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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (7 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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El gerente sonrió.

—Es usted comprensivo, mister McGrath. Mi única preocupación es impedir la intromisión de la policía. Desde mi punto de vista, eso sería, y siempre lo es, desastroso. Por insignificante que sea el motivo, los periódicos explotan sin escrúpulos semejantes apuros, si se halla implicado un hotel de la importancia de éste.

—Me hago cargo —repuso Anthony—. He dicho que no he perdido nada de valor, lo cual sólo es exacto en cierto sentido. El ladrón no se beneficiará con ello, mas para mí ha sido un rudo contratiempo.

—¡Ah!

—Cartas, ¿sabe?

Una expresión de discreción superhumana, sólo posible en un francés, se dibujó en la faz del gerente.

—Lo entiendo —murmuró—. Lo entiendo perfectamente. Desde luego, a la policía no le incumbe...

—Estamos de acuerdo. Pero yo estoy decidido a recobrar las cartas. Vengo de una parte del mundo en que la gente acostumbra a hacer las cosas personalmente. Por lo tanto, no le pido sino cuanta información pueda facilitarme sobre el tal Giuseppe.

—No tengo nada que objetar —dijo el gerente tras breve reflexión—. No puedo suministrarle ahora lo que me pide, pero dentro de media hora los datos estarán a su disposición.

—Muchas gracias.

Anthony regresó media hora más tarde al despacho. El gerente había cumplido su palabra. En un papel estaban apuntados todos los datos conocidos acerca de Giuseppe Manuelli.

—Le empleamos hace tres meses. Es un camarero diestro, con experiencia. Sus servicios fueron satisfactorios. Hace cinco años que está en Inglaterra.

Leyeron juntos la lista de hoteles y restaurantes en que el italiano había trabajado. Un hecho atrajo la atención de Anthony. En dos hoteles había habido robos importantes durante el empleo de Giuseppe, aunque en ningún caso se sospechó de él. Pero la coincidencia era significativa.

¿Sería Giuseppe un astuto ladrón hotelero? ¿Había sido el hurto de que fue víctima Anthony consecuencia de sus prácticas habituales? ¿Acaso mientras efectuaba un registro previo tenía las cartas en la mano, y se las guardó maquinalmente en el bolsillo para actuar sin embarazo en el momento en que Anthony encendió la luz? Así, pues, se trataría de un robo por distracción, casi involuntario.

Mas a ello se oponía su emoción de la noche al descubrir los papeles en la mesa; no dinero ni alhajas propias para incitar la codicia de un ladrón ordinario.

No, Anthony estaba convencido de que Giuseppe había sido el agente de otra u otras personas. La información que le proporcionaban quizá le hiciese enterarse de algo sobre la vida privada de Giuseppe y lograse encontrarle. Se guardó el papel en el bolsillo y se puso de pie.

—Muchas gracias. Supongo que Giuseppe no seguirá en el hotel.

El gerente sonrió.

—Su cama está intacta. Debió de irse después del encuentro con usted, porque dejó sus objetos personales en la habitación. No creo que volvamos a verle.

—Lo imagino. Muchas gracias, repito. Desde luego, no me cambiaré de hotel.

—Le deseo suerte en sus investigaciones, aunque dudo de que consiga su propósito.

—No hay que desesperar.

La primera diligencia de Anthony fue interrogar a los camareros que habían intimado con Giuseppe. Sacó poco en claro. Escribió un anuncio, según había proyectado, y lo envió a los cinco periódicos de mayor difusión. Se preparaba a visitar el restaurante en que el ladrón había estado empleado últimamente, cuando sonó el teléfono. Anthony respondió:

—¿Diga? ¿Quién es?

Le contestó una voz átona.

—¿Hablo con mister McGrath?

—Sí. ¿Y con quién hablo yo?

—Aquí la firma Balderson & Hodgkins. Un segundo, por favor. Le pondré con mister Balderson.

«¡Los editores! —pensó Anthony—. También empiezan a preocuparse, ¿eh? No tienen motivos. Falta aún una semana para el término del plazo.»

Una voz cordial resonó repetidamente en su tímpano.

—¿Oiga? ¿Mister McGrath?

—El mismo.

—Soy Balderson, de Balderson & Hodgkins. ¿Qué pasa con el manuscrito, mister McGrath?

—Dice bien: ¿qué pasa?

—Un montón de cosas. Como acaba usted de llegar del África del Sur, no puede aquilatar nuestra situación. No pocos contratiempos amenazan a ese manuscrito. A veces me arrepiento de haberlo aceptado.

—¿De veras?

—Se lo aseguro. Anhelo tenerlo en mi poder cuanto antes y hacer unas copias. Si se destruye después el original, nada se habrá perdido.

—¡Dios mío! —rió Anthony.

—¿Le parece absurdo, mister McGrath? No aprecia usted la situación, eso es. Se procurará evitar que llegue a mis oficinas. Con franqueza, si trata de traerlo en persona, diez a uno a que no lo consigue.

—Lo dudo, porque alcanzo siempre la meta que me fijo.

—Sus enemigos son peligrosos. Yo no lo habría creído hace un mes. Pero hemos sido tentados, amenazados y mimados por los dos partidos, hasta el punto de que no sabemos con qué pie pisamos. Le recomiendo que no intente entregarnos aquí el manuscrito. Un empleado nuestro lo irá a buscar a su hotel.

—¿Y si le despachan durante el trayecto? —preguntó Anthony.

—Nosotros seremos los responsables y usted habrá recibido de nuestro representante un descargo escrito de nuestro puño y letra. El cheque de... de las mil libras, que se nos ordenó darle, esperará hasta el próximo miércoles como impone nuestro contrato con los albaceas... del autor, ¿comprende? Pero si lo prefiere, nuestro mensajero puede entregarle un talón nuestro por esa cantidad.

Anthony meditó. Había pensado reservarse las Memorias hasta el cumplimiento del plazo concertado, porque quería saber a qué se debía el alboroto. Se hizo cargo, sin embargo, de la verdad incuestionable de los argumentos del editor.

—Perfectamente —suspiró—. Hágalo; mándeme a ese hombre... y el cheque. Preferiría cobrar en seguida ya que quizá me vaya de Inglaterra antes del miércoles.

—Muy bien, mister McGrath. Nuestro representante le verá a primeras horas de la mañana. La prudencia aconseja que no le enviemos directamente desde nuestras oficinas. Mister Holmes, de nuestra firma, vive en el sur de Londres. Será quien le visite con un recibo por el paquete. Coloque uno falso en la caja fuerte del hotel. Sus enemigos se enterarán de ello y así no le atacarán en su habitación esta noche.

—Haré lo que usted me dice.

Anthony colgó el teléfono muy pensativo.

Reanudó su interrumpido proyecto de obtener noticias del huidizo Giuseppe. No obstante, fracasó. El camarero había trabajado en el restaurante aludido, en el que nadie sabía lo más mínimo de su vida ni de sus amistades.

—Te cazaré, amigo —masculló Anthony—. Te echaré el guante. Es sólo cuestión de tiempo.

Su segunda noche en Londres fue muy apacible.

A las nueve del día siguiente le entregaron en su habitación la tarjeta del empleado de los editores. Mister Holmes era un hombre pequeño, rubio y tranquilo. Anthony cambió el manuscrito por un cheque de mil libras. Mister Holmes guardó el paquete en su cartera, se despidió del joven y se fue. La transacción se efectuó sin problemas.

—Tal vez le asesinen durante el camino —murmuró Anthony, al pie de la ventana—. Me gustaría saber... Me asombra que...

Metió el cheque y unas cuantas líneas escritas en un sobre y lo pegó con cuidado. Jimmy, que disponía de fondos en su encuentro con Anthony en Bulawayo, le había adelantado una gruesa suma, que seguía casi intacta.

—Un asunto listo, dediquémonos al otro —díjose Anthony—. Hasta ahora lo he estropeado, pero de los cobardes nada se ha escrito. Me disfrazaré para echar un vistazo al 48 de la calle Pont.

Hizo su equipaje, pagó la cuenta y mandó que le buscaran un taxi. Repartió propinas a diestro y siniestro, beneficiando incluso a quienes no habían contribuido a su bienestar. En el momento de partir el taxi, un botones se precipitó hacia el vehículo con una carta en la mano.

—Acaba de llegar, señor.

Anthony buscó suspirando otro chelín. El coche gruñó y saltó adelante, acompañado de un rechinamiento metálico. Anthony abrió el sobre.

Su contenido era curioso. Tuvo que leerlo cuatro veces para entender correctamente su significado. En lenguaje liso y llano (la carta había sido redactada en el extraordinario estilo peculiar de las misivas oficiales) daba por sentado que mister McGrath arribaba aquel día, jueves, de África del Sur; se refería de soslayo a las Memorias del conde Stylpitch y suplicaba a mister McGrath que se abstuviera de cualquier decisión hasta haberse entrevistado confidencialmente con mister George Lomax y otros personajes encumbrados. Iba adjunta una invitación, del todo inteligible, para que se trasladase al día siguiente, viernes, a Chimneys, donde sería huésped de lord Caterham.

Anthony paladeó, divertido, la misteriosa y alambicada epístola.

—¡Querida Inglaterra! —susurró cariñosamente—. Con dos días de retraso, como siempre... No puedo aparecer en Chimneys bajo mi fingida personalidad. ¿Habrá un hotel cerca? Mister Anthony Cade se alojará discretamente en él.

Dio una nueva dirección al conductor, que desdeñoso echó un ruidoso resoplido.

El taxi frenó delante de una de las más oscuras pensiones londinenses; pero el viaje fue pagado con regia largueza.

Después de alquilar un cuarto a su verdadero nombre, Anthony entró en una cochambrosa sala de lectura y escribió una carta en papel que llevaba estampado el nombre del hotel Blitz.

En ella explicaba que había llegado el martes anterior, que había cedido el manuscrito a Balderson & Hodgkins y que declinaba, muy a su pesar, la invitación de lord Caterham, debido a que se iba inmediatamente de Inglaterra. Firmó James McGrath.

—Y ahora, manos a la obra —dijo Anthony, pegando un sello—. James McGrath se retira y entra Anthony Cade.

Capítulo VIII
-
Un hombre muerto

Aquella misma tarde, Virginia Revel había jugado al tenis en Ranelagh. De vuelta a la calle Pont, descansando en su largo y lujoso automóvil, sonreía ensayando al detalle su papel para la próxima entrevista. El chantajista tal vez no reapareciese, pero estaba convencida de lo contrario: ¡Había sido una presa tan fácil! En aquella ocasión le reservaba una sorpresa.

El coche se detuvo al fin y Virginia se volvió a hablar al chófer.

—Olvidé preguntarle cómo está su mujer, Walton.

—Ha mejorado, señora. El médico prometió pasar a las seis y media. ¿Me necesitará a esa hora?

Virginia lo pensó.

—Me marcho este fin de semana. Tomaré el tren de las seis cuarenta en Paddington. No, no lo necesitaré; me bastará un taxi. Prefiero que vea al doctor. Lleve a su esposa al campo, si el médico lo permite. Yo corro con los gastos.

Evitando el agradecimiento del hombre con una impaciente inclinación de cabeza, Virginia subió la escalera y buscó la llave en el bolso sin acordarse de que no la llevaba. Apretó el timbre.

No le abrieron inmediatamente. Mientras aguardaba, subió los peldaños un joven pobremente vestido, portador de un montón de folletos. Alargó uno a Virginia, que exhibía el título: «¿Para qué serví a mi patria?». En la mano izquierda tenía un cepillo de colectas.

—Me sería imposible adquirir dos de esos horribles poemas en un día —dijo Virginia—. Compré uno esta mañana, palabra de honor.

El joven echó la cabeza atrás y se rió. Virginia acompañó sus carcajadas examinándole, interesada. Era un ejemplar de «sin trabajo» más agradable que la mayoría. Le gustó su rostro moreno y su duro y esbelto cuerpo. Deseó poder emplearle.

En aquel instante se abrió la puerta. El asombro de ver que lo hacía Elise, su doncella, borró de su mente el problema de los desocupados.

—¿Dónde está Chilvers? —preguntó en el vestíbulo.

—Se fue con los demás, señora.

—¿Los demás? ¿Adonde?

—A la casa de Datchet, señora... como ordenaba su telegrama.

—¿Mi telegrama? —repitió Virginia, perpleja.

—El que envió madame. ¿No se acuerda? Lo recibimos hace una hora.

—Yo no lo puse. ¿Qué decía?

—Creo que está
lá-bas
... en la mesa.

Elise corrió al sitio indicado y mostró victoriosa un papel.


Voilá, madame
!

El telegrama, destinado a Chilvers, decía lo siguiente: «Trasládense todos a Datchet inmediatamente y preparen necesario fin de semana. Tomen tren 5.49».

El aviso no era en sí extraordinario ni el primero que los criados recibían, porque Virginia improvisaba a menudo fiestas en su casita del río. Chilvers no había visto nada anormal en él y había cumplido las órdenes con entera fidelidad.

—Me quedé, sabiendo que madame desearía que hiciese el equipaje.

—¡Es una broma pesada! —gritó Virginia y tiró irritada el papel—. Elise, usted sabe perfectamente, porque se lo dije esta mañana, que voy a Chimneys.

—Creí que madame había cambiado de opinión. A veces lo hace. Virginia aceptó la exactitud de la acusación. Le preocupaba el motivo de la extraordinaria estratagema. Elise le suministró una teoría.


Mon Dieu
! —chilló, juntando las manos—. ¿Y si fueran malhechores, ladrones?... Mandan un telegrama falso para que los
domestiques
se vayan y después le roban.

—Podría ser —murmuró, dudosa, Virginia.

—Sí, sí, madame. ¡Eso es! La prensa publica a diario noticias semejantes. Madame avisará inmediatamente, ¡inmediatamente!, a la policía antes de que nos degüellen a todos.

—No pierda la cabeza, Elise. No nos degollarán a las seis de la tarde.

—¡Se lo imploro, madame! Permítame que telefonee a la policía.

—¿Para qué? No sea tonta, Elise, y prepare mi equipaje, si no lo ha hecho. Ponga el vestido de noche de Cailleaux, el blanco de
crepé marocain
y... sí, el de terciopelo negro. El terciopelo negro es muy político, ¿verdad?

—Madame está arrebatadora con el raso
eau du Nile
—insinuó Elise, dominada por su instinto profesional.

—No, dejemos ése. Dése prisa, nos queda muy poco tiempo. Telegrafiaré a Chilvers y pediré al agente de ronda que vigile la casa. No me mire de ese modo, Elise. Si ya se asusta antes de que ocurra algo, ¿qué pasaría si un hombre saliera de un rincón y le clavara un puñal?

La doncella chilló y se lanzó a la escalera, mirando aterrada en todas las direcciones.

Virginia hizo una mueca y fue al gabinete donde estaba el teléfono. El consejo de Elise de que telefoneara a la policía era muy plausible y se proponía seguirlo sin más dilación.

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