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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (6 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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—¿Por qué no nos sentamos y hablamos despacio? —le propuso.

El visitante no había esperado aquella reacción y su instinto le avisaba que esa mujer no le temía.

—Ante todo, me gustaría saber cómo me ha encontrado.

—No me costó mucho.

El individuo le ofreció la página de una revista; en ella Anthony Cade la había reconocido.

Virginia se la devolvió, pensativa.

—Ya, ya. Fue muy fácil.

—Supongo, mistress Revel, que comprenderá que hay otras cartas además de ésta.

—¡Dios mío! ¡Cuan indiscreta fui!

Una vez más su ligero acento le desconcertó. Virginia se regocijaba en secreto.

—De todos modos —continuó sonriéndole dulcemente—, le agradezco la molestia de devolvérmelas.

El hombre carraspeó y dijo en tono por demás revelador:

—Soy pobre, mistress Revel...

—Lo cual le facilitará la entrada en el reino de los cielos.

—Y no me desprenderé así como así de las cartas.

—Será una incorrección. Pertenecen a la persona que las escribió.

—Desde el punto de vista legal, señora; pero en Inglaterra se repite que «la posesión es las nueve décimas partes del derecho». ¿Y está usted dispuesta, en cualquier caso, a reclamar la intervención de las autoridades?

—Que son muy severas con los chantajistas —le recordó Virginia.

—¡Vamos, mistress Revel! No soy tonto. He leído estas cartas... las de una mujer a su amante, las de una mujer aterrada por la idea de que su marido descubra sus culpables amores. ¿Desea que las dé a su esposo?

—No se precipite. Cabe una posibilidad. Esas cartas se escribieron hace bastantes años. Imaginemos que desde entonces... he enviudado.

El visitante meneó confiado la cabeza.

—En cuyo caso, si no temiera, no discutiría conmigo.

Virginia sonrió.

—¿Cuál es su precio? —preguntó en tono práctico.

—Pondré en su poder todas las cartas a cambio de un millar de libras. Mi petición, muy mesurada, se debe a que me afecta desagradablemente esta transacción.

—No le pagaré semejante cantidad —dijo decidida Virginia.

—Señora, me irritan los regateos. He dicho mil libras.

Virginia reflexionó.

—Concédame tiempo. Cuesta reunir una suma tan grande como ésta.

—La visitaré de nuevo si me da unas libras a cuenta... cincuenta, por ejemplo.

Virginia miró el reloj. Eran las cuatro y cinco y le pareció que habían llamado a la entrada.

—Muy bien. Venga mañana, pero algo más tarde, a las seis.

Fue a un escritorio adosado a la pared y de un cajoncillo cogió un puñado de billetes de Banco.

—Aquí hay cuarenta libras. Tendrá que contentarse con ellas.

El chantajista se las arrebató.

—Y ahora, márchese —mandó Virginia.

El hombre se fue. La puerta entreabierta permitió ver a Lomax en el vestíbulo, camino de la escalera. Al cerrarse la entrada principal, Virginia le llamó.

—Ven, George. Chilvers, sírvanos el té aquí.

Abrió las dos ventanas. George Lomax la encontró de pie, con los ojos risueños y el cabello alborotado por el viento.

—En seguida cierro, George. La habitación necesita que la ventilen. ¿Te cruzaste en el vestíbulo con el chantajista?

—¿Con quién?

—Con el chantajista, George; con el extorsionista, con un ser que explota los pecados de su prójimo en beneficio propio.

—Mi querida Virginia, no bromees.

—Mi querido George, no bromeo.

—¿A quién vino a explotar?

—A mí.

—¿Qué has hecho, Virginia?

—Por una sola vez en mi existencia, nada. Ese caballero me ha confundido con otra persona.

—Avisaste a la policía, supongo.

—No. ¿Debí hacerlo?

George caviló.

—Pues... no, quizá no... Fuiste prudente. Evitaste mezclarte en la aborrecible publicidad que logran semejantes casos. Tal vez hubieses tenido que declarar...

—Me gustaría —interrumpió Virginia—. Me encantaría que me citasen como testigo y comprobar si los jueces, como se dice, hacen chistes malos. Sería emocionante. El otro día estuve en la calle Vine por culpa de un broche de diamantes que se me había extraviado y me atendió un inspector hechicero, el hombre más simpático que he conocido.

George, según costumbre, no atendió a sus desatinos.

—Pero, ¿qué hiciste con ese bribón?

—Se lo permití.

—¿Qué?

—Que abusara de mí monetariamente.

El horror de George fue tan expresivo, que Virginia hubo de morderse los labios.

—¿Es que...? ¿Debo entender que... no le desengañaste de su error?

Virginia sacudió la cabeza.

—¡Cielos! ¿Estás loca, Virginia?

—¿Lo parezco?

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué, en nombre de Dios?

—Varias razones lo justifican. Ante todo, la de que llevaba a cabo la tarea de explotarme tan magistralmente que, como cuando contemplo una obra de arte, me supo mal interrumpirle. Y, encima, nunca me sometieron a tal cosa.

—Lo espero, por lo menos.

—Y me gustó saber qué se sentía.

—No lo comprendo, Virginia.

—Lo sospeché.

—¿Le diste dinero?

—Un poco —se excusó Virginia.

—¿Cuánto?

—Cuarenta libras.

—¡Virginia!

—Querido George, no pago menos por un vestido de noche. Y la experiencia fue tan excitante como comprar uno... mayor, ciertamente.

Lomax se asustó. La llegada de Chilvers con el té le ahorró tener que expresar su contrariedad. Virginia volvió a hablar del incidente mientras servía el té.

—Tuve otro motivo, George; otro mejor, más idealista. Es proverbial la enemistad que las mujeres nos tenemos, pero esta tarde hice un favor a una compañera de sexo. Ese hombre no irá probablemente buscando a otra Virginia Revel, seguro de haberla encontrado. La pobrecilla estaba espantada cuando redactó esa carta. El chantajista la hubiera explotado a su antojo. Ahora, aunque lo ignore, ha tropezado con la horma de su zapato. Aprovecharé la ventaja que me proporciona mi cándida vida para jugar con él como el gato con el ratón, según dicen las novelas. Astucia, George; toneladas de astucia.

Lomax no se tranquilizó.

—Disiento, disiento.

—Bueno, olvídalo, George. No viniste a discutir de chantajistas, sino para... ¿para qué? Contestación correcta: «Para verte», acentuando el «verte» con un significativo apretón de manos, a menos que estés comiendo pastas, en cuyo caso utilizarás los ojos.

—¡Vine a verte! —repuso gravemente George—. Y me felicito de encontrarte sola.

—«¡Oh, es tan inesperado!» —recitó ella tragando un pastelillo.

—Debo pedirte un favor. Virginia, siempre te consideré mujer de gran atractivo.

—¡Oh, George!

—Y de considerable inteligencia.

—¡Cuan bien me conoces!

—Querida Virginia, mañana llegará un joven a Inglaterra y deseo presentártelo.

—Conforme, siempre y cuando tú pagues los gastos.

—Si quisieras, podrías ejercer tu innegable encanto.

Virginia inclinó la cabeza a un lado.

—George, no es mi profesión «encantar». Me gusta la gente y yo les gusto; pero me resisto a fascinar a sangre fría a un desconocido. No sería honrado. Las sirenas profesionales podrían presentar reclamaciones.

—Las sirenas no me atraen. El joven es un canadiense llamado McGrath.

—Por consiguiente, descendiente de escoceses —intercaló Virginia.

—E ignora cómo comportarse en las altas esferas británicas. Me satisfaría que aprendiera a apreciar el encanto y la distinción de una aristócrata inglesa.

—¿Que sería yo?

—Exactamente.

—¿Por qué?

—¿Cómo?

—He dicho por qué. No eres aficionado a distraer con damas inglesas a los canadienses que ponen la planta en nuestra patria. ¿Qué te propones, George? O, más vulgarmente, ¿qué sacarás de ello?

—No es asunto tuyo, Virginia.

No me comprometeré a seducir a nadie antes de saber los pro y los contra.

—¡Qué extraordinario modo de expresarse! Cualquiera pensaría...

—¿Verdad? Vamos, George, infórmame de todo lo que sepas.

—Mi querida Virginia, la tensión entre ciertas naciones centroeuropeas tiende aumentar. Es imprescindible, por motivos que ahora no vienen al caso, que este... mister McGrath se dé cuenta de que la restauración de la monarquía de Herzoslovaquia es imprescindible para la paz de Europa.

—¡Ah, ya! Aparte de que lo de la paz no es trascendental —dijo Virginia—, soy íntegramente monárquica, sobre todo en lo que respecta a un pueblo tan pintoresco como el herzoslovaco. En otras palabras, vas a instaurar un rey en ese país. ¿Quién es?

George, muy a despecho suyo, comprendió que no podía eludir la respuesta. La entrevista no marchaba por los cauces previstos. Había pensado que su prima sería un instrumento dócil, agradecido a sus diplomáticas insinuaciones, que se abstendría de extemporánea curiosidad. Y había errado; Virginia no era la mujer indicada y además podría causar graves perjuicios. Su relato de la entrevista con el chantajista probaba que era una criatura inconsciente, sin capacidad para juzgar los asuntos serios como su importancia demandaba.

—El príncipe Miguel Obolovitch —contestó—. Pero, te ruego que no lo divulgues.

—No seas absurdo, George. Los periódicos publican constantes noticias y artículos sobre la dinastía Obolovitch, en los que se habla del infortunado Nicolás IV como si fuera un injerto de santo y héroe, en vez de un estúpido hombrecito, juguete de una actriz de tercera categoría.

Lomax pestañeó. Crecía su convencimiento de que había cometido una equivocación al pedir ayuda a Virginia. Debía desorientarla rápidamente.

—Acertaste, querida —dijo levantándose para despedirse—. Mi proposición fue incorrecta. Pero anhelamos que la prensa colabore con nosotros en la crisis de Herzoslovaquia, y McGrath creo que es influyente en los círculos periodísticos. Me pareció un buen plan que tú, ardiente monárquica y conocedora de aquella tierra, conquistases su amistad.

—Conque ésa es la explicación, ¿verdad?

—Sí; pero admito tu repugnancia.

Virginia le miró y se echó a reír.

—George, eres un triste embustero.

—¡Virginia!

—Un embustero torpe, soso. Si yo tuviera tu experiencia, habría inventado una mentira más digna de crédito. Pero descuida, desentrañaré el misterio de mister McGrath, a quien no me sorprendería encontrar en Chimneys este fin de semana.

—¿En Chimneys dices? ¿Vas a ir...?

George no ocultó su perturbación. Había esperado ponerse en contacto con lord Caterham para que la invitación no se cursase.

—Bundle me invitó esta misma mañana.

George hizo un esfuerzo supremo.

—Te aburrirás, querida. No estás acostumbrada a esas fiestas.

—¡Pobre George! ¿Por qué no me confías la verdad? Aún no es tarde. Lomax le estrechó la mano y declaró, sin ruborizarse:

—Te he dicho la verdad.

—Has mejorado, pero no lo suficiente. Ánimo, George. Me tendrás en Chimneys, presta a ejercer mi considerable atractivo. La vida se ha animado de pronto. Primero un chantajista, luego George en un laberinto diplomático. ¿Lo revelará todo a una mujer hermosa que le sondee de forma patética? No, enmudecerá hasta el último capítulo. Adiós, George. ¿Me animarás antes de ir? ¿No? Vamos, primo, no desesperes.

En cuanto George se hubo marchado, Virginia se precipitó al teléfono con cansino aire de derrota. Pidió comunicación con su amiga lady Eileen Brent.

—Hola, Bundle. Mañana llegaré a Chimneys. ¿Qué? ¿Aburrirme? No, descuida. Iré, no lo impediría ni un cataclismo. Cuenta conmigo.

Capítulo VII
-
Mister McGrath rechaza una invitación

¡Las cartas habían desaparecido!

Comprobado este hecho, tenía que rendirse a él. Anthony comprendió la inutilidad de perseguir a Giuseppe a lo largo de los pasillos del Blitz, pues conduciría a una publicidad indeseada y, con toda probabilidad, estéril.

Llegó asimismo a la conclusión de que Giuseppe había confundido las cartas con las Memorias. Por consiguiente, descubierto el error era muy posible que intentase de nuevo apoderarse de ellas. Y le encontraría atento.

Se le ocurrió el proyecto de poner un anuncio pidiendo discretamente la devolución de las cartas. Suponiendo que Giuseppe fuese emisario de los Camaradas de la Mano Roja o, lo que tenía más visos de verosimilitud, instrumento del partido monárquico, las misivas carecerían de interés para uno y otro bando y podría recobrarlas sin duda con un pequeño desembolso.

Anthony durmió de un tirón hasta la mañana, seguro de que el camarero no tendría la audacia de acometerle otra vez aquella noche.

Levantóse preparado a llevar a cabo su plan de campaña. Desayunó con apetito, pasó revista a los periódicos, llenos de la noticia del descubrimiento de campos petrolíferos en Herzoslovaquia, y pidió audiencia al gerente del hotel.

Era éste un francés, suave y exquisito, que le recibió en su despacho particular.

—¿Desea verme, mister... mister McGrath?

—Sí. Ayer por la tarde llegué al hotel y me sirvió la cena en mis habitaciones un camarero llamado Giuseppe.

Anthony hizo una pausa.

—Creo que tenemos a un empleado con ese nombre —dijo el gerente.

—Me chocó algo su aspecto, pero en aquellos momentos no le concedí importancia. De noche me despertó el ruido de unos pasos solapados en mi alcoba. Encendí la luz y sorprendí al tal Giuseppe registrando mi maleta.

La indiferencia del gerente se disipó.

—Lo ignoraba —exclamó—. ¿Por qué no nos informó antes para...?

—El camarero y yo luchamos unos segundos. Él iba armado con un cuchillo. Finalmente consiguió huir por la ventana.

—¿Qué hizo usted, mister McGrath?

—Examinar mi maleta.

—¿Faltaba algo?

—Nada... importante —contestó despacio Anthony.

El gerente se recostó suspirando en el respaldo del asiento.

—Me alegro. Permita que le diga, mister McGrath, que no entiendo su conducta. ¿Por qué se abstuvo de perseguir al ladrón?

—Insisto en que no había robado nada valioso. Desde luego, estamos ante un caso que, literalmente, reclama la intervención policíaca...

Calló, y el gerente murmuró sin entusiasmo:

—La policía, claro...

—Y, en el fondo, seguro de que el individuo lograría escapar, y puesto que no sufrí pérdidas de consideración, ¿para qué molestar a la autoridad?

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