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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (8 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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Se paralizó al coger el aparato. Un hombre estaba quedamente sentado en un sillón. La sorpresa del telegrama le había hecho olvidar al visitante esperado. Éste se había dormido.

Anduvo de puntillas hasta la butaca, sonriendo maliciosamente. Y su sonrisa se esfumó.

El hombre no dormía... ¡Estaba muerto!

Supo en seguida, por intuición, antes de descubrir la pequeña y brillante pistola en el suelo, o el agujerito chamuscado, rodeado de una mancha oscura en la americana, o la horrible distensión de la mandíbula, que el chantajista había sido víctima de un asesinato.

Permaneció inmóvil con los brazos colgando. El silencio le transmitió los pasos de Elise en la escalera.

—¡Madame, madame!

—¿Qué sucede?

Virginia avanzó rápidamente a la entrada del gabinete. Tenía que ocultar, aunque fuera de momento, el crimen a la doncella. Presentía que sufriría un ataque de nervios, y que ella necesitaba tranquilidad y tiempo para reflexionar.

—Madame, ¿no sería preferible que pusiera la cadena en la puerta? Los malhechores pueden llegar en cualquier instante.

—Como quiera.

Virginia percibió el ruido de la cadena, la carrera de Elise hacia el piso y suspiró aliviada.

Miró sucesivamente al cadáver y al teléfono. Lo lógico sería telefonear a las autoridades.

No lo llevó a cabo. Todavía la paralizaban el horror y el choque de ideas contradictorias que desconcertaban su mente. ¡El telegrama falso! ¿Qué relación tendría con el crimen? ¿Y si Elise no se hubiera quedado en la casa? Ella misma hubiese abierto la puerta, esto es, en el supuesto de que hubiera llevado, como siempre, la llave; se hubiera encontrado sola con un asesinado, con el hombre a quien había permitido extorsionarla. Desde luego había una explicación de ello, explicación, a fin de cuentas, apenas satisfactoria. Se acordó de cuan increíble le había parecido a George. ¿Compartiría el mundo su criterio? No había escrito las cartas, mas, ¿le sería posible probarlo?

Se apretó la frente entre las manos.

—Debo pensar, debo pensar...

Elise no había recibido al hombre, puesto que lo hubiese mencionado inmediatamente. Lo misterioso de la situación aumentaba al compás de sus pensamientos. Sólo le restaba una solución: telefonear a la policía.

La imagen de George detuvo su intención de coger el aparato. Necesitaba la intervención de un hombre ordinario, equilibrado, que viese los sucesos en su proporción adecuada y le mostrase el curso que debía seguir.

Pero sacudió la cabeza. George, no; se cuidaría ante todo de su propia situación, se irritaría ante el hecho de que le complicase en un crimen... ¡Imposible!

Su cara se suavizó. ¡Bill, naturalmente! Y le llamó.

La informaron de que hacía media hora que había partido para Chimneys.

—¡Oh, caramba! —exclamó Virginia.

Era tremendo estar confinada en una habitación con un cadáver, sin nadie que le aconsejase.

Entonces sonó el timbre de la casa.

Virginia se sobresaltó. Volvió a sonar. Elise no parecía oírlo.

Fue al vestíbulo y retiró la cadena y los cerrojos que la doncella había echado; después, llenándose los pulmones de aire, abrió la puerta. En el umbral apareció el joven de los folletos.

Virginia le acogió consolada.

—Entre. Tal vez pueda proporcionarle trabajo.

Le guió al comedor, ofrecióle una silla, sentóse frente a él y le miró de hito en hito.

—Perdón, pero ¿es usted...? Vamos, ¿es...?

—Eton y Oxford —respondió el joven—. ¿Es lo que le interesaba?

—O algo equivalente a ello —confesó Virginia.

—He descendido en la escala social por mi absoluta incapacidad para aficionarme a un trabajo regular. Espero que no me ofrecerá un empleo de esa clase.

Una sonrisa tembló en los labios de Virginia.

—Al contrario, es muy irregular.

—¡Bravo! —exclamó satisfecho el joven.

Virginia miró con aprobación su rostro bronceado y su esbelto cuerpo.

—Verá... Estoy en un aprieto y casi todos mis amigos son... personas de categoría. Todos tienen bastante que perder.

—Y yo nada. Prosiga. ¿Cuál es el problema?

—En la habitación contigua hay un hombre muerto —declaró, entonces. Virginia—. Ha sido asesinado. Y me encuentro perdida.

Pronunció estas frases con la ingenua sencillez de un niño. El joven creció enormemente en su estimación por su forma de aceptarlas. Fue como si oyera el mismo anuncio diez veces al día.

—Excelente —dijo, algo entusiasmado, al parecer—. Siempre soñé en convertirme en detective. ¿Vamos a ver el cadáver o me proporciona antes una explicación de los hechos?

—Será mejor lo segundo.

Virginia se recogió en sí misma para condensar los sucesos.

—Ese hombre vino ayer a esta casa por primera vez. Me vio. Tenía ciertas cartas..., cartas de amor, que llevaban mi nombre...

—Pero que usted no había escrito —terció el joven.

Virginia le miró asombrada.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo he deducido.

—Se proponía chantajearme y yo... pues, tal vez no lo entienda... yo lo consentí.

Le miró suplicante; y él hizo un ademán tranquilizador.

—Lo entiendo. Picó su curiosidad saber qué se siente en tales casos.

—Exacto. ¡Qué listo es usted!

—Soy inteligente —afirmó el joven sin asomo de modestia—. No obstante, pocas personas comprenderían su punto de vista. El mundo está falto de imaginación.

—Estamos de acuerdo. Le ordené que volviera hoy, a las seis. Llegué de Ranelagh, y me encontré con que habían enviado a mi servidumbre un supuesto telegrama para que dejara la casa, excepto mi doncella. Después le hallé en el gabinete, muerto de un disparo.

—¿Quién le recibió?

—No lo sé. Si hubiera sido mi doncella, me lo habría comunicado.

—¿No está al corriente de lo ocurrido?

—No le he contado nada.

El joven aprobó su cautela.

—Veamos ahora el cadáver. Antes, sin embargo, le aviso que la verdad beneficia a la larga. Una mentira engendra más mentiras... y los embustes continuos son monótonos y aburridos.

—¿Me aconseja avisar a la policía?

—Quizá. Primero veamos a ese sujeto.

Virginia le precedió hasta la puerta, en la que se volvió para mirarle.

—Aún no me ha dicho cómo se llama.

—Señora, soy Anthony Cade.

Capítulo IX
-
Anthony escamotea un cadáver

Anthony sonrió para sí, contento del inopinado sesgo de los acontecimientos. Junto al muerto recobró gravedad.

—Aún está caliente —profirió—. Le mataron hace menos de media hora.

—¿Poco antes de que yo entrase?

—Sí.

Anthony se mantuvo erguido, frunciendo las cejas. Después formuló una pregunta, cuyo alcance ella no apreció de pronto.

—¿Ha estado la doncella en esta habitación?

—No.

—¿Sabe que usted estuvo en ella?

—Sí... Le hablé desde la puerta.

—¿Después de descubrir el cadáver?

—Sí.

—¿Y no se lo dijo?

—¿Hubiera sido preferible? Temí que se asustara, que tuviera un ataque de nervios... Es muy impresionable. Además, quise reflexionar unos momentos.

Anthony afirmó sin hablar.

—No lo aprueba, ¿verdad?

—Fue una torpeza, mistress Revel. Si usted y la doncella lo hubieran encontrado juntas, inmediatamente después de su regreso, el asunto presentaría otro cariz. Se declararía que este individuo recibió un disparo antes de su llegada.

—Y tal como están las cosas podrán decir que lo mataron después...

Anthony confirmó su primera impresión, cuando le había hablado en los escalones. No sólo era bella, sino valerosa e inteligente.

Virginia, interesada por el problema, no notó que el joven la había llamado por su nombre.

—Me extraña que Elise no oyera la detonación —musitó.

Anthony señaló la ventana por la que se había oído el estampido de un tubo de escape.

—Ahí tiene la contestación. Londres no es muy apropiada para fijarse en disparos.

Virginia, estremeciéndose, miró el cadáver.

—Parece italiano —comentó.

—Lo es. De profesión, camarero; y chantajista de afición. Su nombre era Giuseppe.

—¡Dios mío! —exclamó Virginia—. ¿Es usted Sherlock Holmes?

—No —respondió Anthony, como si lo sintiera—. Estoy haciendo trampas; en seguida se lo aclararé. Este hombre le enseñó unas cartas y le pidió dinero. ¿Se lo dio?

—Sí.

—¿Cuánto?

—Cuarenta libras.

—¡Lástima! —dijo Anthony, aunque sin sorpresa—. Observemos el telegrama.

Virginia lo recogió de la mesa y se lo entregó. Las facciones del joven se pusieron rígidas.

—¿Qué pasa?

Anthony indicó la población de origen.

—Barnes —dijo—. Y usted estuvo en Ranelagh esta tarde. ¿Qué impediría que usted lo hubiese mandado? ¿Qué le parece?

Virginia estaba fascinada como el pájaro en derredor del cual se estrechan poco a poco las redes. Anthony destacaba las cosas que ella había advertido de manera inconsciente.

El joven se envolvió la mano en el pañuelo para coger la pistola.

—Los criminales tenemos que ser cuidadosos —se excusó— a causa de las huellas dactilares.

De pronto cambiaron su porte y el tono de su voz. Sus palabras fueron duras, secas.

—Mistress Revel, ¿reconoce esta pistola?

—No.

—¿Está convencida de ello?

—Sí.

—¿Posee un arma de fuego?

—No.

—¿Tuvo alguna en su vida?

—No, nunca.

—¿Está segura?

—Del todo.

Se miraron. Virginia estaba asombrada de su tono. Anthony se apaciguó.

—¡Qué raro! ¿Cómo explica esto?

Le alargó la pistola, pequeña, elegante, casi un juguete, pero buena para disparar. Grabado en ella estaba el nombre de Virginia.

—¡Oh! ¡Es inverosímil! —chilló Virginia.

Anthony se sintió impresionado por la sinceridad de su sorpresa.

—Siéntese —rogó—. Hay más de lo que las apariencias presagiaban. Empecemos, ¿cuál es nuestra hipótesis? Se nos ofrecen únicamente dos. Primera, la de que exista en realidad la Virginia de las cartas, que le siguió, le mató, abandonó la pistola, robó las cartas y emprendió el vuelo. Todo ello es muy probable, ¿verdad?

—Así parece —concedió Virginia a despecho suyo.

—Como segunda y postrera hipótesis tenemos algo mucho más interesante, o sea, que el asesino de Giuseppe quiso incriminarla, y que éste fue acaso su principal objetivo. Pudieron matarle en cualquier lugar; no obstante, se molestaron lo indecible para llevarlo a cabo en esta casa... y los culpables la conocen, saben que posee una finca en Datchet, cuáles son de ordinario sus instrucciones y, en fin, que estuvo esta tarde en Ranelagh. La pregunta es descabellada, pero... ¿tiene enemigos, mistress Revel?

—No... al menos de ese género.

—¿Qué haremos ahora? —continuó Anthony—. Una de dos:
a)
o telefoneamos lo sucedido a la policía, confiando en su posición y en su vida, intachable hasta este instante; o
b)
me encargo de hacer desaparecer el cadáver. Mi temperamento me inclina a lo segundo. Siempre ambicioné comprobar si podría ocultar un crimen, y sólo me contuvo mi escrúpulo congénito a derramar sangre. En conjunto, la primera posición es la más sensata, aunque con algunas variantes: supresión de la pistola, del reconocimiento del chantaje, etcétera.

Anthony repasó velozmente los bolsillos del muerto.

—Le han desvalijado —anunció—. No le queda nada encima. Las cartas han desaparecido... ¿Qué es esto? Un agujero en el forro... Hay algo prendido en él, un papel roto durante el registro.

Acercó el fragmento a la luz. Virginia se puso a su lado.

—Siento que falte el resto —murmuró Anthony—. «Chimneys, 11.45, jueves.»... Parece una cita.

—¡Chimneys! ¡Es extraordinario! —exclamó en alta voz Virginia.

—¿Por qué? ¿Demasiado encopetado para ese truhán?

—Esta noche voy a Chimneys... Por lo menos, pensaba hacerlo. Anthony se encaró con ella.

—Repítalo.

—Pensaba ir a Chimneys —obedeció Virginia.

—¡Hum! Ya, ya... Es una idea... Imagine que alguien trata de impedirlo.

—Mi primo George Lomax, por ejemplo —sonrió Virginia—. Pero no es sospechoso.

Anthony se hundió en sus pensamientos.

—Llame a la policía y despídase de Chimneys por hoy y quizá por mañana. A mí me gustaría visitar esa finca, todo ello desconcertaría a nuestros desconocidos entrometidos. Mistress Revel, ¿confía en mí?

—Sí. ¿Elige, pues, el segundo plan?

—Decididamente. ¿Podría alejar a su doncella de la casa?

—Sin dificultad.

Virginia salió al vestíbulo y gritó:

—¡Elise! ¡Elise!

—¿Madame?

Un rápido coloquio, el abrirse y cerrarse de una puerta, llegaron a los oídos de Anthony. Virginia entró en el gabinete.

—Se fue. Le mandé a comprar una esencia especial, afirmando que la tienda permanece abierta hasta las ocho. No es cierto, naturalmente. Tomará el tren siguiente al mío sin volver aquí.

—La felicito —dijo Anthony—. Ahora cuidaremos de que el cadáver desaparezca... mediante un sistema anticuado, lo confieso. ¿Hay un baúl en este edificio?

—Claro. Vamos al sótano y escoja a sus anchas.

Los baúles abundaban en el sótano. Anthony eligió uno sólido y del tamaño apropiado.

—Yo me encargo de esto —dijo—. Prepárese a irse mientras tanto.

Virginia obedeció. Mudó su equipo de tenis por un vestido de tarde, castaño claro, y se puso un lindo sombrero anaranjado. Encontró a Anthony en el vestíbulo, junto al baúl.

—Le explicaría mi biografía, si no lo estorbaran ocupaciones más urgentes —dijo el joven—. Escuche lo que debe hacer. Vaya a la estación de Paddington en taxi, con el equipaje, sin olvidar el baúl. Déjelo en la consigna. Yo estaré en el andén. Deje caer el resguardo al pasar a mi altura. Yo lo recogeré y fingiré devolvérselo. Váyase a Chimneys y olvídese.

—Le estoy agradecidísima —exclamó Virginia—. Me remuerde la conciencia. ¡Es que eso de cargar a un desconocido con un cadáver del que soy en cierta manera responsable...!

—Me divierte —aseveró Anthony—. Un amigo mío, Jimmy McGrath, podría contarle mi debilidad por esta clase de asuntos.

Los ojos de Virginia se dilataron.

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