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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (12 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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—Yo no tengo ese honor —respondió Anthony—. Este caballero es el superintendente Battle de esa institución.

—¿De veras? —exclamó el norteamericano muy interesado—. Celebro saberlo. Soy Hiram P. Fish, de Nueva York.

—¿Qué quería, mister Fish? —inquirió Battle.

Fish avanzó en la habitación, fijándose en la mancha del suelo.

—El crimen es una de mis pasiones, mister Battle. Publiqué en un semanario una monografía sobre el tema «Degeneración y criminales».

Mientras hablaba, sus ojos vagaron por la sala tomando nota de todo. Se detuvieron especialmente en el balcón.

—Se ha retirado el cadáver —explicó innecesariamente Battle.

—Claro —dijo Fish y examinó las paredes—. En esta cámara hay algunos cuadros notables: un Holbein, dos Van Dyck y, si no yerro, un Velázquez. Me interesa la pintura y también las ediciones príncipe. Lord Caterham me invitó a ver las suyas —suspiró—. Ahora será imposible, porque lo correcto será que los huéspedes nos marchemos.

—Tendrá que esperar, señor —dijo Battle—. Nadie se irá de esta casa sin nuestra autorización. Estamos pendientes de la indagatoria judicial.

—¿Cuándo se celebrará?

—Mañana o quizás el lunes. Depende de la autopsia y de otros trámites.

—Está bien. Dadas las circunstancias, será un triste fin de semana. Battle fue hacia la puerta.

—Salgamos de aquí. Nos incautaremos de esta sala por ahora. Cerró con llave y la guardó en un bolsillo.

—¿Buscan huellas dactilares? —dijo mister Fish.

—Tal vez —respondió Battle, lacónico.

—Con un tiempo como el de anoche, el intruso debió dejar sus huellas sobre el parqué.

—En la sala no hay ninguna; en el exterior abundan.

—Las mías —explicó Anthony, alegremente.

Los inocentes ojos de mister Fish se trasladaron a él.

—¡Me sorprende usted, hijo! —exclamó.

Doblaron una esquina, llegaron al enorme vestíbulo, revestido con paneles de roble como la cámara del consejo. Una amplia galería recorría su parte alta. En el fondo había dos personas.

—¡Ah! Nuestro afable anfitrión —profirió mister Fish.

La grotesca descripción del marqués obligó a Anthony a volver la cara para ocultar una sonrisa.

—Y le acompaña la señora cuyo nombre no entendí anoche —continuó el estadounidense—. Es muy atractiva.

Era Virginia Revel. Anthony había esperado el encuentro. Ciertamente, no sabiendo cómo portarse, prefirió que Virginia tomara la iniciativa. Su presencia de espíritu despertaba su confianza, pero, ¿qué haría? Su intriga fue de breve duración.

—¡Mister Cade! —exclamó Virginia, ofreciéndole ambas manos—. ¿Ha conseguido venir por fin?

—Mi querida mistress Revel, ignoraba que mister Cade fuese amigo suyo —se asombró Caterham.

—Hace siglos que nos conocemos —dijo Virginia, sonriendo a Anthony, no sin malicia—. Nos encontramos ayer, inesperadamente, en Londres y le comuniqué que vendría aquí.

Anthony terció inmediatamente.

—Expliqué a mistress Revel que me había visto forzado a rehusar su grata invitación, puesto que iba a nombre de otra persona. No iba a imponerle un perfecto desconocido con falsos pretextos.

—Muchacho, eso está muerto y enterrado —se apresuró a decir lord Caterham—. Mandaré que traigan su equipaje de la posada.

—Agradezco su amabilidad, milord, pero...

—¡Bah! Se alojará en Chimneys. La posada es horrible.

—Debe aceptar, mister Cade —apoyó Virginia.

Anthony notó un cambio en el ambiente gracias a la intervención de la joven. Ya no era un extraño, en situación ambigua. La posición social de Virginia, firme e insospechable, le amparaba. Se acordó de la pistola escondida en el árbol de Burnham Beeches y sonrió para sí.

—Traerán su maleta —prometió el marqués—. Este lamentable hecho nos impedirá cazar y lo siento. Pero así estamos. ¿Qué diablos haré con Isaacstein? ¡Vaya un apuro!

El noble suspiró apesadumbrado. Virginia insistió con entusiasmo.

—En tal caso, mister Cade, le explotaré inmediatamente pidiéndole que me lleve al lago. Es un sitio muy tranquilo, alejado de los crímenes y de los misterios. Compadezco al pobre lord Caterham, víctima indirecta del asesinato. Le aseguro que George no tiene la culpa, aunque organizara la reunión.

—¿Por qué le hice caso? —se quejó el marqués con el aire de un Hércules traicionado por su única debilidad.

—¿Y quién puede resistir a George? —dijo Virginia—. Le agarra a uno de forma que no puede escapar. Me propongo inventar una solapa separable.

—¡Ojalá lo logre! —dijo Caterham—. Me alegro de su presencia, Cade. Necesito que me socorran.

—Le estoy muy reconocido, lord Caterham —respondió Anthony y agregó—: Sobre todo porque resulto tan sospechoso. Mi estancia aquí beneficiará al superintendente.

—¿Por qué, señor? —inquirió Battle.

—No le costará tanto vigilarme —explicó Anthony.

El parpadeo fugaz del policía le reveló que el tiro había sido certero.

Capítulo XIV
-
Política y finanzas

Sólo aquel pestañeo delató al impasible superintendente Battle. Era difícil saber si le había sorprendido la amistad entre Virginia y Anthony. Él, Caterham y mister Fish observaron a la pareja que se dirigía al jardín.

—Un joven muy simpático —comentó el marqués.

—Ha sido una suerte que mistress Revel encontrara a un viejo amigo —murmuró el estadounidense—. ¿Hace mucho que se conocen?

—Sí, al parecer —respondió Caterham—. Nunca me habló de ese muchacho. Oiga, Battle, mister Lomax ha estado preguntando por usted. Le encontrará en la sala Azul.

—Gracias, milord. En seguida me reúno con él.

Battle, que dominaba ya la geografía del edificio, llegó a la sala sin tropiezos.

—¡Gracias a Dios que le veo! —dijo Lomax.

Se paseaba impaciente de un lado a otro de la alfombra. Había alguien más en la estancia, un hombretón sentado en una butaca arrimada al hogar. Vestía un impecable traje de caza, que, no obstante, no le caía bien. En su grueso rostro amarillento lucían unos negros ojos impenetrables como los de una cobra. Su nariz abultada descubría una curva generosa y su fuerte mandíbula revelaba energía, voluntad y dureza.

—Cierre la puerta, Battle —ordenó Lomax, irritado—. Este caballero es mister Herman Isaacstein.

El superintendente inclinó respetuoso la cabeza.

Conocía al dedillo la biografía de Isaacstein y, si el gran financiero callaba, en tanto que Lomax parloteaba frente a ellos, sabía cuál de los dos mandaba.

—Ahora podremos hablar con libertad —exclamó George—. No quise decir mucho en presencia de Melrose y de lord Caterham. Comprenderá por qué. Debemos evitar que se divulguen ciertas cosas.

—Siempre se saben —afirmó Battle.

Una sonrisa apuntó durante una fracción de segundo en el rostro amarillento del financiero.

—¿Qué opina de ese muchacho, de ese Anthony Cade? —indagó George—. ¿Le considera inocente?

Battle encogió los hombros.

—Comprobaremos la verdad de lo que cuenta. Por lo menos, su explicación justifica su presencia aquí, anoche. Telegrafiaré a África del Sur y pediré informes de sus antecedentes.

—¿Le exime entonces de toda responsabilidad?

—Despacio, señor —pidió Battle, alzando una de sus grandes manos cuadradas—. No he dicho eso.

—¿Cuál es su concepto del crimen, superintendente Battle? —inquirió Isaacstein, hablando por primera vez.

Tenía una voz profunda y sonora, que conmovía a las masas. Había sido un buen instrumento a su servicio en su juventud, en los días de las peliagudas discusiones de los consejos de administración.

—Es pronto para tenerlo, señor. Aún estoy preguntándome lo más fundamental.

—¿Qué es?

—¡Oh, lo de siempre! ¿Cuál fue el motivo? ¿Quién se beneficia de la muerte del príncipe Miguel? No progresaremos hasta que encontremos la respuesta.

—El partido revolucionario de Herzoslovaquia... —empezó George.

El superintendente le interrumpió con menos respeto del acostumbrado.

—No fueron los Camaradas de la Mano Roja, si es que piensa en ellos.

—¿Y el papel con la mano pintada?

—Lo pusieron a fin de desorientarme o, mejor, para que culpásemos a esa organización.

George se sintió picado en su amor propio.

—Battle, no entiendo su seguridad.

—¡Por favor, mister Lomax! Estamos al corriente y no hemos perdido de vista a esos camaradas desde que el príncipe Miguel desembarcó en Inglaterra. Es una tarea rutinaria en nuestra profesión. Les impedimos que llegasen a menos de un kilómetro de distancia de Su Alteza.

—Coincido con el superintendente —declaró Isaacstein—. Hay que investigar en otro sentido.

Battle se reanimó con su apoyo.

—No sabemos quiénes son los que salen ganando con su muerte; en cambio, y eso es algo, sabemos quién pierde con ella.

—¿Indica a...? —dijo Isaacstein.

Sus negrísimos ojos se hincaron en Battle, quien tornó a pensar en una cobra...

—Usted y mister Lomax, sin recordar al grupo leal de Herzoslovaquia. Perdone la expresión, señor, pero está usted frito.

—¡Battle! —se horrorizó George.

—Siga, superintendente —ordenó Isaacstein—. Esa expresión describe muy bien la situación. Es usted inteligente.

—Necesita usted un rey, que sustituya al que ha perdido... así —continuó Battle, chascando los dedos—. El tiempo apremia y la cuestión no es fácil. No me interesan sus proyectos, un esbozo de ellos me basta, pero supongo que el negocio es grande...

Isaacstein afirmó lentamente:

—Enorme.

—De ello nace mi segunda pregunta. ¿Quién es el heredero del trono herzoslovaco?

Isaacstein miró a Lomax, que contestó a duras penas y tras mucha vacilación:

—Será... me parece que... seguramente el príncipe Nicolás.

—¡Ah! —exclamó Battle—. ¿Y qué es el príncipe?

—Primo de Miguel.

—¿Y qué sabe de él? Esencialmente, ¿dónde está ahora?

—Sabemos muy poca cosa. De muchacho tuvo ideas peculiares, frecuentó a los republicanos y a los socialistas y se portó de un modo indigno de su prosapia. Le expulsaron de Oxford por una diablura. Se rumoreó, sólo se rumoreó, que murió dos años más tarde en el Congo. Reapareció, hará de ello pocos meses, al iniciarse la reacción de los monárquicos.

—¿Sí? ¿Dónde?

—En Estados Unidos.

—¿En Estados Unidos? —Battle se volvió al financiero, pronunciando una sola palabra—: ¿Petróleo?

Isaacstein afirmó.

Manifestó que, si los herzoslovacos elegían un monarca, le preferían al príncipe Miguel, puesto que simpatizaba con las ideas políticas modernas; y subrayó sus aventuras democráticas del pasado y sus preferencias republicanas. Estaba dispuesto a compensar el auxilio financiero mediante concesiones territoriales hechas a un grupo de capitalistas estadounidenses.

Battle se olvidó de su impasibilidad hasta emitir incluso un silbido prolongado.

—¿Conque así estamos? —exclamó—. Al mismo tiempo los leales apadrinaron al príncipe Miguel y usted se prometió la victoria. ¿Y qué sucede?

—No creerá que... —empezó George.

—Mister Isaacstein ha ponderado la magnitud del asunto —atajó Battle—. Y lo creo, puesto que él lo afirma.

—Nunca faltan medios oscuros para obtener la victoria —dijo suavemente Isaacstein—. Wall Street triunfa por ahora; pero no estoy vencido. Descubra al asesino del príncipe Miguel, superintendente Battle, y hará un servicio a su patria.

—Me parece altamente sospechosa la ausencia del capitán Andrassy —intercaló George—. ¿Por qué no vino ayer con el príncipe?

—La razón, de lo que me he informado, es sencillísima —respondió Battle—. Permaneció en Londres, por orden del príncipe Miguel, para concretar una cita con una dama. El barón pensó que era imprudente dedicarse en este momento a materias tan frívolas. Su Alteza siguió adelante a escondidas. Fue, según mis noticias, un... joven disipado, un tanto loco.

—Es verdad —afirmó George—. Sí, lo es.

—No olvidemos otro punto —insinuó, titubeando, Battle—. Se dice que el rey Víctor está en Inglaterra.

Lomax arrugó la frente en su esfuerzo de recordar al supuesto monarca.

—¿El rey Víctor?

—Es un famoso malhechor francés, señor. La policía parisiense nos ha avisado.

—Ahora lo recuerdo —dijo George—. El ladrón de joyas, ¿verdad? El mismo que...

Calló en seco. Isaacstein, que había contemplado abstraído la chimenea, levantó los ojos un poco tarde para sorprender la mirada de advertencia del superintendente. Pero, siendo un hombre perceptivo, notó algo en el ambiente.

—¿Me necesita aún, Lomax? —preguntó.

—No, gracias, amigo mío.

—¿Trastornaría sus planes mi regreso a Londres, superintendente?

—Sí, señor —repuso Battle en tono franco—. Si se va usted, los demás invitados pretenderán imitarle. Sería una catástrofe.

—Naturalmente.

El gran financiero salió de la habitación, cerrando la puerta a su espalda.

—Espléndido sujeto, ese Isaacstein —murmuró George lúgubremente.

—Tiene una personalidad muy poderosa —dijo Battle.

George reanudó sus paseos.

—¡El rey Víctor! Me perturba la noticia. Le creía en la cárcel.

—Le dejaron libre meses atrás. Los franceses se proponían pegarse a él, pero les dio esquinazo, como era de temer. Es un delincuente de colosal audacia. Ignoro los motivos que le han traído a Inglaterra.

—¿Para qué habrá venido?

—¿Acaso no lo sabe, señor? —preguntó Battle con acento significativo.

—Es que... ¿Piensa...? Veo que está enterado del suceso. Yo no pertenecía entonces al Ministerio. El difunto lord Caterham me lo narró. Fue un desastre sin igual... sin precedentes.

—El Koh-i-noor —masculló el superintendente.

—¡Silencio, Battle! —demandó George mirando en torno suyo—. No mencione nombres, por favor; es preferible no hacerlo. Llámelo K, si ha de nombrarlo.

El superintendente recobró su aplomo.

—¿Asocia al rey Víctor con este asesinato, Battle?

—No hay que despreciar la posibilidad. Busque en su memoria, señor, y verá que sólo había cuatro sitios donde un... cierto visitante real pudo esconder la joya. Chimneys era uno de ellos. El rey Víctor fue arrestado en París tres días después de la desaparición del K. Siempre esperé que nos conduciría al escondrijo.

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