El secreto de Chimneys (11 page)

Read El secreto de Chimneys Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: El secreto de Chimneys
9.49Mb size Format: txt, pdf, ePub

Miró en torno suyo. Finalmente sus ojos se detuvieron en el superintendente, cuya impasibilidad semejaba apreciar lo que valía.

—Me parece que no comunico una novedad —añadió suavemente.

—¿Por qué, mister Cade? —preguntó Battle.

—Soy partidario de calzarme cuando me levanto. Esta mañana pedí en vano mis zapatos. Un policía se los había llevado. Corrí hacia acá para aclarar mi posición.

—Le felicito por su cordura —dijo Battle.

Los ojos de Anthony chispearon.

—Y usted reciba mi enhorabuena por su reticencia, inspector. ¿O no es inspector?

El marqués intervino. Empezaba a sentir debilidad por el joven.

—Es el superintendente Battle, de Scotland Yard. Este caballero es el coronel Melrose, nuestro jefe de policía. Y le presento, en fin, a mister Lomax.

Anthony miró interesado al último.

—¿El señor George Lomax?

—Sí.

—Mister Lomax, ayer tuve el honor de recibir carta suya.

George se desconcertó.

—Se equivoca.

Hubiera dado un tesoro por tener al lado a miss Oscar, quien mecanografiaba sus cartas y recordaba tanto a su destinatario como su contenido. Una persona de su categoría no podía reparar en estos detalles tan insignificantes.

—Mister Cade, si mal no recuerdo, nos iba usted a proporcionar una... explicación de lo que hacía en esta finca a las doce menos cuarto de la noche.

Su tono equivalía a expresar: «Y no le creeremos, aunque sea el Evangelio».

—Sí, mister Cade, ¿qué se propuso? —medió Caterham con no pequeño interés.

—Pues es una historia muy larga —le repuso Anthony y sacó la pitillera—. ¿Me autoriza?

Con el permiso del marqués, el joven encendió un pitillo preparándose para la prueba.

Advirtió lo espinoso de su situación. En el espacio de veinticuatro horas se había visto envuelto en dos crímenes distintos. Su intervención en el primero no afectaría lo más mínimo al segundo. Después de hacer desaparecer un cadáver, desorientando con ello a la justicia, había aparecido en el escenario del otro asesinato en el instante preciso en que se cometía. Como joven aficionado a las aventuras no podría quejarse.

«Sudamérica está cada vez más lejana», pensó.

Respondería la verdad, modificada por una leve alteración y una grave supresión.

—Los hechos principiaron hará de ello tres semanas, en Bulawayo —dijo Anthony—. Mister Lomax conocerá, como es natural, aquella avanzada del Imperio, pues se dice, y no en balde: «¿Qué sabemos de Inglaterra que Inglaterra no sepa?». Durante una conversación con un buen amigo mío, mister James McGrath...

Pronunció el nombre lentamente, fijos los ojos en George, que brincó en su asiento, reprimiendo una extemporánea exclamación.

—Fue a resultas de ello que yo regresé al solar patrio con el objeto de llevar a cabo un encargo que mister McGrath no podía efectuar en persona. Por ello, y puesto que el pasaje había sido reservado a su nombre, viajé como James McGrath. El superintendente me dirá qué delito cometí y cuántos meses de cárcel me esperan.

—Prosiga usted, señor —ordenó Battle sin energía.

—Y como James McGrath, me alojé en el hotel Blitz de Londres. Mi misión era entregar un manuscrito a unos editores; casi inmediatamente recibí delegaciones de dos partidos políticos de un reino extranjero. Los métodos de una fueron puntualmente constitucionales; los de la otra, no. Las traté como su respectiva conducta me aconsejó. Mis peripecias no habían concluido. Aquella misma noche un camarero intentó desvalijarme.

—¿Lo comunicó a la policía? —indagó Battle.

—No, como usted sospecha... No perdí nada. El gerente del hotel, a quien le conté todo, confirmará mis palabras e informará que el camarero desapareció del hotel durante la noche. Al día siguiente, los editores me telefonearon y convinimos que me visitaría un representante suyo, a quien yo daría el manuscrito. Al otro día se realizó la entrega. Desde entonces no he tenido noticias suyas y creo que el manuscrito obra en su poder. Ayer, encarnando todavía a mister McGrath, recibí una carta de mister Lomax...

Anthony se interrumpió, distraído por el gesto intranquilo de George.

—La recuerdo en este momento... Mi abundante correspondencia... ¿Cómo iba a saber si el nombre era distinto? Y añado —exclamó George, firme en su honestidad— que considero esta... esta sustitución indigna. Ha incurrido usted en un tremendo desliz legal.

—En la carta —siguió Anthony sin amilanarse—, mister Lomax señaló varias cosas sobre el manuscrito y me animó, en representación de los Caterham, a que me uniera a la fiesta.

—Me alegro de tenerle aquí, querido muchacho —dijo el aristócrata—. Más vale tarde que nunca, ¿verdad?

George le miró con cara de pocos amigos. Battle continuaba observando a Anthony.

—¿Y cómo se explica su presencia de ayer noche en el parque? —preguntó.

—No con mis palabras anteriores —exclamó Anthony—. Si me invitan a una finca campestre, no escalo sus muros de noche, ni recorro solapadamente sus jardines, ni empujo los balcones. Voy a la puerta, llamo al timbre y me limpio las suelas de los zapatos en la alfombrilla... Contesté a mister Lomax que ya no tenía el manuscrito y rechacé apesadumbrado la amable invitación de lord Caterham. Pero después me acordé de algo —hizo una pausa, porque andaba sobre hielo quebradizo—. En mi lucha con Giuseppe, el camarero, le arrebaté un trocito de papel en el que había unas palabras. Entonces no significaban nada para mí; la mención de Chimneys me las recordó. Volví a leerlas, por si me había equivocado. Como verán ustedes, caballeros, las palabras son «Chimneys, 11.45, jueves».

Battle examinó atentamente el papel.

—Desde luego, Chimneys podía o no tener relación con esta casa. Lo cierto es que el mencionado Giuseppe era un ladrón. Vine, por tanto, en mi coche, me cercioré de que no había novedad, fui a la posada y, una vez allí, pensé poner en guardia a lord Caterham para que evitase cualquier contratiempo durante el fin de semana.

—Muy agradecido —dijo el marqués.

—Llegué tarde. Por consiguiente, osé saltar la tapia y correr hasta la terraza. La casa estaba silenciosa y a oscuras. En el instante de marcharme oí la detonación. Me pareció que sonaba en el interior y volví a probar los balcones. Como el silencio y la calma no se alteraron colegí que un cazador furtivo había disparado su arma, conclusión natural en vista de las circunstancias.

—Muy natural —exclamó Battle, impasible.

—Fui a la posada y esta mañana, como he dicho, me enteré de la noticia. Forzosamente tenía que resultar sospechoso y vine a contar lo sucedido con la esperanza de no salir esposado de aquí.

Hubo una pausa. El coronel Melrose consultó con los ojos al superintendente.

—Eso lo aclara todo —comentó.

—Sí —apreció Battle—. Esta mañana no voy a emplear las esposas.

—¿Alguna pregunta, Battle?

—Quisiera saber algo. ¿Qué era ese manuscrito?

George, a quien se refería, repuso a regañadientes:

—Las memorias del difunto conde Stylpitch...

—No diga más —interrumpió Battle—. Comprendo.

Se encaró con Anthony.

—¿Sabe quién fue la víctima, mister Cade?

—En la taberna se hablaba de cierto conde Stanislaus.

—Cuénteselo —mandó Battle a George.

George tuvo que obedecer aunque su disgusto fue evidente.

—El caballero, que se amparaba bajo el nombre de conde Stanislaus, no era sino Su Alteza, el príncipe Miguel de Herzoslovaquia.

Anthony silbó.

—¡Vaya un compromiso!

Battle, que le había estado observando, pareció tranquilizarse.

—Desearía preguntar un par de cosas a mister Cade. Si me lo permiten, le llevaré a la cámara del consejo.

—Considérese en su casa —-dijo el marqués.

Anthony y el detective salieron.

El cadáver no ocupaba ya el lugar de la tragedia. Sólo una mancha oscura en el sitio en que había yacido indicaba la comisión de una muerte por violencia. El sol, a través de los tres grandes balcones, inundaba de luz la estancia y arrancaba un leve lustre áureo en su derredor.

Anthony miró con un gesto de aprobación a su alrededor.

—Precioso —murmuró—. Nada hay como la patria, ¿no es verdad?

—¿Creyó que habían disparado en esta habitación? —preguntó Battle, sin responder a su alabanza.

—Veamos.

Anthony salió a la terraza y estudió la fachada.

—Sí, lo es. Ocupa toda la esquina. Si hubiesen hecho fuego en otra parte, hubiera sonado a la izquierda, y lo oí detrás de mí o a la derecha. Eso me sugirió un cazador furtivo. Se halla al extremo del ala.

Al entrar preguntó de pronto, como si tuviera una idea:

—¿Por qué? Le mataron aquí, ¿verdad?

—¡Ah! Nunca se sabe bastante. Sí, le mataron aquí. ¿Dijo que empujó los balcones?

—Sí. Estaban cerrados.

—¿Cuántos probó?

—Los tres.

—¿Está seguro?

—Nunca hablo sin más ni más. ¿Por qué?

—Es singular —dijo Battle.

—¿Qué?

—Descubierto el crimen, el central estaba cerrado, pero no con la falleba.

—¡Uf! —suspiró Anthony, sentándose y buscando su pitillera—. ¡Qué golpe! Eso modifica el caso y presenta sólo dos alternativas. O le mató alguien de la casa, alguien que abrió la falleba después de mi marcha, para que pareciera que lo había realizado un extraño, haciendo que las culpas recaigan en mí... O, en una palabra, yo miento. Usted se inclina a pensar lo segundo, mas, ¡por mi honor!, se engaña.

—Nadie se irá de esta casa hasta que yo haya descubierto la verdad —prometió Battle.

Anthony le miró agudamente.

—¿Desde cuándo sospecha usted de los ocupantes de Chimneys?

Battle sonrió.

—Desde el principio. Las huellas de usted son... en exceso llamativas. Dudé tan pronto como comprobamos que las habían hecho sus zapatos.

—Me descubro ante Scotland Yard.

Pero en aquel preciso instante en que el superintendente reconocía la falta de complicidad de Anthony en el crimen, éste adivinó que no debía cantar victoria. Battle era un policía muy sagaz, no le pasaría inadvertido ni un detalle.

—¿Ocurrió aquí? —inquirió Anthony, señalando la mancha oscura del suelo.

—Sí.

—¿Con qué le mataron? ¿Con un revólver?

—Sí, no sabremos la marca hasta después de la autopsia.

—¿Lo han hallado?

—No.

—¿Tienen indicios?

—Esto.

El superintendente Battle, como un prestidigitador, exhibió una cuartilla, mirando a Anthony con disimulo.

El joven identificó el dibujo sin asombrarse.

—¡Aja! De nuevo los Camaradas de la Mano Roja. Tendrían que litografiar su tarjeta de visita, ya que la esparcen con tanta profusión. Debe de ser muy aburrido dibujarlas a docenas. ¿Dónde la encontraron?

—Debajo del cadáver. ¿La había visto antes, señor?

Anthony resumió en un par de frases su contacto con la emprendedora cofradía.

—Las apariencias apuntan a los Camaradas.

—¿Lo cree, señor?

—Estaría de acuerdo con su gran propaganda, mas... perro ladrador, poco mordedor. Mi opinión particular es que carecen de valor para ello; además son muy pintorescos, no los concibo disfrazándose de huéspedes elegantes de una mansión histórica. Pero, ¿quién sabe?

Anthony rió.

—Veo el juego claro. Un balcón abierto, las huellas y un forastero misterioso en la posada del pueblo... Le aseguro, mi querido superintendente, que puedo ser muchas cosas, salvo el agente local de la Mano Roja.

Battle esbozó una débil sonrisa e hizo un último esfuerzo.

—¿Le repugnaría ver el cadáver?

—En lo más mínimo —contestó Anthony.

Battle precedió a Anthony por el pasillo hasta una puerta que abrió con una llave que sacó del bolsillo. Era una salita. El cadáver reposaba en una mesa, bajo una sábana.

El superintendente retiró la tela. Sus ojos se iluminaron al oír la sorprendida exclamación del joven.

—Le ha reconocido, ¿verdad, mister Cade? —preguntó con voz en que vibraba una inconsciente nota de triunfo.

—Sí, le he visto antes —confesó Anthony—. Pero no como el príncipe Miguel Obolovitch. Fingióse empleado de Balderson & Hodgkins editores, y dijo llamarse Holmes.

Capítulo XIII
-
El visitante estadounidense

El superintendente Battle arregló la sábana con el aire apabullado de quien no acierta el blanco con su último cartucho. Anthony reflexionaba, con las manos hundidas en los bolsillos.

—Tales fueron los «otros medios» que prometió Lollipop —murmuró.

—¿Cómo, mister Cade?

—Nada, superintendente. Perdone mi abstracción. Yo, mejor, mi amigo Jimmy McGrath, ha perdido mil libras esterlinas.

—Es una bonita suma.

—En efecto. No es tanta la cantidad como la idea de que me han tomado el pelo lo que me enfurece. Entregué el manuscrito como un cordero bobalicón. Me duele, me duele mucho...

Battle calló.

—En fin, será inútil llorar. Quizá no las haya perdido del todo —se consoló Anthony—. Con recobrar las Memorias de Stylpitch de aquí al miércoles, disfrutaré otra vez de mi característico optimismo.

—Regresemos a la cámara del consejo, mister Cade. Quiero enseñarle algo.

En la enorme sala, Battle se aproximó inmediatamente al balcón central.

—He observado, caballero, que este balcón se mueve con dificultad. Usted pudo creer que estaba cerrado con falleba. Estoy convencido de que se equivocó.

Anthony examinó el semblante de Battle.

—¿Y si yo le contradijera?

—Pero, ¿cómo sería posible? —replicó el superintendente, traspasándole con la mirada.

—Se lo concedo.

Battle sonrió contento.

—No es usted tonto, señor. Pero si no le molesta, agregaré que es algo descuidado en el momento preciso.

—Lo soy a veces, porque...

Battle le apretó un brazo, inclinándose a escuchar. Pidió silencio con un leve gesto y, andando de puntillas, abrió la puerta de un tirón.

Quedó enmarcada en ella un hombre alto, de pelo negro, con raya en medio, ojos muy azules e inocentes y cara plácida.

—Perdonen, caballeros —dijo con voz lenta, de pronunciado acento estadounidense—. ¿Puedo inspeccionar el lugar del crimen? ¿Pertenecen ambos a Scotland Yard? A mí me lo parecen.

Other books

Love in the Time of Dragons by MacAlister, Katie
The Wizard by Gene Wolfe
The Fish's Eye by Ian Frazier
El sastre de Panamá by John le Carré
Assassin P.I. by Elizabeth Janette
Rhythm and Blues by Samantha-Ellen Bound
Double Trouble by Sue Bentley
A Most Unusual Match by Sara Mitchell