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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (20 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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—Sí, mister Lomax.

—¿Dónde las encontró? ¿En el tocador?

Battle repitió literalmente la explicación de Anthony Cade de cómo las había recobrado.

—¿Y se las entregó en seguida? Fue muy laudable. ¿Quién las dejaría

en ese mueble?

Battle sacudió la cabeza.

—Tiene usted la obligación de saberlo —regañó George—. Es tan raro... rarísimo. ¿Qué conocemos de ese Cade? Se presenta como por arte de magia, en situación más que sospechosa y no sabemos nada de él. Personalmente me desagrada. ¿Ha pedido informes acerca de su personalidad?

Battle sonrió pacientemente.

—Telegrafiamos a África del Sur. Su historia ha sido corroborada. Estuvo en Bulawayo con mister McGrath en la fecha que declaró. Anteriormente a su encuentro estaba empleado en Viajes Castle.

—Lo esperaba —dijo George—. Posee la chabacana seguridad que tiene éxito en cierto tipo de trabajos. Volviendo a las cartas, tenemos que hacer algo... algo decisivo.

El prohombre se hinchó como un pavo.

Battle despegó los labios, mas George se le anticipó.

—Y sin más dilaciones. Las cartas ya tendrían que estar descifradas. Veamos quién se encargará de ello. Hay un individuo en el Museo Británico, que es un mago en estas cuestiones. Durante la guerra dirigió el departamento de... ¿Dónde está miss Oscar? Le recordará. Se llama algo parecido a Wyn... Wyn...

—Profesor Wynward... —apuntó Battle.

—¡Exacto! Me acuerdo perfectamente. Telegrafíenle.

—Ya lo hice, mister Lomax. Llegará en el tren de las doce y veinte.

—Muy bien, muy bien. ¡Gracias a Dios! Me libra de un peso. Tengo que ir a la ciudad. ¿Podrá prescindir de mí?

—Sí, señor.

—Haga lo que pueda, Battle, lo que pueda. Estoy muy atareado ahora.

—Bien, señor.

—¿Vino mister Eversleigh con usted?

—Dormía aún. Estuvimos levantados toda la noche, como le dije.

—¡Ah, ya! Lo mismo que yo muchísimas veces. Mi lema es hacer el trabajo de treinta y seis horas en veinticuatro. Envíeme a mister Eversleigh cuando regrese, por favor.

—Le pasaré el recado.

—Gracias, Battle. Comprendo que haya tenido que confiar en él; pero, ¿le parece estrictamente imprescindible complicar también a mi prima, mistress Revel?

—Sí, en vista de que las cartas se firmaron con su nombre.

—¡Es una desfachatez abrumadora! —gritó George con los ojos fijos en el paquete—. Recuerdo al difunto soberano de Herzoslovaquia. Era un hombre encantador, muy débil, hasta la exageración, un juguete en manos de una mujer sin escrúpulos. ¿Tiene alguna teoría de cómo llegaron de nuevo a poder de mister Cade?

—En mi opinión, si la gente no consigue una cosa de un modo, lo prueba de otro.

—Me desconcierta, Battle —dijo George.

—Ese criminal, el rey Víctor, sabe ahora que vigilamos la cámara del consejo. Por consiguiente, nos cede las cartas para que las descifren y encontremos el escondrijo. Después... sufriremos inconvenientes. Lemoine y yo nos cuidaremos de evitarlos.

—Tiene un plan, ¿verdad?

—No me aventuraría a afirmarlo. Lo que tengo es una idea. Las ideas son útiles por lo general.

Poco después el superintendente se despedía de Lomax. Distaba mucho de su propósito confiar plenamente en George. En la carretera se cruzó con Anthony y se detuvo.

—¿Me lleva en coche hasta la casa? —preguntó el joven—. Gracias.

—¿Dónde ha estado, mister Cade?

—En la estación, consultando el horario.

Battle enarcó las cejas.

—¿Piensa abandonarnos de nuevo?

—No —rió Anthony—. ¿Qué le ha pasado a Isaacstein? Llegó en el coche cuando me iba. Su expresión era la de quien ha recibido un estacazo.

—¿Mister Isaacstein?

—Sí.

—No lo sé. A mi juicio, será difícil trastornarle.

—Coincidimos. Es el hombre de hierro de los negocios.

Battle se inclinó adelante para tocar el hombro del chófer.

—Pare y aguárdeme aquí.

Se apeó precipitadamente del vehículo. Un momento después, Anthony descubría a Lemoine, yendo al encuentro del superintendente.

Hubo un rápido coloquio entre los dos hombres. Battle volvió al coche y mandó al chófer que arrancara.

Su expresión había cambiado radicalmente.

—Han encontrado el revólver —anunció lacónicamente.

—¿Cómo?

Anthony le miró atónito.

—¿Dónde? —añadió.

—En la maleta de Isaacstein.

—¡Imposible!

—Ése fue mi error, olvidarme de que no hay nada imposible —dijo Battle, y reflexionó muy erguido, tabaleando en su rodilla—. Ese Lemoine es muy listo. Le miman en la Sûreté.

—¿Ha arruinado sus teorías?

—No; en el fondo, no —respondió Battle muy despacio—. Ha sido una sorpresa... Casa con una de mis ideas.

—¿Cuál es?

Battle orientó la conversación en otro sentido.

—¿Podría dar un recado de mi parte a mister Eversleigh? Mister Lomax le reclama.

—Se lo daré —dijo Anthony. El coche frenó ante la puerta principal—.

Estará durmiendo.

—No. Véale ahora mismo paseando con mistress Revel.

—Tiene una vista maravillosa, Battle.

Anthony fue a comunicar el encargo. Bill se marchó indignado.

—¡Maldición! —tronó—. ¿Por qué no me dejará en paz ese condenado Lomax? ¿Y por qué los coloniales no se quedan en las colonias? ¿Para qué vienen? ¿Para birlarnos las chicas más guapas? Estoy harto de todo.

Virginia preguntó al retirarse Bill:

—¿Sabe que el revólver...?

—Battle me lo contó —cortó Anthony—. Me ha azorado. Ayer achaqué a los nervios el apremio de Isaacstein por marcharse. Es la única persona a quien yo no consideraba sospechosa. ¿Qué motivo tendría para liquidar al príncipe Miguel?

—Desde luego, me desconcierta —confesó Virginia.

—Es un rompecabezas —se disgustó Anthony—. Presumiendo de detective, no he hecho sino aclarar la honradez de la institutriz a costa de muchas molestias y no pequeños gastos.

—¿Fue a Francia con ese objeto? —inquirió Virginia.

—Sí. En Dinard importuné a la condesa de Breteuil, esperando enterarme de que jamás había existido una mademoiselle Brun. Se me dio a entender, en cambio, que dicha mujer había sido el puntal de aquel hogar durante siete años. Mi teoría se cae por su propio peso, a menos que la
comtesse
sea una delincuente.

—Madame de Breteuil está por encima de toda sospecha —repitió Virginia—. La conozco bien, y hasta es posible que yo me cruzase con la institutriz en su castillo. Por lo menos recuerdo su rostro de modo vago como nos acordamos de las amas de llaves y de antiguos compañeros de viaje. Nunca me fijo en ellos. ¿Y usted?

—Si son excepcionalmente guapas... —insistió Anthony.

—En este caso... —Virginia enmudeció—. ¿Qué sucede?

Anthony miraba a una persona que, destacándose de unos árboles, se había cuadrado como un militar. Era Boris.

—Perdone —dijo Anthony—. Tengo que acariciar un momento a mi perro.

Se acercó al ayuda de cámara.

—¿Qué quiere?

—Amo... —dijo Boris, haciendo una reverencia.

—Está bien, está bien; pero no debe seguirme. Alarmará a los demás. Boris entregó a Anthony un trozo de papel sucio, procedente sin duda de una carta.

—¿Qué es esto? —exclamó el joven.

El papel no contenía más que una dirección.

—Lo dejó caer —dijo Boris—. Se lo entrego a mi amo.

—¿Quién lo perdió?

—El extranjero.

—¿Por qué me lo trae?

Boris le reprochó con los ojos.

—Bueno, váyase —ordenó Anthony—. Estoy muy ocupado.

Boris saludó, giró rígido sobre los talones y se fue. Anthony buscó a Virginia, metiéndose el pedazo de papel en el bolsillo.

—¿Qué quería? —curioseó ella—. ¿Y por qué le llama su perro?

—Porque se porta como un can. Debió de ser perdiguero en su última reencarnación. Me ha traído un papelito que, según él, perdió el extranjero. Se refería a Lemoine, supongo.

—Al parecer.

—Me sigue como un can, apenas habla y no se apartan de mí sus redondos ojazos. No lo entiendo.

—Tal vez se trata de Isaacstein, que parece extranjero.

—¡Isaacstein! —se impacientó Anthony—. ¿Qué pinta en este asunto?

—¿Se arrepiente de haber mediado en él? —preguntó Virginia.

—¡No, no! Me alegro. La mayor parte de mi vida la he pasado buscando aventuras. Quizás ésta me venga ancha.

—Ya no está en un aprieto.

—Aún no he salido de él.

Anduvieron en silencio.

—Hay gentes que no obedecen a las señales —dijo Anthony—. Una locomotora acorta la marcha o se para con la luz roja. Puede que yo sufra de daltonismo. Las luces rojas no me detienen y ello presagia un desastre, grande y total. Será una desdicha para el tráfico.

Su acento grave impresionó a Virginia.

—¿Se ha aventurado mucho en su vida?

—A todo... menos al matrimonio.

—No sea cínico.

—No lo soy. El matrimonio no es para mí un riesgo, sino la mayor aventura de la existencia.

—Me gusta la frase —aseguró Virginia y se ruborizó.

—Sólo me casaría con un tipo de mujer y de él me aparta todo el mundo. Nuestro criterio sería muy dispar. ¿Qué haría? ¿Me impondría el suyo? ¿Le dictaría el mío?

—Si le amase...

—No sea sentimental, mistress Revel. El amor no es una droga que ciegue y sería lamentable... el amor es más. ¿Qué pensaron el rey y la mendiga a los dos años de casados? ¿No echaría ella de menos sus harapos, sus pies descalzos y su vida despreocupada? Claro que sí. ¿Les hubiera beneficiado que él abdicase? No. No hubiera aprendido a pedir limosna. Y ninguna mujer respeta a su marido si hace mal las cosas.

—¿Se ha enamorado de una pobre, mister Cade? —preguntó delicadamente Virginia.

—Mi caso es inverso, pero el principio es el mismo.

—¿No habrá una solución?

—Siempre la hay —masculló Anthony—. Uno logra lo que se propone cuando paga el precio debido. ¿Y cuál es ese precio el noventa y nueve por ciento de las veces? Un compromiso. Los compromisos resultan desagradables, le asedian a uno al llegar a la madurez. A mí me empieza a ocurrir. ¡Qué diantre! Para conseguir la mujer de mis sueños sería capaz... sería capaz hasta de aceptar un empleo fijo.

Virginia se rió.

—Me educaron para una carrera, ¿sabe? —continuó Anthony.

—¿Y renunció a ella?

—Sí.

—¿Por qué?

—Fue cuestión de principios.

—¡Oh!

—Es usted una mujer poco común —dijo Anthony volviendo la cabeza para examinarla.

—¿Por qué?

—Porque no hace preguntas.

—Más exactamente, porque no le he preguntado cuál es su carrera.

—En efecto.

Nuevamente anduvieron en silencio. Se aproximaron a la mansión por el lindero de la fragante rosaleda.

—Además es comprensiva —exclamó Anthony—. Sabe cuándo un hombre la ama. No se molestaría ni por mí ni por nadie, pero... ¡Pardiez!, me gustaría conquistarla.

—¿Cree que lo conseguiría? —indagó Virginia en voz baja.

—Seguramente no. Pero sería una hermosa proeza.

—¿Se arrepiente de haberme conocido? —preguntó Virginia.

—No. Es que veo de nuevo la luz roja. Al conocerla en la calle Pont, presentí que comenzaba algo que me ofrecería dolor entre risas. Fue... fue su rostro. En usted hay magia de pies a cabeza, como en otras mujeres, mas nunca topé con una que la tuviera y en tal abundancia. Se casará con un hombre respetable y próspero, y yo reanudaré mi azarosa vida, pero la besaré antes de irme... ¡se lo juro!

—No lo haga ahora. El superintendente nos observa desde la ventana de la biblioteca.

Anthony la miró.

—Es usted un ángel y un diablo al mismo tiempo, Virginia —insinuó con aires de indiferencia.

Y saludó con la mano al policía.

—¿Atrapó muchos criminales esta mañana, Battle?

—Todavía no, mister Cade.

—No pierda la esperanza.

Battle, con agilidad asombrosa en un hombre de su humanidad, saltó a la terraza y llegó hasta ellos.

—El profesor Wynward está ahí dentro —cuchicheó—. Descifra las cartas. ¿Desean verle trabajar?

Su tono fue el del padre que va a exhibir a un niño prodigio. Tras su afirmación mancomunada, les invitó a espiar desde la ventana.

Sentado a una mesa, con las cartas esparcidas y escribiendo en una gran hoja de papel, había un hombre de edad indefinida. Gruñía irritado al mover la pluma y se frotaba de tarde en tarde la nariz hasta que su color rivalizó con el rojo de su pelo.

Alzó el rostro.

—¡Battle! ¿Por qué me importunó? ¿Para descifrar esta chiquillada? Un recién nacido la entendería, un niño de dos años la aclararía. ¿Llama clave a esta paparrucha? Pero, ¡si salta a los ojos!

—Me alegro, profesor —le apaciguó el superintendente—. No todo el mundo es tan inteligente como usted.

—¡No tiene nada que ver con la inteligencia! —gritó Wynward—. ¡Simple rutina! ¿Le escribo todo el paquete? Será largo... Pues, sí; simple aplicación, buena atención y ausencia de inteligencia. Me he dedicado a la redactada en Chimneys, la más importante, según ella. Me llevaré el resto a Londres y se lo pasaré a uno de mis ayudantes. A mí me falta tiempo. Me ha separado usted de una auténtica y excepcional preciosidad.

—Le explicaré a mister Lomax nuestra insignificancia, profesor. Nos bastará con esa carta por ahora. Lord Caterham desea que coma con nosotros.

—Nunca almuerzo; es un mal vicio —rehusó Wynward—. Un plátano y un bizcocho es cuanto un hombre sano y parco necesita al mediodía.

Recogió el gabán que había doblado en el respaldo de una silla. Battle le escoltó a la puerta de la casa. Anthony y Virginia oyeron el coche que se alejaba.

El superintendente volvió, llevando en la mano el papel que el profesor le había entregado.

—Siempre tiene prisa —se excusó Battle—. Es muy listo. He aquí el meollo de la carta. ¿Quieren leerlo?

Virginia tendió la mano y Anthony leyó por encima de su hombro. Recordó que la epístola había sido una queja larga y desesperada. El genio de Wynward la había transformado en una nota directa y práctica.

«La operación se efectuó con éxito, pero S. nos engañó. Ha retirado la piedra del escondrijo. No está en su dormitorio. Lo he registrado. Encontré escrito lo siguiente, que creo se refiere a ella: "Richmond, siete rectos, ocho a izquierda, tres a la derecha".»

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