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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (9 page)

BOOK: El símbolo perdido
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«Yo he venido a oscurecer la luz —pensó Mal'akh—. Ése es mi papel.»

El destino lo había unido a Peter y a Katherine Solomon. Los avances que ella había hecho en el SMSC supondrían la apertura de las compuertas de nuevas formas de pensar, dando inicio a un nuevo Renacimiento. De hacerse públicas, las revelaciones de Katherine supondrían un catalizador que inspiraría a la humanidad a redescubrir la sabiduría que había perdido, otorgándole un poder más allá de toda imaginación.

«El destino de Katherine es encender esa antorcha.»

«El mío es apagarla.»

Capítulo 15

En la más absoluta oscuridad, Katherine Solomon buscó a tientas la puerta exterior de su laboratorio. Cuando por fin la encontró, abrió la puerta blindada con plomo y entró en el pequeño recibidor. La caminata a través del vacío sólo le había llevado noventa segundos, y sin embargo, el corazón le latía con furia. «Después de tres años debería estar más acostumbrada.» Katherine siempre se sentía aliviada al dejar atrás la negrura de la nave 5 y entrar en ese espacio limpio e iluminado.

El «Cubo» era una enorme caja sin ventanas. Todos y cada uno de los centímetros de las paredes interiores y el techo estaban cubiertos de una fibra de plomo recubierta de titanio, de ahí que diera la impresión de ser una jaula gigante construida dentro de un recinto de cemento. Unos paneles de plexiglás rugoso separaban el espacio en distintos compartimentos: un laboratorio, una sala de control, una sala mecánica, un cuarto de baño y una pequeña biblioteca de investigación.

Katherine se dirigió rápidamente al laboratorio principal. En el brillante y estéril espacio de trabajo relucía el avanzado equipo cuantitativo: electroencefalógrafos, un peine de femtosegundos, una trampa magneto-óptica, y unos REG de ruido electrónico cuántico-indeterminado, más conocidos como generadores de eventos aleatorios.

A pesar de utilizar la tecnología más avanzada, los descubrimientos en el campo de la ciencia noética eran mucho más místicos que las frías máquinas de alta tecnología con que los obtenía. La magia y el mito se iban convirtiendo rápidamente en realidad a medida que iba cosechando sorprendentes nuevos datos, todos los cuales confirmaban la ideología fundamental de la ciencia noética: el potencial sin explotar de la mente humana.

La tesis general era simple: «Apenas hemos rascado la superficie de nuestra capacidad mental y espiritual.»

Los experimentos que se llevaban a cabo en instalaciones como el Instituto de Ciencias Noéticas (IONS) de California o el laboratorio de Investigación de Anomalías en Ingeniería de Princeton (PEAR) habían demostrado categóricamente que el pensamiento humano, debidamente canalizado, tenía la capacidad de afectar y modificar la masa
física.
Sus experimentos no eran trucos de salón «dobla-cucharas», sino investigaciones altamente controladas que obtenían todas el mismo resultado extraordinario: nuestros pensamientos interactuaban con el mundo físico, lo supiéramos o no, y efectuaban cambios a todos los niveles, incluido el mundo subatómico.

«La mente sobre la materia.»

En 2001, en las horas que siguieron a los espantosos sucesos del 11 de septiembre, el campo de la ciencia noética dio un gran salto adelante. Cuatro científicos descubrieron que cuando el dolor y el miedo ante esa tragedia unió al mundo en duelo, los resultados de treinta y siete generadores de eventos aleatorios repartidos por todo el mundo de repente se volvieron significativamente
menos
aleatorios. Por alguna razón, la unicidad de esa experiencia compartida, la coalescencia de millones de mentes, había afectado la aleatoriedad de esas máquinas, organizando sus resultados y obteniendo orden del caos.

Este sorprendente descubrimiento tenía paralelismos con la antigua creencia espiritual en una «conciencia cósmica»; una vasta coalescencia de intención humana capaz de interactuar con la materia física. Recientemente, estudios sobre la meditación y la oración habían obtenido resultados similares en los generadores de eventos aleatorios, avivando la afirmación de que la «conciencia humana», tal y como la escritora noética Lynne McTaggart la describía, era una sustancia exterior a los confines del cuerpo..., una energía altamente organizada capaz de modificar el mundo físico. A Katherine le había fascinado el libro de McTaggart
El experimento de la intención,
así como su experimento global en Internet —theintentionexperiment.com—, cuyo propósito era descubrir cómo la intención humana podía afectar al mundo. Otro puñado de textos más habían terminado por despertar el interés de Katherine.

Sobre esta base, la investigación de Katherine Solomon había dado un gran salto adelante, demostrando que el «pensamiento canalizado» podía influir literalmente en cualquier cosa: el crecimiento de las plantas, la dirección en la que un pez nada en la pecera, la forma en la que las células se dividen en una placa de Petri, la sincronización de dos sistemas automatizados independientes o las reacciones químicas del propio cuerpo. Incluso la estructura cristalina de un sólido en formación era mutable mediante la mente; Katherine había creado hermosos cristales de hielo simétricos enviando pensamientos positivos a un vaso de agua mientras se congelaba. Curiosamente, lo
opuesto
también era cierto: cuando enviaba pensamientos negativos y turbios, los cristales de hielo se congelaban formando formas caóticas y fracturadas.

«El pensamiento humano puede literalmente transformar el mundo físico.»

A medida que los experimentos de Katherine se fueron haciendo más atrevidos, sus resultados se volvieron más asombrosos. Su trabajo en ese laboratorio había demostrado, más allá de toda duda, que lo de «mente sobre materia» era algo más que un mantra de la Nueva Era. La mente tenía la capacidad de alterar el estado de la materia misma, y, lo que es más importante, tenía el poder de hacer que el mundo físico se moviera en una dirección específica.

«Somos los dueños de nuestro propio universo.»

A nivel subatómico, Katherine había demostrado que las partículas mismas se originaban o no dependiendo únicamente de su «intención» de observarlas. En cierto modo, su deseo de ver una partícula... hacía que esa partícula se manifestara. Heisenberg había dado a entender esta realidad décadas atrás, y ahora se había convertido en un principio fundamental de la ciencia noética. En palabras de Lynne McTaggart, «La conciencia viva es de algún modo la influencia que convierte la posibilidad de algo en algo real. El ingrediente esencial a la hora de crear nuestro universo es la conciencia que lo observa».

El aspecto más asombroso del trabajo de Katherine, sin embargo, había sido el descubrimiento de que la capacidad que tenía la mente de afectar el mundo físico podía incrementarse mediante práctica. La intención era una habilidad adquirida. Al igual que la meditación, saber aprovechar el auténtico poder del pensamiento requería práctica. Y lo que era más importante..., algunas personas nacían con mayor capacidad que otras. A lo largo de la historia, algunas de esas personas se habían convertido en auténticos maestros.

«Es el eslabón perdido entre la ciencia moderna y el antiguo misticismo.»

Katherine había descubierto todo eso gracias a su hermano Peter y, al pensar ahora en él, no pudo evitar sentir una gran preocupación. Fue hasta la biblioteca del laboratorio y echó un vistazo. Vacía.

La biblioteca era una pequeña sala de lectura: dos sillas Morris, una mesa de madera, dos lámparas de pie y una estantería de caoba con unos quinientos libros. Katherine y Peter habían reunido allí sus volúmenes favoritos, textos que iban de la física de partículas al antiguo misticismo. Su colección había ido creciendo hasta convertirse en una ecléctica fusión entre lo nuevo y lo viejo..., lo innovador y lo histórico. La mayoría de los libros de Katherine tenían títulos como
La conciencia cuántica, La nueva física
o
Principios de ciencia neural.
Los de su hermano, en cambio, eran títulos más antiguos y esotéricos, como el
Kybalión,
el
Zohar, La danza de los maestros de Wu Li
o una traducción de las tablillas sumerias del Museo Británico.

«La clave de nuestro futuro científico —decía a menudo su hermano— se oculta en nuestro pasado.» Como gran experto en historia, ciencia y misticismo que era, Peter había sido el primero en animar a Katherine a ampliar su educación científica universitaria con el estudio de la filosofía hermética. Cuando Katherine contaba con apenas diecinueve años, Peter despertó en ella su entusiasmo por el vínculo entre ciencia moderna y antiguo misticismo.

—Dime, Kate —le preguntó su hermano un día, mientras ella estaba en casa de vacaciones durante su segundo año en la universidad—. ¿Qué se lee últimamente en Yale sobre física teórica?

Katherine se puso en pie en la biblioteca repleta de libros de su familia y le recitó a su hermano la lista que le había pedido.

—Impresionante —respondió él—. Einstein, Bohr y Hawking son genios modernos. Pero ¿no leéis nada más antiguo?

Katherine se rascó la cabeza.

—¿Te refieres a... Newton?

Él sonrió.

—Más antiguo. —A pesar de contar con apenas veintisiete años de edad, Peter ya se había hecho un nombre en el mundo académico, y tanto él como Katherine solían disfrutar con ese tipo de juegos intelectuales.

«¿Más antiguo que Newton? —Katherine se puso a pensar en nombres lejanos como Ptolomeo, Pitágoras o Hermes Trimegisto—. Ya nadie lee esas cosas.»

Su hermano pasó un dedo por el largo estante repleto de agrietadas cubiertas de piel y viejos tomos polvorientos.

—Los conocimientos científicos de los antiguos son asombrosos... Hasta ahora, la física moderna no ha empezado a comprenderlo todo.

—Peter —dijo ella—, ya me has explicado que los egipcios comprendieron el funcionamiento de las palancas y las poleas mucho antes de Newton, y que el trabajo de los primeros alquimistas está a la altura de la química moderna, pero ¿y qué? La física de hoy trata con conceptos que hubieran sido inimaginables en la antigüedad.

—¿Como cuáles?

—Bueno..., ¡la teoría del entrelazamiento, por ejemplo! —La investigación subatómica había demostrado categóricamente que toda la materia estaba interconectada..., entrelazada en una única malla unificada..., una especie de unicidad universal—. ¿Me estás diciendo que en la antigüedad se sentaban a discutir la teoría del entrelazamiento?

—¡Claro que sí! —respondió Peter, apartándose el largo flequillo negro de los ojos—. El entrelazamiento estaba en el centro mismo de las creencias primigenias. Sus nombres son tan antiguos como la propia historia... Dharmakaya, Tao, Brahman. De hecho, el anhelo espiritual más antiguo del ser humano era ser capaz de percibir su propio entrelazamiento, advertir su interconexión con todas las cosas. El ser humano siempre ha deseado ser «uno» con el universo..., alcanzar la «unión por el sacrificio».
1
—Su hermano enarcó las cejas—. Todavía hoy en día, judíos y cristianos siguen buscando la expiación, aunque en su mayoría han olvidado que es la unión lo que buscan.

Katherine suspiró. Ya no recordaba lo duro que resultaba discutir con alguien tan versado en historia.

—De acuerdo, pero estás hablando en términos generales. Yo me refiero a física
concreta.

—Entonces,

concreta —sus intensos ojos la desafiaron.

—Bueno, ¿qué te parece algo tan simple como la polaridad; el equilibrio positivo-negativo del mundo subatómico? Obviamente, en la antigüedad no...

—¡Espera! —Su hermano cogió un voluminoso y polvoriento libro de la biblioteca y lo dejó caer ruidosamente sobre la mesa—. La polaridad moderna no es otra cosa que el «mundo dual» descrito por Krishna en el Bhagavad Gita hace más de dos mil años. Una docena de libros más, entre ellos el
Kybalión,
hablan de sistemas binarios y fuerzas contrarias en la naturaleza.

Katherine se mostró escéptica.

—Está bien, pero ¿y si hablamos de descubrimientos modernos en subatómica? El principio de incertidumbre de Heisenberg, por ejemplo...

—Entonces debemos mirar aquí —dijo Peter, y cogió otro libro de la extensa biblioteca—. Las escrituras sagradas del hinduismo, conocidas como Upanisads —dejó caer el tomo encima del primero—. Heisenberg y Schródinger estudiaron este texto y reconocieron que los había ayudado a formular algunas de sus teorías.

La confrontación prosiguió durante varios minutos, y la pila de polvorientos libros sobre el escritorio fue haciéndose cada vez más y más alta. Finalmente, Katherine levantó los brazos en señal de frustración.

—¡Está bien! Has dejado clara tu postura, pero lo que yo quiero es estudiar física teórica avanzada. ¡El futuro de la ciencia! No creo que Krishna o Vyasa tengan mucho que decir sobre la teoría de supercuerdas y sus modelos cosmológicos multidimensionales.

—Tienes razón. Ellos, no. —Su hermano se quedó callado un momento, con una sonrisa en los labios—. Si lo que quieres es hablar de la teoría de supercuerdas... —Volvió una vez más a la biblioteca—. El libro que necesitas es éste. —Extrajo un gigantesco libro de piel de la estantería y lo dejó caer con gran estruendo sobre el escritorio—. Es una traducción del siglo
xiii
del original arameo.

—¡¿Teoría de supercuerdas en el siglo
xiii?!
—Katherine no se lo tragaba—. ¡Anda ya!

La teoría de supercuerdas formulaba un nuevo modelo cosmológico. Las más recientes observaciones científicas sugerían que el universo multidimensional no tenía tres dimensiones..., sino diez, que interactuaban entre sí como cuerdas vibrantes, de forma parecida a las cuerdas resonantes de un violin.

Katherine esperó mientras su hermano cogía el volumen, echaba un vistazo a la ornamentada tabla de contenidos y luego pasaba las páginas hasta llegar a un punto cercano al principio del libro.

—Lee esto —le señaló una desvaída página con texto y diagramas.

Obedientemente, Katherine estudió la página. Era una traducción antigua y no le resultaba fácil de leer, pero para su asombro más absoluto, tanto el texto como las ilustraciones esbozaban de forma clara exactamente el mismo universo que anunciaba la moderna teoría de supercuerdas: un universo de diez dimensiones y de cuerdas vibrantes. En un momento dado, Katherine dejó escapar un grito ahogado y retrocedió.

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