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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (24 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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—Mister George Lomax y mister Eversleigh —anunció Tredwell.

—Se presentan Codders y su perro fiel —murmuró Bundle.

Bill avanzó derecho hacia ella, mientras George saludaba al marqués con el ficticio entusiasmo que usaba en las ceremonias públicas.

—Mi querido Caterham —dijo, agitando la mano del anfitrión—, recibí su invitación y, naturalmente, he venido.

—Encantado de verle, amigo mío, encantado —repuso el marqués,

cuya conciencia, como siempre que se indignaba, le obligaba a exagerar su cordialidad—. Yo no le invité, pero viene a ser lo mismo. Entretanto, Bill acometía a Bundle en voz baja.

—Oye, ¿qué sucede? ¿Huyó Virginia durante la noche? La raptaron, ¿verdad?

—No. Dejó una nota en la almohada, como imponen los cánones.

—¿Se ha fugado, por casualidad, con ese colonial? Siempre me desagradó... y parece ser un ladrón tremendo. Será, sin duda, una broma.

—¿Por qué?

—El rey Víctor es francés. Cade, inglés hasta el tuétano.

—Ese Víctor es un políglota y medio irlandés.

—¡Señor! Por eso escapó, ¿verdad?

—Yo qué sé. Anteayer desapareció y esta mañana tuvimos un telegrama suyo pidiendo que los invitásemos. Él llegará hoy a las nueve de la noche. Los presentes han recibido un ruego similar.

—Bonita fiesta —gruñó Bill—. Un detective francés en el balcón, otro inglés en la chimenea, preponderancia del elemento extranjero... ¿Acudirá también el de la bandera estrellada?

—Mister Fish se ha esfumado —contestó Bundle—. También Virginia... Presiento, Bill, que se avecina el instante en que alguien dice «¡Fue James, el mayordomo!», y todo se aclara. Ahora esperamos a Anthony Cade.

—No vendrá —afirmó Bill.

—En tal caso, ¿para qué convocó a los accionistas, como dice mi padre?

—Hay gato encerrado. Mientras estamos aquí, él irá a otro sitio...

—Según tú, no aparecerá, ¿verdad?

—¿Va a meterse en la boca del lobo? Esta sala rezuma detectives y altos dignatarios del gobierno...

—Pobre es tu concepto del rey Víctor. No hay obstáculos para él. Situaciones como ésta le enardecen y siempre sale de ellas bien parado. Mister Eversleigh meneó dudoso la cabeza.

—Sería una hazaña hercúlea en vista de las circunstancias. Jamás... La puerta se abrió de nuevo.

—Mister Cade —anunció Tredwell.

—Anthony fue hacia el marqués.

—Lord Caterham, nunca me perdonaré las molestias que le doy. Cuente con que el misterio se aclarará esta noche.

El aristócrata se amansó, porque el joven era una de sus debilidades secretas.

—¡Bah! No importa...

—Muy amable —dijo Anthony—. ¿Estamos todos? Entonces comenzaré.

—No lo entiendo, no entiendo ni jota —protestó George, dándose tono—. Esto es muy irregular. Mister Cade no posee autoridad para... no posee autoridad. La posición es muy delicada y exijo que...

El torrente retórico fue secado por el superintendente, que murmuró unas palabras al oído del gran hombre. George se desconcertó.

—Muy bien, puesto que es así—repuso malhumorado y añadió en voz fuerte—: Estamos dispuestos a escuchar a mister Cade.

Anthony ignoró su condescendencia.

—Probablemente están enterados de que encontramos una especie de acertijo en el pasadizo secreto —comenzó—. Se mencionaba Richmond, acompañado de varias cifras. Fracasamos en nuestro propósito de resolverlo. Ahora bien; en las Memorias del conde Stylpitch, que he leído, se describe una cena en que cada uno de los comensales llevaba una insignia representando una flor. El conde usó la imitación exacta del curioso objeto que descubrimos en la cavidad del muro. Representaba la rosa. Recuerden que consistía en hileras de cosas, botones, vocales y puntos de media. ¿Qué hay en esta casa ordenado en hileras? Libros, ¿verdad? Y en el catálogo de la biblioteca de lord Caterham existe una obra titulada
Vida del conde de Richmond
. Ello les proporcionará una idea del escondrijo. Principiando por el volumen en cuestión y usando las cifras que aluden a estantes y lomos, creo que encontrarán el... el objeto oculto en un libro falso o en un hueco detrás de él.

—¡Muy ingenioso! —exclamó el marqués.

—Sí, es ingenioso —admitió George—; pero falta ver si...

Anthony rió.

—Si hay garbanzos en el cocido, ¿verdad? Lo comprobaremos. Iré a la biblioteca.

Lemoine se destacó del balcón, cerrándole el paso.

—Un instante, mister Cade. Con su permiso, milord.

Escribió unas líneas, metió el papel en un sobre y pulsó el timbre. Tredwell compareció. Lemoine le entregó la carta.

—Dé este sobre a su destinatario, por favor.

—Inmediatamente, señor —contestó el mayordomo, y se marchó con prosopopeya.

Anthony tomó asiento.

—¿Qué intenta, Lemoine? —preguntó suavemente.

El ambiente semejó cargarse de electricidad.

—Si la joya está donde usted afirma, donde ha permanecido siete años, un cuarto de hora más de espera no le perjudicará.

—Prosiga —animó Anthony—. No es eso lo que quiere decir.

—No, no lo es. En este momento sería... imprudente consentir que alguien abandonara la sala, sobre todo si es persona de problemáticos antecedentes.

Anthony se puso un cigarrillo en los labios, enarcando las cejas.

—Un vagabundo no es respetable, ¿verdad? —murmuró.

—Mister Cade, hace dos meses estaba usted en el sur de África. Ha sido comprobado. Pero, ¿y antes?

—En Canadá. En el salvaje noroeste.

—¿No sería, más bien, en una cárcel francesa?

Battle cubrió automáticamente la puerta con la espalda, corno para interceptar la retirada de Anthony.

El joven miró fijamente a Lemoine y rompió a reír.

—Mi querido señor... ¡Qué monomanía! Ve al rey Víctor hasta en la sopa. ¿Soy yo ese interesante caballero?

—¿Lo niega?

Anthony sacudió una mota de ceniza de su manga.

—Jamás niego lo que me divierte. Y su acusación peca de grotesca.

—¡Ah! ¿Es ésa su opinión?

El francés avanzó. Su semblante, estremecido por una palpitación nerviosa, denotaba perplejidad y recelo, como si su interlocutor le desorientase.

—Monsieur, en esta ocasión... en esta ocasión nada me impedirá arrestar al rey Víctor.

—Enhorabuena. Pero lo intentó en vano otras veces. ¿No teme que vuelva a vencerle? Es resbaladizo como una anguila.

La conversación se había convertido en un duelo de inteligencia entre los dos hombres. Los circunstantes percibían su tensión. Era la lucha decisiva entre Lemoine y el hombre que fumaba despreocupadamente.

—Yo andaría con pies de plomo —continuó Anthony— para evitar los agujeros.

—El pavimento es liso.

—Su seguridad sólo tiene un punto oscuro: la necesidad de la prueba. Lemoine sonrió de modo que llamó la atención de Anthony. Se levantó a aplastar el cigarrillo en el cenicero.

—¿Vio que escribí unas líneas? —preguntó el policía francés—. Las destiné a la posada del pueblo. Ayer recibí de Francia las huellas dactilares y las medidas antropométricas del rey Víctor o del supuesto capitán O'Neill. Me las enviarán en seguida. ¡Dentro de unos minutos sabremos si usted es ese hombre!

—No negaré su astucia, Lemoine; no se me ocurrió esa estratagema. La llegada de las fichas me obligará a mojar los dedos en tinta, o a cualquier cosa igualmente desagradable, medirá mis ropas y buscará marcas y cicatrices en mi cuerpo. Si los datos coinciden...

—Si coinciden, ¿qué?

Anthony se irguió.

—En efecto, ¿qué?

Lemoine hizo un gesto teatral.

—¡Habré demostrado que es el rey Víctor!

—Lo cual le henchiría de satisfacción —dijo Anthony—. De todos modos, a mí no me perjudicaría. Convengamos teóricamente que yo fuese ese ladrón... podría arrepentirme.

—¿Cómo?

—Póngase en el lugar del rey Víctor, use su imaginación. Sale de la prisión, los años han pasado implacables y ha perdido una buena dosis de afición a la vida de aventuras. Supongamos que ha conocido a una mujer hermosa, con la que desea casarse y establecerse en el campo para cultivar guisantes. Ha decidido ser respetable. ¿Lo concibe?

—No.

—Claro. Usted no es el rey Víctor, ¿verdad? Por tanto, ignora sus sentimientos.

—No diga majaderías —gruñó el francés.

—No lo son, Lemoine. ¿De qué me acusa, si soy el rey Víctor? En el pasado no pudo reunir pruebas contra mí. He cumplido la condena y... y eso es todo. Podría quizá detenerme fundándose en el equivalente francés de «vagabundeo con fines criminales». ¡Triste satisfacción! ¿No?

—Olvida algo —replicó el policía—. ¡América! América, donde con falsos pretextos, y arrogándose la personalidad del príncipe Nicolás Obolovitch, intentó una estafa.

—Descanse, Lemoine. Yo no estaba en los Estados Unidos en esa fecha, como puedo justificar fácilmente. Y si el rey Víctor suplantó a ese príncipe, entonces yo no soy el citado rey Víctor. ¿Está seguro de que era un farsante?

El superintendente Battle terció de repente.

—El hombre era un impostor, mister Cade.

—No le llevaré la contraria, Battle —dijo Anthony—, porque tiene la costumbre de no equivocarse. ¿Sabe si el príncipe Nicolás murió en el Congo?

—No podría jurarlo —repuso el superintendente—. Únicamente es una creencia general.

—Su lema, lo recuerdo bien, puede desdoblarse. Ante todo, cautela; y en segundo término, dar largas. He aprendido la lección y he dado cuerda a mister Lemoine. Me abstuve de refutar sus acusaciones; ahora va a sufrir una desilusión, suelo ir bien armado. Presintiendo que se suscitarían dificultades en esta reunión, me pertreché de un triunfo... que espera en el piso.

—¿En el piso? —se interesó lord Caterham.

—Sí. Un hombre a quien la vida no ha sonreído últimamente. Alguien le golpeó en la cabeza. Yo he sido un buen samaritano.

Intervino mister Isaacstein con voz grave.

—¿Podemos adivinar quién es?

—Si lo prefieren, pero... —empezó Anthony.

Lemoine le interrumpió con ferocidad.

—¡Qué astuto! ¿Qué se propone? ¿Vencerme de nuevo? Tal vez sea cierto lo que dice, tal vez no estuviera en los Estados Unidos... Sería indigna de su inteligencia una mentira tan burda. Pero hay algo irrebatible. ¡Asesinato! Sí, el asesinato del príncipe Miguel. Le mató aquella noche porque le sorprendió buscando la joya.

—Lemoine, ¿desde cuándo el rey Víctor mata a sus semejantes? —prosiguió Anthony enérgicamente—. Sabe usted, tan bien como yo, que nunca vertió sangre.

—En tal caso, ¿quién le asesinó? —gritó el francés—. ¡Veamos!

La última palabra se confundió con el agudo sonido de un silbato. Anthony se levantó, desechando su anterior indiferencia.

—¿Me pregunta quién mató al príncipe Miguel? —chilló—. En vez de contestarle, se lo enseñaré. He estado esperando ese silbato. El asesino de Su Alteza está en este momento en la biblioteca.

Salió por el balcón, seguido de los presentes. Recorrieron la terraza hasta la ventana de la biblioteca. Los batientes cedieron a una leve presión.

Anthony apartó las cortinas de terciopelo para contemplar la habitación.

Una figura oscura quitaba y ponía los volúmenes de una librería, tan absorta, que no percibió su presencia.

Y entonces, mientras intentaban reconocer a la persona, vagamente iluminada por su propia linterna, alguien atravesó por delante de ella rugiendo como una bestia salvaje.

La linterna cayó al suelo, se apagó y el ruido de una terrible lucha resonó en la biblioteca. Lord Caterham encontró a tientas el interruptor. Las lámparas se encendieron. Dos cuerpos se debatían enlazados. El final se produjo entonces. Hubo la seca detonación de una pistola y la figura más pequeña se abatió. La otra se volvió a mirarlos... ¡Era Boris, cuyos ojos parecían ascuas de ira!

—Ella mató a mi amo —bramó—. Ella intentó matarme. Quise arrebatarle el arma para vengarme, pero se disparó en la pelea. San Miguel dirigió la bala. La diablesa ha muerto.

—¿Una mujer? —chilló George Lomax.

Se acercaron al cuerpo. Tendida en el suelo, crispando aún los dedos en la pistola, con una mueca de mortal perversidad, estaba... ¡mademoiselle Brun!

Capítulo XXVIII
-
El rey Víctor

—Sospeché de ella al principio —explicó Anthony—, porque se encendió la luz de su dormitorio la noche del crimen. Después, tras de informarme en Bretaña, creí que era una auténtica institutriz. Fui tonto. La condesa de Breteuil, que había empleado a mademoiselle Brun, alabó sus servicios, de suerte que no se me ocurrió que la verdadera Brun pudiera ser secuestrada camino de Chimneys y reemplazada por otra mujer. Cambié mis sospechas hacia mister Fish. Hasta que me siguió a Dover, y tuvimos una charla, no empecé a ver claro. Entonces, enterado de que era un detective de la agencia Pinkerton a la búsqueda del rey Víctor, mis recelos volvieron al punto de partida.

»Me preocupaba de manera sobresaliente que mistress Revel hubiera reconocido a la mujer. Pero recordé que ello había sido
después
de que hube mencionado que era la dama de compañía de la condesa de Breteuil, y que sólo había dicho que su rostro le resultaba familiar. El superintendente Battle les dirá que existió una conjura deliberada para obstaculizar la venida de mistress Revel a Chimneys. En ella intervino, nada menos, un cadáver. Y aunque este asesinato fue obra de los Camaradas de la Mano Roja, en castigo de una supuesta traición de la víctima, la puesta en escena y la ausencia del símbolo de tal organización, apuntaban a una inteligencia superior, encargada de la dirección de las operaciones. Fue evidente, desde los comienzos, que el problema se relacionaba con Herzoslovaquia. Mistress Revel era la única de nosotros que había vivido en aquel país. Mi idea de que alguien ocupaba el lugar del príncipe Miguel se hundió por lo errónea. Cuando vislumbré la posibilidad de que la institutriz fuese una impostora, y agregué a ello el hecho de que su cara le era familiar a mistress Revel, la verdad iluminó mi mente. Era evidente la importancia de que no la reconociesen, y mistress Revel era la única que podía llevarlo a cabo.

—Pero, ¿quién era? —preguntó el marqués— ¿Alguien a quien mistress Revel había tratado en Herzoslovaquia?

—El barón podrá contestarnos —dijo Anthony.

—¿Yo? —exclamó el barón, contemplando el cuerpo exánime.

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