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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (6 page)

BOOK: El símbolo perdido
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—Profesor Langdon —exclamó un joven de pelo rizado que estaba sentado en la última fila—. Si la masonería no es una sociedad secreta, ni una empresa, ni tampoco una religión, entonces, ¿qué es?

—Bueno, si le preguntara a un masón, éste le ofrecería la siguiente definición: la masonería es un sistema moral, velado por alegorías e ilustrado mediante símbolos.

—A mí me parece un eufemismo para «culto de
freakys».

—¿Freakys,
dice?

—¡Y tanto! —dijo el muchacho, poniéndose en pie—. ¡He oído hablar de lo que hacen dentro de esos edificios secretos! Extraños rituales con ataúdes y sogas, y beben vino que sirven en cráneos humanos. ¡A mí eso me parece de
freakys
!

Langdon repasó toda la clase con la vista.

—¿A alguien más le parece algo
freaky?

—¡Sí! —replicaron todos.

Langdon impostó un suspiro de abatimiento.

—Qué pena. Si eso les parece demasiado
freaky,
entonces nunca querrán unirse a
mi
culto.

En la sala se hizo el más absoluto silencio. La estudiante de la asociación de mujeres parecía inquieta.

—¿Usted está en un culto?

Langdon asintió y bajó la voz, adoptando un tono conspiratorio.

—No se lo digan a nadie, pero en el día pagano del dios del sol Ra, me arrodillo a los pies de un antiguo instrumento de tortura y consumo símbolos ritualísticos de sangre y carne.

La clase se mostró horrorizada.

Langdon se encogió de hombros.

—Y si a alguno de ustedes le apetece unirse, el próximo domingo puede venir a la capilla de Harvard, arrodillarse ante el crucifijo y recibir la sagrada comunión.

La clase siguió en silencio.

Langdon les guiñó un ojo.

—Abran sus mentes, amigos míos. Todos tememos lo que no comprendemos.

Las campanadas de un reloj empezaron a resonar por los pasillos del Capitolio.

«Las siete en punto.»

Robert Langdon se puso a correr. «Esto sí que será una entrada teatral.» Al pasar por delante del pasillo conector, divisó la entrada al Salón Estatuario Nacional y fue directamente hacia ella.

A medida que se iba acercando a la puerta, respiró profundamente varias veces y fue disminuyendo la velocidad hasta adoptar una despreocupada zancada. Se abrochó la americana, alzó ligeramente la barbilla y dobló la esquina justo cuando sonaba la última campanada.

«Comienza el espectáculo.»

Al entrar en el Salón Estatuario Nacional, levantó la mirada y sonrió afectuosamente. Un instante después, sin embargo, su sonrisa se evaporó. Se detuvo en seco.

Algo iba mal, muy mal.

Capítulo 7

Katherine Solomon cruzó a toda velocidad el aparcamiento bajo la fría lluvia, deseando llevar puesto algo más que unos pantalones vaqueros y un suéter de cachemira. Al acercarse a la entrada principal del edificio, el estruendo de los gigantescos purificadores de aire se hizo más intenso. Pero ella apenas los oyó, en sus oídos todavía resonaba la llamada que acababa de recibir.

«Lo que su hermano cree que está escondido en Washington... puede ser encontrado.»

A Katherine le pareció algo casi imposible de creer. Ella y el hombre que la había llamado todavía tenían muchas cosas que discutir, y habían acordado hacerlo esa misma tarde.

Cuando llegó a la puerta principal, sintió la misma excitación de siempre al entrar en el pantagruélico edificio. «Nadie sabe que este lugar está aquí.»

El letrero de la entrada decía:

Depósitos del museo Smithsonian
(SMSC)

A pesar de contar con más de una docena de enormes museos en el National Mall, la colección de la institución Smithsonian era tan grande que sólo un 2 por ciento podía ser exhibida al mismo tiempo. El 98 por ciento restante tenía que ser almacenado en algún lugar. Y ese lugar... era
ése.

Era de esperar, pues, que ese edificio albergara una diversidad de objetos asombrosamente variada: budas gigantes, códices manuscritos, dardos envenenados de Nueva Guinea, cuchillos con joyas incrustadas, un kayak hecho de barbas de ballena. Igual de alucinantes eran los tesoros naturales del edificio: esqueletos de plesiosaurio, una inestimable colección de meteoritos, un calamar gigante, e incluso una colección de cráneos de elefante que había traído de un safari africano el mismo Teddy Roosevelt.

Pero el secretario de la Smithsonian, Peter Solomon, no había llevado a su hermana al SMSC por nada de eso. La había llevado a ese lugar no para contemplar maravillas científicas, sino más bien para crearlas. Y eso era exactamente lo que Katherine había estado haciendo los últimos tres años.

En lo más profundo del edificio, en la oscuridad de sus más remotos recovecos, había un pequeño laboratorio científico sin igual en todo el mundo. Los recientes descubrimientos que Katherine había hecho en el campo de la ciencia noética tenían ramificaciones en cualquier disciplina: de la física a la historia, pasando por la filosofía o la religión. «Pronto todo cambiará», pensó ella.

Al entrar Katherine en el vestíbulo, el guardia de recepción escondió rápidamente un transistor y se quitó los auriculares de las orejas.

—¡Señora Solomon! —dijo con una amplia sonrisa.

—¿Los Redskins?

Sintiéndose culpable, el guardia se sonrojó.

—La previa al partido.

Ella sonrió.

—No diré nada —se dirigió al detector de metales y vació sus bolsillos.

Cuando se quitó el Cartier de oro de la muñeca sintió la habitual punzada de tristeza. Era un regalo que le había hecho su madre por su dieciocho cumpleaños. Hacía casi diez años que había muerto de forma violenta... en sus brazos.

—Esto..., ¿señora Solomon? —susurró el guardia en tono burlón—. ¿Nos contará algún día lo que hace ahí dentro?

Ella levantó la mirada.

—Algún día, Kyle. Pero no esta noche.

—Vamos —insistió—. ¿Un laboratorio secreto... en un museo secreto? Debe de estar haciendo usted algo bastante chulo.

«Mucho más que chulo», pensó ella mientras recogía sus cosas. La verdad era que Katherine estaba haciendo una ciencia tan avanzada que ya casi ni parecía ciencia.

Capítulo 8

Robert Langdon se había quedado inmóvil en la entrada del Salón Estatuario Nacional, contemplando la increíble escena que tenía ante sí. La sala se ajustaba con precisión al recuerdo que tenía de ella: un equilibrado semicírculo construido al estilo de los anfiteatros griegos. Las elegantes arcadas de arenisca y yeso italiano estaban sostenidas por columnas de brecha jaspeada, entre las cuales se encontraba la colección estatuaria de la nación: estatuas en tamaño real de treinta y ocho grandes norteamericanos, de pie y formando un semicírculo en una austera extensión de baldosas de mármol blancas y negras.

Todo era tal y como Langdon lo recordaba de la vez que había asistido allí a una conferencia.

Excepto una cosa.

Esa noche la sala estaba vacía.

No había sillas. Ni público. Ni tampoco estaba Peter Solomon. Sólo un puñado de turistas que deambulaban sin rumbo fijo, ajenos a la estelar entrada de Langdon. «Quizá Peter se ha confundido con la Rotonda.» Echó un vistazo al pasillo sur, en dirección a la Rotonda, y comprobó que ahí también había turistas.

El eco de las campanadas del reloj se había apagado. Ahora ya era oficial: llegaba tarde.

A toda prisa, Langdon regresó a la entrada en busca de un guía.

—Disculpe, la conferencia del evento que la Smithsonian celebra esta noche, ¿dónde tiene lugar?

El guía vaciló.

—No estoy seguro, señor. ¿Cuándo empieza?

—¡Ahora!

El hombre negó con la cabeza.

—No me suena que esta tarde se celebre ningún evento de la Smithsonian. Al menos, no aquí.

Desconcertado, Langdon volvió corriendo al centro de la sala y revisó atentamente todo el espacio. «¿Acaso me está gastando Solomon una especie de broma?» Le pareció improbable. Cogió su teléfono móvil y el fax que había recibido esa mañana y llamó al número de Peter.

El teléfono tardó un momento en localizar una señal dentro del enorme edificio. Finalmente empezó a sonar.

Contestó un familiar acento sureño.

—Oficina de Peter Solomon, soy Anthony. ¿En qué puedo ayudarlo?

—¡Anthony! —dijo Langdon, aliviado—. Me alegro de que todavía esté ahí. Soy Robert Langdon. Parece que ha habido algún tipo de confusión con la conferencia. Estoy en el Salón Estatuario, pero aquí no hay nadie. ¿Es que han trasladado el evento a otro salón?

—No lo creo, señor. Deje que lo compruebe. —El asistente se quedó callado un momento—. ¿No lo ha confirmado directamente con el señor Solomon?

Langdon estaba confundido.

—No, lo he confirmado con usted, Anthony. ¡Esta mañana!

—Sí, lo recuerdo. —Hubo un silencio en la línea—. Eso ha sido un poco imprudente por su parte, ¿no cree, profesor?

Langdon se puso en alerta.

—¿Cómo dice?

—A ver... —dijo finalmente el hombre—. Ha recibido usted un fax en el que se le indicaba que llamara a un número, cosa que ha hecho. Ha hablado con un completo desconocido que le ha explicado que se trataba del asistente de Peter Solomon. Luego ha subido voluntariamente a un avión privado con dirección a Washington, y una vez aquí, a un coche que lo esperaba. ¿No es así?

Langdon sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo.

—¿Con quién diablos estoy hablando? ¿Dónde está Peter?

—Me temo que Peter Solomon no tiene ni idea de que está usted en Washington. —El acento sureño del hombre desapareció, y su voz se volvió un susurro más profundo y melifluo—. Usted está aquí, señor Langdon, porque así lo he querido
yo.

Capítulo 9

Robert Langdon apretó con fuerza el teléfono móvil contra su oreja y se puso a dar vueltas en círculo por el Salón Estatuario.

—¿Quién diablos es usted?

El hombre respondió con un tranquilo y sedoso susurro.

—No se alarme, profesor. Ha sido convocado por una razón.

—¿Convocado? —Langdon se sentía como un animal encerrado—. ¡Querrá decir secuestrado!

—Para nada... —El hombre hablaba con una inquietante serenidad—. Si quisiera hacerle daño, ahora ya estaría usted muerto en el Town Car. —Dejó que las palabras hicieran su efecto—. Mis intenciones son absolutamente nobles, se lo aseguro. Simplemente me gustaría extenderle una invitación.

«No, gracias.» A raíz de las experiencias vividas en Europa en los últimos años, la celebridad no deseada de Langdon lo había convertido en una especie de imán para muchos pirados, y ése acababa de cruzar una línea muy delicada.

—Mire, no sé qué diablos está pasando aquí, pero voy a colgar...

—Yo no haría eso... —dijo el hombre—. Su abanico de opciones es muy limitado, si quiere salvar el alma de Peter Solomon.

Langdon dejó escapar un grito ahogado.

—¿Qué ha dicho?

—Estoy seguro de que me ha oído bien.

El modo en el que ese hombre había pronunciado el nombre de Peter había hecho estremecer a Langdon.

—¿Qué sabe usted de Peter?

—A estas alturas ya conozco sus más profundos secretos. El señor Solomon es mi invitado, y yo puedo llegar a ser un anfitrión muy persuasivo.

«Esto no puede estar sucediendo.»

—No tiene a Peter.

—He contestado a su teléfono privado. Eso debería hacerle pensar.

—Voy a llamar a la policía.

—No hace falta —dijo el hombre—. Las autoridades acudirán en breve.

«¿De qué diantres está hablando este lunático?»

Langdon endureció la voz.

—Si tiene usted a Peter, póngalo al teléfono inmediatamente.

—Eso es imposible. El señor Solomon se encuentra atrapado en un desafortunado lugar. —El hombre se quedó un momento callado—. Está en el Araf.

—¿Dónde? —Langdon se dio cuenta de que estaba apretando el teléfono móvil con tanta fuerza que había perdido la sensibilidad en los dedos.

—El Araf. Hamistagan. El lugar al que Dante dedicó el canto inmediatamente posterior a su legendario
Inferno.

Las referencias religiosas y literarias del hombre convencieron a Langdon de que estaba tratando con un loco. «El segundo canto.» Langdon lo conocía bien; nadie salía de la Academia Phillips Exeter sin leer a Dante.

—¿Está diciendo que Peter Solomon está en... el purgatorio?

—La palabra que utilizan los cristianos resulta un poco cruda, pero sí, el señor Solomon se encuentra en la zona intermedia.

Las palabras del hombre resonaron en los oídos de Langdon.

—¿Está usted diciendo que Peter está... muerto?

—No, no exactamente.

—¡¿No exactamente?! —exclamó Langdon, cuya voz retumbó nítidamente en el vestíbulo. Una familia de turistas se volvió para mirarlo. Él se volvió a su vez y bajó la voz—. ¡La muerte suele ser un asunto de todo o nada!

—Me sorprende, profesor. Esperaba de usted una mayor comprensión de los misterios de la vida y de la muerte. Hay un mundo intermedio; un mundo en el cual Peter Solomon permanece suspendido en este momento. Puede que regrese a este mundo, o puede pasar al siguiente..., depende de las decisiones que tome usted ahora.

Langdon intentó procesar esa información.

—¿Qué quiere de mí?

—Fácil. Tiene usted acceso a algo muy antiguo. Y esta noche, lo compartirá conmigo.

—No tengo ni idea de a qué se refiere.

—¿No? ¿Finge usted no conocer los antiguos secretos ancestrales que le han sido confiados?

Langdon sintió una profunda desazón al caer en la cuenta del motivo de todo eso. «Secretos ancestrales.» No le había contado absolutamente a nadie las experiencias que había vivido en París hacía unos años, pero los fanáticos del Grial habían seguido con atención las noticias que habían ido apareciendo en los medios de comunicación, algunos habían unido los puntos y ahora creían que Langdon tenía en su poder información secreta respecto al Santo Grial; quizá incluso conocía su paradero.

—Mire —dijo él—, si todo esto es por el Santo Grial, le puedo asegurar que no sé nada más de lo que...

—No insulte mi inteligencia, señor Langdon —profirió el hombre—. No tengo interés alguno en algo tan frivolo como el Santo Grial o el patético debate de la humanidad sobre qué versión de la historia es la correcta. Las discusiones circulares sobre la semántica de la fe carecen de interés para mí. Únicamente la muerte responderá esas cuestiones.

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