joven monarca Nicolás IV de Herzoslovaquia. Nos dieron instrucciones sobre cómo debíamos proteger a Su Majestad. En especial nos recomendaron vigilar las actividades de una organización revolucionaria llamada los Camaradas de la Mano Roja. Es cosa comprobada que dichos Camaradas ofrecieron a la Mory una gruesa suma para que los ayudase en sus proyectos. Debía enamorar al soberano y conducirle al lugar que ellos designaran. Angele aceptó el dinero y prometió cumplir su parte.

»Pero era más astuta y más ambiciosa de lo que creían sus patronos. Logró cautivar al rey, que, locamente enamorado de ella, la cubrió de joyas. Entonces concibió la idea de transformarse, no en amante del monarca, sino en reina. Todo el mundo sabe que sus sueños se realizaron. Apareció en Herzoslovaquia como la condesa Varaga Popoleffsky, pariente colateral de los Romanoff, y a su tiempo se convirtió en la reina Varaga. No estaba mal para una oscura actriz parisiense. Desempeñó su papel con dignidad; pero su triunfo no duró mucho tiempo. Los Camaradas de la Mano Roja, irritados de su traición, atentaron dos veces contra su vida. Por fin manipularon tan bien la opinión pública, que se declaró una revolución en la que perecieron el rey y su consorte. Se recobraron sus cuerpos, horriblemente mutilados, apenas reconocibles, testimonio de la cólera del pueblo contra su soberana, extranjera y de moral execrable. »Antes, sin embargo, y ello parece seguro, la reina Varaga no había roto sus relaciones con el rey Víctor, y es muy posible que el atrevido plan se debiera a éste. Se sabe que se comunicaba con él, mediante un código secreto, desde la corte herzoslovaca; para mayor seguridad las cartas se redactaron en inglés y se firmaron con el nombre de una dama de la embajada británica. Si se hubiera llevado a cabo una investigación y la dama en cuestión hubiera negado su firma, nadie la habría creído, porque el contenido de las epístolas era el de una mujer enamorada. Se empleó su nombre, mistress Revel.

—Ya lo sé —afirmó Virginia, mudando de color—. Me había extrañado el origen de esas cartas.

—¡Qué vergüenza! —rugió Bill.

—Las remitía a las señas del capitán O'Neill en París y su fin primordial se explicó más tarde por un curioso hecho. Asesinados los reyes, muchas joyas de la corona, de las que la chusma se había apoderado, aparecieron en París, y se descubrió que en nueve de cada diez casos las piedras no eran sino imitaciones... y había gemas famosísimas entre las joyas de Herzoslovaquia. Así, pues, aun siendo reina, la Mory no había renunciado a sus muchas y pretéritas actividades.

»Ya hemos llegado al punto neurálgico. Nicolás IV y la reina Varaga vinieron a Inglaterra y disfrutaron de las hospitalidad del difunto marqués de Caterham, ministro de Asuntos Exteriores. No había que prescindir de Herzoslovaquia, a pesar de su exiguo territorio, y Varaga fue bien recibida. Por consiguiente, llegó como soberana y como experta ladrona. Indudablemente, el... sustituto, tan magistral que engañó a todos, sólo pudo ser obra del rey Víctor y la audacia y el ingenio del proyecto le señalan también como autor.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Virginia.

—No se habló de ello en público hasta hoy —intervino Battle—. Nos desvivimos por silenciarlo... cosa no tan fácil como parece. Pero algunos de nuestros métodos les asombrarían. Les aseguro que la reina de Herzoslovaquia no se llevó la joya de Inglaterra. Su Majestad la escondió en un lugar que no hemos descubierto todavía. No me extrañaría que estuviera en esta habitación.

—¿Al cabo de tantos años? ¡Imposible! —gritó, incrédulo, Anthony.

—Ignora usted las circunstancias, monsieur —repuso el francés—. Quince días después se declaraba la revolución y los monarcas eran asesinados. El capitán O'Neill fue arrestado en París y sentenciado a una breve condena. Esperábamos encontrar el paquete de las cartas en esta mansión, pero fueron robadas por un intermediario herzoslovaco. El hombre apareció en Herzoslovaquia poco antes de la algarada y desapareció después.

—Sin duda fue a otras tierras, probablemente a África —reflexionó Anthony—. Y no se separó del paquete, que era una mina de oro para él. Son curiosos los caprichos del destino. Debieron de llamarle Pedro Dutch o algo por el estilo.

Sonrió al notar la inexpresiva mirada del superintendente.

—No soy clarividente, Battle. Ya se lo contaré.

—Lo que no ha explicado es cómo se relacionan con las Memorias —dijo Virginia—. Algo tiene que existir entre unas y otras.

—Madame es muy aguda —exclamó Lemoine—. En efecto, existe un eslabón entre ellas. El conde Stylpitch estuvo en Chimneys aquellos días.

—¿Y pudo saberlo?


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—Sería una catástrofe que lo mencionase en sus Memorias —indicó Battle.

—Quizás el manuscrito contenga un indicio del lugar en que fue escondida la piedra —insinuó Anthony, encendiendo un cigarrillo.

—No es posible —replicó Battle—. Nunca aceptó a la reina, la combatió con todas sus fuerzas. Ella, por tanto, no se lo confiaría.

—El conde era astuto —indicó Anthony—. Tal vez descubrió finalmente el escondrijo. ¿Qué hubiera hecho en tal caso?

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