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Authors: Miguel Angel Asturias

El Señor Presidente (34 page)

BOOK: El Señor Presidente
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Cara de Ángel se quedó quieto, dueño de sus más pequeños gestos delante del amo. Refundido en la negrura de sus ojos aterciopelados, depuso en su corazón lo que sentía, pálido y helado como el sillón de mimbre.

—Si el Señor Presidente me lo permitiera, preferiría quedar a su lado y defenderlo con mi propia sangre.

—¿Quieres decir que no aceptas?

—De ninguna manera, Señor Presidente...

—Entonces, palabras aparte, todas esas reflexiones están de más; los periódicos publicarán mañana la noticia de tu próxima partida y no es cosa de dejarme colgado; el Ministro de la Guerra tiene orden de entregarte hoy mismo el dinero necesario para los preparativos del viaje; a la estación te mandaré los gastos y las instrucciones.

Una palpitación subterránea de reloj subterráneo que marca horas fatales empezaba para Cara de Ángel. Por una ventana abierta de par en par entre sus cejas negras distinguía una fogata encendida junto a cipresales de carbón verdoso y tapias de humo blanco, en medio de un patio borrado por la noche, amasia de centinelas y almácigo de estrellas. Cuatro sombras sacerdotales señalaban las esquinas del patio, las cuatro vestidas de musgo de adivinaciones fluviales, las cuatro con las manos de piel de rana más verde que amarilla, las cuatro con un ojo cerrado en parte de la cara sin tiznar y un ojo abierto, terminado en chichita de lima, en parte de la cara comida de oscuridad. De pronto, se oyó el sonar de un tún, un tún, un tún, un tún, y muchos hombres untados de animales entraron saltando en filas de maíz. Por las ramas del tún, ensangrentadas y vibrátiles, bajaban los cangrejos de los tumbos del aire y corrían los gusanos de las tumbas del fuego. Los hombres bailaban para no quedar pegados a la tierra con el sonido del tún, para no quedar pegados al viento con el sonido del tún, alimentando la hoguera con la trementina de sus frentes. De una penumbra color de estiércol vino un hombrecillo con cara de güisquil viejo, lengua entre los carrillos, espinas en la frente, sin orejas, que llevaba al ombligo un cordón velludo adornado de cabezas de guerreros y hojas de ayote; se acercó a soplar las macollas de llamas y entre la alegría ciega de los tucuazínes se robó el fuego con la boca masticándolo para no quemarse como copal. Un grito se untó a la oscuridad que trepaba a los árboles y se oyeron cerca y lejos las voces plañideras de las tribus que abandonadas en la selva, ciega de nacimiento, luchaban con sus tripas —animales del hambre—, con sus gargantas —pájaros de la sed— y su miedo, y sus bascas, y sus necesidades corporales, reclamando a Tohil,
Dador del Fuego,
que les devolviera el ocote encendido de la luz. Tohil llegó cabalgando un río hecho de pechos de paloma que se deslizaba como leche. Los venados corrían para que no se detuviera el agua, venados de cuernos más finos que la lluvia y patitas que acababan en aire aconsejado por arenas pajareras. Las aves corrían para que no se parara el reflejo nadador del agua. Aves de huesos más finos que sus plumas. ¡Re- tún-tún! ¡Re-tún-tún!..., retumbó bajo la tierra. Tohil exigía sacrificios humanos. Las tribus trajeron a su presencia lo mejores cazadores, los de la cerbatana erecta, los de las hondas de pita siempre cargadas. «Y estos hombres, ¡qué!; ¿cazarán hombres?», preguntó Tohil. ¡Re- tún-tún! ¡Re-túntún!..., retumbó bajo la tierra. «¡Cómo tú lo pides —respondieron las tribus—, con tal que nos devuelvas el fuego, tú, el
Dador de Fuego, y
que no se nos enfríe la carne, fritura de nuestros huesos, ni el aire, ni las uñas, ni la lengua, ni el pelo! ¡Con tal que no se nos siga muriendo la vida, aunque nos degollemos todos para que siga viviendo la muerte!» «¡Estoy contento!», dijo Tohil. ¡Re-tún-tún! ¡Retún-tún!, retumbó bajo la tierra. «¡Estoy contento! Sobre hombres cazadores de hombres puedo asentar mi gobierno. No habrá ni verdadera muerte ni verdadera vida. ¡Que se me baile la jícara!»

Y cada cazador-guerrero tomó una jícara, sin despegársela del aliento que le repellaba la cara, al compás del tún, del retumbo y el tún de los tumbos y el tún de las tumbas, que le bailaban los ojos a Tohil.

Cara de Ángel se despidió del Presidente después de aquella visión inexplicable. Al salir, el Ministro de la Guerra le llamó para entregarle un fajo de billetes y su abrigo.

—¿No se va, general? —casi no encontraba las palabras.

—Si pudiera... Pero mejor por ái lo alcanzo, o nos vemos tal vez otro día; tengo que estar aquí, vea... —y torció la cabeza sobre el hombro derecho—, escuchando la voz del amo.

XXXVIII
El viaje

Y ese río que corría sobre el techo, mientras arreglaba los baúles, no desembocaba allí en la casa, desembocaba muy lejos, en la inmensidad que daba al campo, tal vez al mar. Un puñetazo de viento abrió la ventana; entró la lluvia como si se hubieran hecho añicos los cristales, se agitaron las cortinas, los papales sueltos, las puertas, pero Camila siguió en sus arreglos; la aislaba el hueco de los baúles que iba llenando y aunque la tempestad le prendiera alfileres de relámpago en el pelo, no sentía nada lleno ni diferente, sino todo igual, vacío, cortado, sin peso, sin cuerpo, sin alma, como estaba ella.

—... ¡entre vivir aquí y vivir lejos de la fiera! —repitió Cara de Ángel al cerrar la ventana—. ¿Qué dices?... ¡Sólo eso me faltaba! ¡Acaso me lo voy huido!

—Pero con lo que me contabas anoche de los brujos jicaques que bailan en su casa...

—¡Si no es para tanto!... —un trueno ahogó su voz—. ... Y además, dime: ¿qué podrían adivinar? Hazme el favor: el que me manda a Wáshington es él; él es el que me paga el viaje... Así, ¡caramba! Ahora, que cuando esté lejos cambie de parecer, todo cabe en lo posible: te vienes tú con el pretexto de que estás o estoy enfermo y que por vida suya nos busque después en el almanaque...

—Y si no me va dejando salir...

—Pues vuelvo yo callada la boca y nada se ha perdido, ¿no te parece? La peor cacha es lo que no se hace...

—¡Tú todo lo ves tan fácil!...

—Y con lo que tenemos podemos vivir en cualquier parte; y vivir, lo que se llama vivir, que no es este estarse repitiendo a toda hora: «pienso con la cabeza del Señor Presidente, luego existo; pienso con la cabeza del Señor Presidente, luego existo...».

Camila se le quedó mirando con los ojos metidos en agua, la boca como llena de pelo, los oídos como llenos de lluvia. —Pero ¿por qué lloras?... No llores...

—¿Y qué quieres que haga?

—¡Con las mujeres siempre ha de ser la misma cosa!

—¡Déjame!...

—¡Te vas a enfermar si sigues llorando así; sea por Dios!...

—¡No, déjame!...

—¡Ya parece que me fuera a morir o me fueran a enterrar vivo!

—¡Déjame!

Cara de Ángel la guardó entre sus brazos. Por sus mejillas de hombre duro para llorar corrían dos lágrimas torcidas y quemantes como clavos que no acaban de arrancarse.

—Pero me escribes... —murmuró Camila.

—Por supuesto...

—¡Mucho te lo encargo! Mira que nunca hemos estado separados. No me vayas a tener sin carta: para mí va a ser agonía que pasen los días y los días sin saber de ti... ¡Y cuídate! No te fíes de nadie, ¿oyes? Que no se te entre por un oído, de nadie, y menos de lo paisanos, que son tan mala gente... ¡Pero lo que más te encargo es... —los besos de su marido le cortaban las palabras— ... que... te encargo... es que... que... te encargo... es que me escribas!

Cara de Ángel cerró los baúles sin apartar los ojos de los de su esposa cariñosos y zonzos. Llovía a cántaros. El agua se escurría por las canales con peso de cadena. Los ahogaba la aflictiva noción del día próximo, ya tan próximo, y sin decir palabra —todo estaba listo— se fueron quitando los trapos para meterse en la cama, entre el tijereteo del reloj que les hacía pedacitos las últimas horas —¡tijeretictac!, ¡tijeretictac!, ¡tijeretictac!...— y el zumbido de los zancudos que no dejaban dormir.

—Ahora sí que dialtiro se me pasó por alto que cerraran los cuartos para que no se entraran los zancudos. ¡Qué tont-ay, Dios mío!

Por toda respuesta, Cara de Ángel la estrechó contra su pecho; la sentía como ovejita sin balido, desvalida.

No se atrevía a apagar la luz, ni a cerrar los ojos, ni a decir palabra. Estaban tan cerca en la claridad, cava tal distancia la voz entre los que se hablan, los párpados separan tanto... Y luego que en la oscuridad era como estar lejos, y luego que con todo lo que querían decirse aquella última noche, por mucho que se dijeran, todo les habría parecido dicho como por telegrama.

La bulla de las criadas, que andaban persiguiendo un pollo entre los sembrados, llenó el patio. Había cesado la lluvia y el agua se destilaba por las goteras como en una clepsidra. El pollo corría, se arrastraba, revoloteaba, se somataba por escapar a la muerte.

—Mi piedrecita de moler... —le susurró Cara de Ángel al oído, aplanchándole con la palma de la mano el vientrecillo combo.

—Amor... —le dijo ella recogiéndose contra él. Sus piernas dibujaron en la sábana el movimiento de los remos que se apoyan en el agua arrebujada de un río sin fondo.

Las criadas no paraban. Carreras. Gritos. El pollo se les iba de las manos palpitante, acoquinado, con los ojos fuera, el pico abierto, medio en cruz las alas y la respiración en largo hilván.

Hechos un nudo, regándose de caricias con los chorritos temblorosos de los dedos, entre muertos y dormidos, atmosféricos, sin superficie... —¡Amor! —le dijo ella—... —¡Cielo! —le dijo él—... ¡Mi cielo! —le dijo ella...

El pollo dio contra el muro o el muro se le vino encima...

Las dos cosas se le sentían en el corazón... Le retorcieron el pescuezo... Como si volara muerto sacudía las alas... «¡Hasta se ensució, el desgraciado!», gritó la cocinera y sacudiéndose las plumas que le moteaban el delantal fue a lavarse las manos en la pila llena de agua llovida.

Camila cerró los ojos... El peso de su marido... el aleteo... La queda mancha... El reloj, más lento, ¡tijeretic!, ¡tijeretac!, ¡tijeretic!, ¡tijeretac!...

Cara de Ángel se apresuró a hojear los papeles que el Presidente le había mandado con un oficial a la estación. La ciudad arañaba el cielo con las uñas sucias de los tejados al irse quedando y quedando atrás. Los documentos le tranquilizaron. ¡Qué suerte alejarse de aquel hombre en carro de primera, rodeado de atenciones, sin cola con orejas, con cheques en la bolsa! Entrecerró los ojos para guardar mejor lo que pensaba. Al paso del tren los campos cobraban movimiento y echaban a correr como chiquillos uno tras otro, uno tras otro, uno tras otro: árboles, casas, puentes...

... ¡Qué suerte alejarse de aquel hombre en carro de primera!

... Uno tras otro, uno tras otro, uno tras otro La casa perseguía el árbol, el árbol a la cerca, la cerca al puente, el puente al camino, el camino al río, el río a la montaña, la montaña a la nube, la nube a la siembra, la siembra al labriego, el labriego al animal...

... Rodeado de atenciones, sin cola con orejas...

... El animal a la casa, la casa al árbol, el árbol a la cerca, la cerca al puente, el puente al camino, el camino al río, el río a la montaña, la montaña a la nube...

... Una aldea de reflejos corría en un arroyo de pellejito transparente y oscuro fondo de mochuelo...

... La nube a la siembra, la siembra al labriego, el labriego al animal, el animal...

... Sin cola con orejas, con cheques en la bolsa...

... El animal a la casa, la casa al árbol, el árbol a la cerca, la cerca...

... ¡Con muchos cheques en la bolsa!...

... Un puente pasaba como violineta por las bocas de las ventanillas Luz y sombra,

escalas, fleco de hierro, alas de golondrinas...

... La cerca al puente, el puente al camino, el camino al río, el río a la montaña, la montaña...

Cara de Ángel abandonó la cabeza en el respaldo del asiento de junco. Seguía la tierra baja, plana, caliente, inalterable de la costa con los ojos perdidos de sueño y la sensación confusa de ir en el tren, de no ir en el tren, de irse quedando atrás del tren, cada vez más atrás del tren, más atrás del tren, más atrás del tren, más atrás del tren, cada vez más atrás, cada vez más atrás, cada vez más atrás, más y más cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada ver cada ver cada ver cada ver...

De repente abría los ojos —el sueño sin postura del que huye, la zozobra del que sabe que hasta el aire que respira es colador de peligros— y se encontraba en su asiento, como si hubiera saltado al tren por un hueco invisible, con la nuca adolorida, la cara en sudor y una nube de moscas en la frente.

Sobre la vegetación se amontonaban cielos inmóviles, empanzados de beber agua en el mar, con las uñas de sus rayos escondidas en nubarrones de felpa gris.

Una aldea vino, anduvo por allí y se fue por allá, una aldea al parecer deshabitada, una aldea de casas de alfeñique en tuza de milperíos secos entre la iglesia y el cementerio. ¡Que la fe que construyó la iglesia sea mi fe, la iglesia y el cementerio; no quedaron vivos más que la fe y los muertos! Pero la alegría del que se va alejando se le empañó en los ojos. Aquella tierra de asidua primavera era su tierra, su ternura, su madre, y por mucho que resucitara al ir dejando atrás aquellas aldeas, siempre estaría muerto entre los vivos, eclipsado entre los hombres de los otros países por la presencia invisible de sus árboles en cruz y de sus piedras para tumbas.

Las estaciones seguían a las estaciones. El tren corría sin detenerse, zangoloteándose sobre los rieles mal clavados. Aquí un pitazo, allá un estertor de frenos, más allá un yagual de humo sucio en la coronilla de un cerro. Los pasajeros se abanicaban con los sombreros, con los periódicos, con los pañuelos, suspendidos en el aire caliente de las mil gotas de sudor que les lloraba el cuerpo, exasperados por los sillones incómodos, por el ruido, por la ropa que les picaba como si tejida con paticas de insectos les saltara por la piel, por la cabeza que les comía como si les anduviera el pelo, sedientos como purgantes, tristes como de muerte.

Se apeó la tarde, luego de luz rígida, luego de sufrimiento de lluvias exprimidas,
y ya
fue de desempedrarse el horizonte y de empezar a lucir a lo lejos, muy lejos, una caja de sardinas luminosas en aceite azul.

Un empleado del ferrocarril pasó encendiendo las lámparas de los vagones. Cara de
Ángel
se compuso el cuello, la corbata, consultó el reloj... Faltaban veinte minutos para llegar al puerto; un siglo para él, que ya no veía las horas de estar en el barco sano y salvo, y echóse sobre la ventanilla a ver si divisaba algo en las tinieblas. Olía a injertos. Oyó pasar un río. Más adelante tal vez el mismo río...

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