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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (21 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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—¿S.? —exclamó Anthony—. ¡Ah, claro! Stylpitch. El muy zorro cambió el escondite.

—¿Ocultaría el diamante en Richmond? —rumió Virginia.

—No, se refiere a algo de esta casa —contestó Battle.

—¡Ya lo tengo! —chilló Virginia.

Los dos hombres esperaron anhelantes.

—¡El cuadro de Holbein de la cámara del consejo! Golpearon la pared debajo de él. ¡Es un retrato del conde de Richmond!

—¡Ha dado en el clavo! —dijo Battle, dándose una palmada en el muslo; hablaba con inusitada pasión—. Tenemos un punto de partida. Los ladrones no saben, como nosotros, el significado de las cifras. Las dos armaduras se encuentran debajo del retrato. Su primera impresión fue que el diamante estaba oculto en una de ellas. Las medidas podían ser centímetros. Fracasaron, y su idea siguiente fue que había un pasadizo, una escalera o una habitación secretos. ¿Tiene noticia de ello, mistress Revel?

—Sé, por lo menos, que hay una cámara y un pasillo simulados. Me lo enseñaron en cierta ocasión. Apenas me acuerdo de ellos. Ahí está Bundle; ella nos informará.

Lady Eileen caminaba de prisa por la terraza en su dirección.

—Voy a Londres en el Panhard, después del almuerzo —anunció—. ¿Quién viene conmigo? ¿Usted, mister Cade? Regresaremos antes de la cena.

—Gracias. Soy feliz aquí —respondió Anthony.

—Me tiene miedo —rió Bundle—. ¿Qué le asusta? ¿Mi modo de conducir o mis encantos?

—Lo último, siempre.

—Bundle, ¿existe un pasadizo secreto en la cámara del consejo? —indagó Virginia.

—Sí, uno muy repugnante que, se dice, lleva de Chimneys a Wyvern Abbey. Actualmente está obstruido. No se puede avanzar por él sino unos cien metros. El de la galería blanca es más divertido y la habitación excusada no está mal.

—No nos interesa desde el punto de vista estético —explicó Virginia— ¿Por dónde se entra en el de la cámara?

—A través de un panel. Os lo enseñaré después de la comida.

—Gracias —dijo el superintendente—, ¿Nos citamos para las dos y media?

Bundle enarcó las cejas.

—¿Ladrones? —preguntó.

Tredwell apareció en la terraza.

—El almuerzo está servido, milady —anunció.

Capítulo XXIII
-
Encuentro en la rosaleda

A las dos y media, y en la cámara del consejo, se congregó un pequeño grupo integrado por Bundle, Virginia, el superintendente Battle, el inspector Lemoine y Anthony Cade.

—No avisaremos a mister Lomax —dijo Battle—. En estos asuntos hay que proceder con rapidez.

—¿Cree que el príncipe Miguel fue asesinado por alguien que penetró por aquí? —preguntó Bundle—. Sería imposible. El otro extremo está tapiado.

—Naturalmente, milady. Buscamos una cosa muy distinta.

—¡Ah! ¿Buscan algo? ¿Desdeñan la historia?

Lemoine hizo una mueca de incomprensión.

—Aclara tus palabras, Bundle —animó Virginia—. Logras hablar de manera ininteligible cuando te lo propones.

—La historia se refiere al diamante que robaron en la remota época de mi infancia.

—¿Quién se lo contó, lady Eileen? —interrogó Battle.

—Hace siglos que lo sé. Un lacayo me lo relató cuando yo tenía doce

añitos.

—¿Un lacayo? —gritó Battle—. ¡Dios mío! Me gustaría que la oyera mister Lomax.

—¿Es uno de los terribles secretos de George? —rió Bundle—. ¡Colosal! Nunca presté crédito al cuento; George es un borrico; no debería ignorar que los criados lo saben todo.

Tocando un resorte oculto bajo el marco del cuadro de Holbein, un entrepaño se hundió crujiendo hacia el interior. Se reveló una tenebrosa abertura.

—Pasen, señoras y caballeros —voceó Bundle en tono melodramático—. ¡Entren, entren! Sólo cuesta tres peniques.

Lemoine y Battle se habían provisto de linternas. Fueron los primeros en internarse en la oscura cavidad.

—Tiene que haber un sistema de ventilación porque el aire es puro —advirtió Battle.

El suelo era de piedra basta; los muros, en cambio, habían sido reforzados con ladrillos. Como Bundle había dicho, el pasadizo no se extendía más allá de cien metros. Lo cortaban cascotes y tierra. Battle comprobó que no había manera de atravesarlo y dijo por encima del hombro:

—Den ustedes media vuelta, por favor. Quise reconocer el terreno. Pronto estuvieron en la entrada.

—Empecemos desde la entrada —propuso el superintendente—. Siete rectos, ocho a izquierda, tres a derecha. Imaginemos que son pasos. Midió cuidadosamente siete pasos y se inclinó a examinar el suelo.

—Aquí ha habido una raya de tiza. Ahora ocho a la izquierda. No serán pasos; no hay espacio suficiente para caminar en fila india.

—Cuente ladrillos —sugirió Anthony.

—Precisamente, mister Cade. Ocho ladrillos desde arriba o desde abajo, a la izquierda. Empezaré a partir del suelo, es más cómodo. Tocó ocho ladrillos.

—Ahora, tres a la derecha. Uno, dos, tres... ¡Eh! ¿Qué es esto?

—Dentro de un instante me pondré a chillar —amenazó Bundle—. ¿Qué es?

Battle hacía palanca en un ladrillo con una navaja. Su vista penetrante había notado que era distinto a todos. A poco lo tuvo en la mano, dejando una pequeña cavidad en la pared. La reconoció con los dedos.

Todos contuvieron el aliento.

Battle retiró la mano, prorrumpiendo en una exclamación de asombro y de cólera.

Los demás le rodearon, mirando sin comprender los tres objetos que les mostraba.

Una cartulina con varios botoncitos de perla, un trozo cuadrado de labor de punto y un pedacito de papel con una hilera escrita con la vocal «e».

—¡Que me parta un rayo! —lanzó Battle—. ¿Qué es esto?


Mon Dieu
! —murmuró el francés—.
Ça, c'est un peu trop fort!

—Pero, ¿qué significa? —balbuceó Virginia.

—Una sola cosa, naturalmente —respondió Anthony—. El difunto conde Stylpitch nos brinda una muestra de su humor que no me hace ni pizca de gracia.

—¿Nos aclarará sus palabras? —se impacientó el superintendente.

—En seguida. Esto es una bromita del conde. Barruntando que su nota había sido leída, preparó este acertijo para reírse de los ladrones, cuando vinieran en busca del botín. Es como el juego de prendas en que uno exhibe un símbolo para que los circundantes adivinen su oficio o su cargo.

—Entonces, ¿tiene un significado?

—Sin duda. Si la pretensión del conde hubiera sido injuriar, habría dejado una tarjeta con la palabra «vendido», el dibujo de un pollino o algo igualmente grosero.

—Un pedazo de labor de punto, unas E mayúsculas y varios botones —rezongó Battle.


C'est inoui!
—protestó Lemoine.

—Charada número dos —sonrió Anthony—. ¿La resolvería el propio Wynward?

—¿Cuándo se usó este pasadizo por última vez, milady? —preguntó el francés.

Bundle reflexionó.

—Nadie ha entrado en él desde hace dos años. Enseñamos de preferencia, a los turistas del país y a los estadounidenses, nuestra cámara secreta.

—Es curioso —dijo el francés.

—¿Por qué?

—Por esto. Esta cerilla no lleva aquí más de dos días.

Battle la examinó. Era de madera encarnada y cabeza amarilla.

—¿Se les ha caído a ustedes? —inquirió.

La negativa fue general.

—Hemos visto cuanto había que ver —agregó Battle—. Salgamos.

Todos asintieron. Bundle, que había cerrado el entrepaño, les enseñó cómo se sujetaba desde el interior. Lo abrió y saltó estrepitosamente a la cámara del consejo.

—¡Cáspita! —gritó lord Caterham, incorporándose en el sillón en que dormía la siesta.

—Pobre papá, ¿te he asustado? —se compadeció Bundle.

—Se ha perdido el arte de descansar después de la comida —dijo el marqués—. Dios sabe que esta casa es bastante grande, pero no hay habitación en que se pueda estar en paz. ¡Oh! ¿Cuántos salen de ahí? Me recuerdan las pantomimas de mi niñez en que hordas de demonios surgían de trampas.

—Se presenta el séptimo diablo —anunció Virginia y le acarició el pelo—. No se enfade. Nos entretuvimos en explorar el pasadizo.

—Hoy está en alza —gruñó aún Caterham—. Esta mañana se lo enseñé a Fish.

—¿Cuándo? —preguntó Bundle.

—Antes del almuerzo. Se enteró, no sé cómo, de su existencia. Le mostré éste, estuvo en la galería blanca y en la cámara secreta. Los últimos no le entusiasmaron, antes bien parecieron aburrirle. Pero le obligué a verlos meticulosamente.

Lord Caterham rió entre dientes al rememorar su travesura. Anthony murmuró a Lemoine:

—Salgamos. Quiero hablarle.

Los dos hombres se fueron por el balcón. A conveniente distancia de la casa, Anthony mostró el trozo de papel que Boris le había dado.

—Vea esto. ¿Se le cayó?

Lemoine lo examinó, curioso.

—No, no es mío. ¿Por qué?

—¿Seguro?

—Segurísimo, monsieur.

—¡Caramba! —dijo Anthony, y repitió la explicación del ayuda de cámara.

—No, no se me cayó —reiteró el francés—. ¿Lo encontró en ese grupo de árboles?

—Pues... no me lo dijo. Lo deduje yo.

—Quizás estaba en la maleta de mister Isaacstein. Interrogue a Boris —aconsejó Lemoine, restituyéndole el papel; y añadió después—: ¿Qué sabe de él?

Anthony alzó los hombros.

—Fue el criado de confianza del príncipe Miguel.

—Cerciórese de ello. Consulte, por ejemplo, al barón Lolopretjzyl. Puede que sólo le sirviera unas semanas. Me parece honrado, pero ¡vaya usted a saber! El rey Víctor es muy capaz de transformarse en criado.

—¿Cree que...?

Lemoine interrumpió la pregunta.

—Le seré franco. El rey Víctor me obsesiona, le veo por doquier... Incluso en este instante me digo si la persona que habla conmigo, mister Cade, no será él.

—¡Rayos y truenos! Le compadezco.

—Ni me importa el diamante ni me importa el asesinato del príncipe. Mi colega de Scotland Yard aclarará esos misterios. Yo estoy en Inglaterra con un único, con un exclusivo propósito: capturar al rey Víctor y conseguir pruebas de sus delitos.

—¿Lo logrará? —inquirió Anthony, encendiendo un cigarrillo.

—Yo qué sé —contestó Lemoine con inesperado desaliento.

—¡Hum!

En la terraza, cerca del balcón, el superintendente Battle les aguardaba impasible.

—¡Pobre Battle! Vamos a animarle —dijo Anthony, e hizo una pausa— Es usted un pájaro raro, Lemoine.

—¿Por qué?

—Porque no tomó nota de la dirección que había en el papel, cuya importancia resulta imposible adivinar.

Lemoine le miró a los ojos un segundo antes de enseñar sonriendo el blanco puño de su camisa. En él había escrito: «Hurstmere, Langly Road, Dover».

—Me excuso y me retiro vencido —murmuró Anthony.

Fue al encuentro del superintendente.

—Está usted muy pensativo, Battle —dijo a modo de saludo.

—Y no sin causa, mister Cade.

—Lo imagino.

—Los indicios no encajan.

—No se atormente, Battle —aconsejó Anthony—. Si recibe un descalabro, podrá arrestarme. No se olvide de mis huellas condenatorias.

El superintendente no sonrió.

—¿Tiene enemigos en esta mansión, mister Cade?

—El tercer criado me desprecia como lo demuestra su olvido de ofrecerme las verduras. ¿Por qué?

—He recibido anónimos o, más bien, uno.

—¿Acusándome?

Battle alargó a Anthony un papel común en el que una mano torpe había escrito:

«Vigile a mister Cade. No es lo que aparenta»

Anthony se rió.

—¿Eso es todo? Alégrese, Battle. Soy un rey disfrazado.

Se introdujo en el edificio, silbando levemente. En su habitación, una vez cerrada la puerta, su semblante cambió. Endurecióse. Sentóse en el borde de la cama y fijó la mirada en el suelo.

—La situación se complica —dijo para sí—. Hay que hacer algo. ¡Qué embarazoso!...

Fue a la ventana. Miró distraído por ella y poco a poco, mientras sus ojos se centraban en un punto, su rostro se despejó.

—¡Claro! —gritó—. ¡La rosaleda! ¡Eso es! ¡La rosaleda!

Bajó de prisa y salió al jardín. Se acercó a los rosales describiendo un rodeo. La rosaleda tenía una puertecilla a ambos extremos. Utilizando la más alejada del edificio, se dirigió al reloj de sol que estaba, sobre un cerrillo, en el centro exacto del jardín.

Anthony se paró sorprendido frente a otro ocupante de la rosaleda, cuyo asombro igualó al suyo.

—¿Le interesan las rosas, mister Fish?

—Muchísimo, caballero.

Se observaron como antagonistas que miden sus fuerzas.

—A mí también —continuó Anthony.

—¿Sí?

—Me enloquecen.

Sonrieron al unísono. La tensión pareció alejarse.

—Mire ésta —invitó mister Fish, indicando un soberbio ejemplar—. Creo que es una Madame Abel Chatenay; sí, lea la tablilla. Esta rosa blanca se llamaba antes de la guerra Frau Carl Drusky; ahora la han rebautizado. Es tan sensitiva como patriótica. Ésta, La France, será siempre popular. ¿O prefiere las rojas, mister Cade? Una rosa escarlata...

La lenta voz del estadounidense fue interrumpida por otra. Bundle se inclinaba en una ventana del primer piso.

—¿Le llevo a la ciudad, mister Fish? —propuso la joven—. Me voy ahora mismo.

—Muchas gracias, lady Eileen, pero me divierto mucho aquí.

—¿No cambia de pensamiento, mister Cade?

Anthony rió meneando la cabeza. Bundle se apartó de la ventana.

—Prefiero dormir —remachó Anthony, y sacó un cigarrillo—. Por favor, ¿me da una cerilla?

Mister Fish le alargó la caja. Anthony se la devolvió después de coger un fósforo.

—Las rosas son muy bellas —continuó—. Sin embargo, esta tarde no me entusiasma la jardinería.

Un rugido sonó frente al edificio.

—Un coche muy poderoso. ¡Ahí va!

Un automóvil se deslizó por la recta alameda.

Anthony bostezó y se encaminó a la casa. Una vez en el interior, corrió a lo largo del vestíbulo, saltó por una ventana del fondo y se movió aceleradamente a través del parque. Sabía que Bundle tendría que describir una amplia curva hacia la verja de la mansión.

Fue una carrera alucinante, contra el tiempo. Llegó al muro de los terrenos en el mismo instante en que el coche desembocaba en la carretera.

—¡Eh! —gritó.

Bundle casi se salió de la calzada, presa de asombro. Logró frenar sin accidente. Anthony se sentó a su lado.

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