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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (22 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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—La acompaño a Londres. Lo ansié desde que me invitó.

—¡Oh, hombre extraordinario! —profirió Bundle—. ¿Qué esconde?

—Una cerilla.

Anthony la estudió. Era encarnada, de cabeza amarilla. La guardó con sumo cuidado en uno de sus bolsillos.

Capítulo XXIV
-
La casa de Dover

—¿Le importará que acelere? —preguntó Bundle al cabo de unos minutos—. He salido más tarde de lo que me proponía.

Anthony había pensado que iban ya a gran velocidad. Pronto averiguó que era una marcha de caracol, comparado con la que la joven podía sacar del gran Panhard.

—Algunas personas —explicó Bundle, aflojando el pie al cruzar el pueblo— se asustan de mi modo de conducir. Mi padre, por ejemplo, se niega a acompañarme.

Anthony se dijo que el temor de lord Caterham era lógico. Un caballero nervioso y pacífico consideraría aquello más como un suicidio que como un deporte.

—Pero usted no se amilana —continuó Bundle, tomando una curva sobre dos ruedas.

—La vida me ha endurecido —contestó Anthony, y agregó—: Y tengo

prisa.

—¿Aumento la velocidad? —inquirió, cortés, Bundle.

—No; por favor, no —se apresuró a responder Anthony—. Rozamos los ochenta por hora.

—Me pica la curiosidad el motivo de su repentina marcha —dijo lady Eileen, tras ejecutar con el claxon una sinfonía que ensordeció a los campesinos de la comarca—. ¿Le ofendería que se lo preguntase? ¿Huye de la justicia?

—No lo sabré hasta dentro de poco.

—El superintendente no es tan tonto como parece.

—Battle es un genio.

—¿Por qué no ingresa en la carrera diplomática? —se quejó Bundle—. Habla menos que una ostra.

—¡Y yo que me creía locuaz!

—¡Oh! ¿Se fuga con mademoiselle Brun?

—Mi desesperación no es tan sublime —exclamó Anthony con fervor. Durante unos minutos, Bundle se dedicó a alcanzar y dejar atrás a media docena de automóviles.

—¿Cuánto hace que conoce a Virginia? —preguntó súbitamente.

—La respuesta es difícil —dijo, veraz, Anthony—. No la veo a menudo, aun cuando me parece que nos conocemos desde hace muchos años.

—Virginia, a pesar de su charla intrascendente, no tiene un pelo de tonta —afirmó Bundle secamente—. En Herzoslovaquia fue un fenómeno. Tim Revel habría triunfado en su carrera, gracias, sobre todo, a ella. Virginia luchó a brazo partido por él, hizo cuanto pudo en su favor y... sé por qué.

—¿Porque le amaba? —apuntó Anthony, mirando al frente.

—No... porque no le amaba, ¿entiende? Precisamente por ello trabajó tanto... para compensarle. Virginia es así, leal y recta. No, no amó a Tim Revel.

—Está usted muy segura —dijo Anthony, volviendo a mirarla.

Las pequeñas manos de Bundle atenazaban el volante y sobre ellas su barbilla sobresalía agresiva.

—Estoy al corriente de varias cosas. En la época de su boda, siendo una chiquilla, me enteré de ellas. Tim la adoraba... Era un irlandés muy atractivo, con una enorme facilidad de expresión. Virginia contaba dieciocho años. Dondequiera que fuese se le aparecía Tim, desesperado, pintoresco, jurando que se levantaría la tapa de los sesos o se daría a la bebida si no se casaba con él. Los adolescentes creen o creían en tales patrañas, y Virginia se emocionó de la pasión que inspiraba. Se casó, pues, con él, y se portó como un ángel. No lo hubiera sido si le hubiera amado. En la composición de un carácter hay una buena dosis de impulsos infernales. Y en Virginia hay una parte de demonio. Ahora, gustándole la libertad, será arduo persuadirla que contraiga un nuevo matrimonio.

—¿Por qué me explica esa vieja historia?

—¿No le interesa la vida de su prójimo?

—Sí, me interesa.

—Virginia no le contaría la suya. Créame, es tan hechicera, que gusta incluso a las mujeres. Asimismo —concluyó Bundle, con oscura intención—, hay que jugar limpio.

—¡Oh, ciertamente! —afirmó Anthony.

Interesado, sin imaginar por qué Bundle le había proporcionado aquella información gratuita, se alegró del diálogo.

—¡Los tranvías! —suspiró lady Eileen—. Ahora habré de ir despacio.

—Le doy mi pésame —sonrió Anthony.

Su concepto y el de Bundle sobre la cautela automovilística no coincidieron. Llegaron a Oxford Street, mientras los suburbios retemblaban aún de indignación.

Bundle miró su reloj.

—Nos hemos movido de prisa, ¿verdad?

Anthony asintió fervientemente.

—¿Dónde se apea?

—En cualquier sitio. ¿Por dónde va?

—Por Knightsbridge.

—Déjeme entonces en Hyde Park Corner.

—Adiós —se despidió Bundle, en el punto indicado—. ¿Regresamos juntos?

—Volveré por mis propios medios, gracias.

—Le he asustado —murmuró Bundle.

—No recomendaré a ancianas nerviosas que vayan con usted, pero me he divertido. La última vez que me vi en un aprieto parecido fue ante una carga de elefantes salvajes.

—Me disgusta su grosería. No nos estrellamos.

—Le agradezco su circunspección.

—Los hombres son unos fanfarrones. Se las dan siempre de valientes.

—Me voy humillado —dijo Anthony.

Bundle le saludó con la mano. Anthony tomó un taxi y ordenó al chófer que le llevase de prisa a la estación Victoria.

En ella, despedido el taxi, inquirió cuál era el próximo tren para Dover. Uno acababa de partir.

Resignándose a esperar una hora, Anthony se paseó reflexionando. En un par de ocasiones, no obstante, levantó impaciente la cabeza.

El viaje hasta Dover fue anodino. Salió de la estación y tornó a ella. Preguntó dónde estaba Hurstmere.

La Langly Road era extensa y se prolongaba allende la ciudad. Le informaron que Hurstmere era la casa del extremo. Anthony anduvo sin descanso, frunciendo el ceño. No obstante, y como siempre que se avecinaba un peligro, sentía una gran ligereza física y espiritual.

Hurstmere se hallaba retirada de la carretera, en medio de sus jardines, descuidados y macilentos. El edificio, pensó Anthony, llevaba varios años deshabitado. La gran verja herrumbrosa estaba entreabierta y el nombre de la casa se leía con dificultad en el pilar.

—Buen sitio... Desamparado, solitario —apreció Anthony a media voz.

Oteando la carretera que estaba desierta, se internó en un herboso jardín. A los pocos metros se detuvo a escuchar. Desde allí no se oía ningún ruido en la casa, todavía lejos de él. Algunas hojas cobrizas se desprendieron de los árboles y se acumularon sobre las que tapizaban el suelo con un roce siniestro. Anthony se sobresaltó.

—Hasta hoy no supe lo que eran nervios —murmuró sonriendo.

Recorrió la calzada hasta la curva, donde se emboscó en la maleza y anduvo invisible hasta el edificio. Se paró de nuevo, espiando entre las ramas. Un perro ladraba en lontananza, pero era otro el origen del ruido que había percibido.

No le había engañado la agudeza de sus sentidos. Un hombre rechoncho y robusto, de aspecto extranjero, salió de una esquina, siguió andando y desapareció pronto por la opuesta.

—Un centinela —susurró Anthony—. No se fían.

Echó a andar tras él. El muro de la casa quedó a su derecha. Una amplia mancha de luz se proyectaba en la arena y se oían varias voces masculinas.

—¡Qué imbéciles! —exclamó Anthony—. Les convendría un susto.

Se dirigió agachado a la ventana. Poco a poco, infinitamente prudente, levantó la cabeza hasta el ras del alféizar.

Media docena de individuos rodeaban una mesa. Cuatro de ellos, corpulentos, de pómulos sobresalientes y ojos sesgados, pertenecían a la raza magiar. Los otros dos eran esmirriados, de ademanes fugaces. Hablaban en francés, los cuatro primeros con una entonación gutural e incierta.

—¿Cuándo vendrá el jefe? —bramó uno.

Uno de los hombrecillos encogió los hombros.

—Está al caer.

—Ya es hora —gruñó el primero de los conversadores—. No conocemos a vuestro jefe, pero... ¡Esta inútil espera nos ha impedido efectuar empresas gloriosas!

—¡Idiota! —vociferó el hombrecillo—. ¿Sería glorioso caer en las redes de la policía? Eso es lo que esperaba. ¡Gorilas!

—¡Ah! —rugió otro hombretón—. ¿Insultas a los Camaradas? Pronto estamparé el símbolo de la Mano Roja en tu pescuezo.

Se incorporó a medias. Uno de sus compañeros tiró de él hacia la silla.

—Trabajamos juntos. Renunciad a las peleas —ordenó—. Sé que ese rey Víctor castiga la indisciplina.

Anthony se escondió detrás de un matorral. Los pasos del centinela sonaban en la oscuridad.

—¿Quién va? —preguntaron desde la casa.

—Soy Carlo.

—Bien. ¿Y el prisionero?

—Empieza a recobrar el conocimiento. Se resiente del golpe.

Anthony se alejó.

—¡Qué hatajo de fantoches! —murmuró—. Discuten al pie de la ventana abierta y Carlo ronda como un elefante borracho y miope como un murciélago. Y herzoslovacos y franceses la van a emprender a golpes. El cuartel del rey Víctor parece una jaula de loros. Me complacería administrarles una lección.

Se paró irresoluto. Sobre su cabeza sonó un gemido.

Anthony miró a lo alto. Repitióse la queja.

Carlo tardaría algo en completar la ronda. Anthony asió la enredadera y se encaramó por ella hasta el hueco de una ventana. Estaba cerrada. La forzó mediante una minúscula herramienta que llevaba en el bolsillo.

Escuchó, antes de saltar a la habitación como una sombra. En la penumbra, vio un lecho en un rincón y un bulto humano encima de él.

Anthony enfocó la linterna hacia el rostro de la figura. Era una cara extranjera, pálida y demacrada, cuyo cráneo rodeaban varias vendas.

El hombre estaba atado de pies y manos. Contempló atontado al intruso, para él un desconocido.

Al inclinarse sobre él, un chasquido hizo que Anthony se volviera, alargando la mano hacia el bolsillo de la chaqueta.

Una orden perentoria le inmovilizó.

—Manos arriba, hijito. ¿Le sorprende? Tomamos el mismo tren en la estación Victoria.

Era, ni más ni menos, mister Hiram P. Fish quien estaba en la puerta. Sonreía. Su diestra aferraba una enorme automática.

Capítulo XXV
-
Martes por la noche en Chimneys

El marqués, Virginia y Bundle, la noche del martes, treinta horas después de la sensacional desaparición de Anthony, charlaban en la biblioteca.

Bundle repitió por séptima vez las palabras que el joven pronunciara en Hyde Park Corner.

—«Volveré por mis propios medios» —citó pensativa Virginia—. No esperaba tardar tanto. Y sus cosas están en su dormitorio.

—¿Te dijo dónde iba?

—No, no me lo dijo —respondió Bundle.

El silencio siguiente persistió hasta que lord Caterham comentó:

—Un hotel ofrece, sin duda, algunas ventajas sobre una casa particular.

—¿Por qué?

—Porque en las habitaciones hay un aviso que dice, más o menos: «Los clientes han de comunicar su partida antes del mediodía». Virginia sonrió.

—Tal vez sea anticuado e irrazonable —prosiguió el marqués—. La moda actual impone entrar y salir de los hogares lo mismo que si fuesen hoteles... ¡Independencia completa, manutención gratuita!

—¡Qué gruñón! —regañó Bundle—. Nos tienes a Virginia y a mí. ¿Qué más pides?

—Nada más, nada más —aseguró Caterham atropelladamente—. No me quejo más que en términos amplios. Le intranquiliza a uno. Reconozco que hemos disfrutado de veinticuatro horas ideales. Paz, paz perfecta, sin robos, ni asesinatos, ni detectives, ni estadounidenses. Sólo lamento que el temor de perderla no me haya permitido gozar de ella. No he hecho más que repetirme: «Éste o aquél comparecerán dentro de un minuto». Y el pensamiento me ha aguado el placer.

—Tu preocupación ha sido vana —objetó Bundle—. Nos han dejado solos, nos han descuidado de modo insultante. También es rara la marcha de Fish. ¿Te comunicó su destino?

—No me dijo ni media palabra. Le vi ayer, por última vez, en la rosaleda, consumiendo uno de sus apestosos cigarros. Después se fundió en el paisaje.

—Le habrán secuestrado —supuso, esperanzada, Bundle.

—Dentro de un par de días, Scotland Yard pescará su cadáver en el lago —gimió su padre—. Me está bien empleado. Un hombre de mi edad debería hallarse en el extranjero, renunciando a mediar en los maquiavélicos proyectos de George Lomax y...

Le interrumpió Tredwell.

—¿Qué quiere? —se enfadó Caterham.

—Milord, el detective francés desea que le reciba.

—¿Qué dije? —estalló el marqués—. Tanta dicha tenía que ser efímera. Verán cómo ha descubierto el cuerpo de Fish doblado en una pecera.

El mayordomo le orientó respetuosamente hacia lo real.

—¿Le anuncio que le recibe, milord?

—Sí, sí. Tráigale.

Tredwell se fue. Regresó casi inmediatamente.

—Monsieur Lemoine —dijo.

El francés entró a buen paso. Su modo de andar, más que su semblante, reveló su excitación.

—Buenas noches, Lemoine —saludó el marqués—. Beba lo que quiera.

—No, gracias —el francés inclinó el cuerpo ante las damas—. He progresado al fin. Creo obligación mía notificarle los descubrimientos, los graves descubrimientos que he efectuado en el transcurso de las últimas veinticuatro horas.

—Olí que sucedía algo —dijo Caterham.

—Milord, ayer tarde un huésped suyo se fue de esta mansión. Desde un principio sospeché de él. He ahí un hombre que, dos meses atrás, se hallaba en África. ¿Y antes? ¿Dónde estuvo?

Virginia emitió una exclamación apagada. El detective pareció titubear al oírla. Pero continuó:

—¿Dónde estuvo antes? Nadie lo sabe. Se parece mucho al hombre que persigo; es alegre, audaz, inquieto, dispuesto a cualquier cosa. Envié cable tras cable sin obtener informes de él. Hace diez años estaba en Canadá, pero desde entonces... silencio. Mis sospechas se reforzaron. Un día recogí un trozo de papel del sitio en que había estado. Llevaba las señas de una casa de Dover. Más tarde, como por descuido, lo dejé caer. Por el rabillo del ojo vi que Boris, el herzoslovaco, se lo entregaba. Siempre imaginé que Boris era emisario de los Camaradas de la Mano Roja, que, en el caso presente, trabajaban con el rey Víctor. ¿Qué haría Boris si reconociera a su jefe en mister Anthony Cade? Lo que hizo, claro está. ¿Por qué había de ponerse al servicio de un desconocido?

»Pero casi me desarmó que Anthony Cade me preguntase si se me había caído el mismo trocito de papel. Casi, digo; no del todo. Porque el acto podía implicar o que era inocente o que era muy astuto. Negué, claro, que fuese mío. Entretanto, pedí noticias que hasta hoy no me han llegado. La casa de Dover, desierta, estuvo ocupada hasta ayer por un grupo de extranjeros. Era el cuartel del rey Víctor. Observen lo ocurrido. Ayer por la tarde mister Cade se fue de aquí sin explicaciones. Debió de comprender, desde que se le cayó el papel, que el juego había terminado. Llega a Dover y la banda se dispersa. Ignoro cuál será su próximo acto. Lo único que queda bien sentado es que mister Anthony Cade no volverá a Chimneys; pero el rey Víctor no renunciaría así como así a apoderarse del diamante y... ¡y entonces le capturaré!

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