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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (15 page)

BOOK: El sudario
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—No molestarías a
Yvette
de ninguna manera —insistió la mujer del turbante—. Todo lo contrario. Si la tuvieras un minuto, ambas lo consideraríamos un honor.

Justo cuando estaba a punto de sacar al perro del bolso, una mujer elegantemente vestida, con aros de perlas, se puso frente a ella y cogió a Hannah de las manos.

—¡Esperaba encontrarte aquí esta noche! —dijo, y luego, volviéndose a la mujer del perro, Letitia Greene añadió—: No le importa si interrumpo, ¿verdad?

—Bueno, estaba a punto de…

—¡Es que Hannah y yo no nos hemos visto en siglos! ¡Y tengo tanto que contarte! Veamos si podemos encontrar un lugar tranquilo para conversar, Hannah.

El perro volvió a su bolso.

—Fue un placer conocerla, y a
Evelyn
…, quiero decir
a Yvette
—dijo Hannah, volviéndose mientras Letitia la arrastraba hacia el fondo de la galería, a una sala más pequeña, donde la multitud era menos densa.

La gente se hizo a un lado, sonriente, para dejarlas pasar. Era una de las ventajas de estar embarazada, pensó Hannah. Una nunca tiene que empujar. Los caminos se abren automáticamente a tu paso.

—Gracias por rescatarme, Letitia.

—Te debía una —contestó Letitia—. Cuando Jolene me dijo que viniste a Boston a verme, me sentí tan culpable… Me hizo recordar cuánto te echo de menos. He estado increíblemente ocupada. Ah, ya sé, ya sé. Eso no es excusa. No pretendo que lo sea. Hay que encontrar tiempo para los seres queridos —sin soltar la mano de Hannah, dio un paso atrás y la miró de arriba abajo, sonriente—. Por todos los santos, ¿a quién tenemos aquí? ¡Nada menos que a la más hermosa embarazada de todos los tiempos! ¡Estás absolutamente radiante, Hannah!

—Gracias. Me siento bien, salvo cuando llegan las náuseas…

Letitia Greene levantó la mano para que no siguiera hablando.

—No digas más. ¡No hay nada peor! Algunas de mis clientas juran que jamás volverán a probar bocado. Pero tú te estás alimentando bien, supongo.

—Muy bien.

—Yo también. Desgraciadamente, no tengo tu excusa. Debería cuidar mi línea —Letitia guiñó un ojo para subrayar la broma. Luego señaló los cuadros—. El trabajo de Jolene es sorprendente.

—Es… distinto, eso seguro.

—Van a ser unos padres excelentes. ¡Imagínate! Un alto ejecutivo como padre y una artista como madre. ¡Artista y ama de casa, además! Eso es lo mejor para el niño. Una madre a tiempo completo, siempre en casa. Por eso cerré la oficina de la calle Revere. Quiero decir que no había motivo alguno por el que no pudiera hacer el trabajo desde casa —se encogió de hombros como si la conclusión fuera evidente—. Esa preciosa oficina era una extravagancia. «No eres una mujer de negocios», me dijo mi marido. «Simplemente, ayudas a otras personas». Y tenía toda la razón. A los clientes no les importa venir a casa. De hecho, creo que ni piensan si están en un hogar o en una oficina. Vienen por el servicio que prestamos. Quieren una familia. Podría recibirlos en una tienda de campaña, daría igual. Bueno, vivir es aprender. Y hablando de familias… —abrió su monedero y revolvió unas fotos, hasta que encontró la que andaba buscando—. ¿Recuerdas a mi hijo, Ricky? Esta es su última foto. El día de su octavo cumpleaños.

—Pronto se convertirá en un buen mozo.

—¡Cada día se parece más a su padre! Lo mejor de todo es que ahora estoy siempre a su lado, cuando llega de la escuela. Si se prolonga una reunión o si tengo una cita de última hora, no importa. Ya estoy en casa. Desde luego, estoy a favor de las mujeres que trabajan. Algunas no tienen más remedio. Pero no nos metemos en semejante berenjenal sólo para llevar a nuestros hijos a una guardería, ¿no? Las niñeras están bien, pero no hay sustituto para una madre de verdad, dedicada en cuerpo y alma. Como lo será Jolene. Pero bueno… hablo y hablo… Cuéntame, ¿cómo estás tú, Hannah?

—Cansada, a veces. Pero básicamente bien.

—¿Y los Whitfield?

—Son muy atentos.

—Mi intuición me dijo que formarían un equipo perfecto. Todos trabajando por un objetivo común. Es de los niños de lo que se trata. ¿Cuál era la razón por la que querías verme cuando fuiste el otro día a Boston?

—Pues… nada importante. Pasaba por allí. Quería saludarte.

Letitia Greene exhaló un gran suspiro. Era una mezcla de alivio y alegría.

—Pues ya nos podemos saludar. ¡Hola, hola! A propósito, como sospechaba que tal vez estuvieras hoy aquí, te he traído tu cheque de septiembre. Verás que sigue todavía impresa la antigua dirección. No he tenido tiempo de encargar cheques nuevos. Pero estoy segura de que no tendrás problemas para cobrarlo. ¡Todavía no estoy en bancarrota! —dejó escapar otra carcajada, mientras Hannah se guardaba el cheque en el bolsillo—. ¡Estas pinturas! Déjame que te enseñe mi favorita. Se llama
Heraldo
. Por supuesto, no tengo ni idea de lo que quiere decir el título, pero los azules son divinos.

Volvió a coger a Hannah de la mano y comenzó a caminar hacia la otra sala. La gente se apartaba, educada, hasta que de repente surgió una mujer de la multitud y les cortó el paso. Hannah pensó que la conocía, que la había visto en alguna parte. Enseguida se hizo la luz. ¡Las trenzasen su cabeza! La había visto el otro día en Boston empujando un cochecito de bebé.

—¡Mira, qué maravilla! —exclamó la mujer con los ojos brillantes—. ¿Puedo?

—¿Cómo dice? —preguntó Hannah, desconcertada.

—No te importa, ¿verdad? Sólo un segundo —tendió ambas manos hacia el vientre de Hannah, como si fuera a acariciarlo.

—Ahora no —intervino enérgicamente Jolene. La mujer se detuvo, sus manos quedaron suspendidas en el aire, cerca de la barriga de Hannah.

¿Qué estaba ocurriendo?, se preguntó Hannah. Aquella chica parecía reverenciarla. Todos la trataban como si fuera un bicho raro. A eso debía de referirse Jolene cuando hablaba de las libertades que se toma la gente con las mujeres embarazadas. Incluso los extraños parecían tener un interés especial en ella.

Desde la otra habitación llegó el sonido de una cucharilla golpeando un vaso. Las conversaciones se apagaron y una voz anunció:

—Silencio, por favor. Me gustaría hacer un brindis. Era el doctor Johanson.

—Ven, Hannah. Quiero escuchar lo que dicen —con habilidad, Letitia fue maniobrando hasta lograr colocarse ambas al lado del doctor.

—Estarán de acuerdo en que esta noche celebramos un logro muy especial —dijo, elevando la voz para que se escuchara en toda la galería—. Toda esta belleza queda al fin a nuestra disposición, para que la veamos. Es un verdadero honor y un privilegio estar aquí. Así que pido que se unan a mí para dar las gracias a la persona que lo ha hecho posible. Como decimos en mi país, «el manzano que recibe los mejores cuidados es el que brinda la fruta más dulce al llegar la cosecha». ¿Se me entiende? —el hombre del pelo azul asintió—. ¡Bien! Entonces alcen sus copas, damas y caballeros, como yo alzo la mía, a la salud de la mejor cuidadora del manzano, una gran visionaria, Jolene Whitfield.

—¿No estás contenta de estar aquí? —susurró Letitia Greene al oído a Hannah—. Momentos como éste hay pocos en la vida. Debemos valorarlos.

—¿Cuándo cerraste la oficina, Letitia?

—¿Qué?

—Tu oficina de Boston. ¿Cuándo la cerraste? —Así, de sopetón, no me acuerdo. ¿Qué día es hoy?

—Dos.

—Claro, por supuesto, el día de la inauguración. Tuvo que ser, hmm, ayer se cumplió un mes.

—¿Un mes?

—Sí. Atiende, Jolene está a punto de hablar. Sofocada por la excitación, la anfitriona se adelantó a la multitud, entre aplausos y gritos.

—No puedo expresar lo mucho que significa para mí la presencia de todos ustedes en este acto —dijo mientras el clamor se apagaba. Sus ojos brillaban por la emoción—. Tantos amigos, ¡tantos seguidores! Tanta gente tan especial a quien dar las gracias —impulsivamente, cogió la mano de Hannah—. Me faltan las palabras.

Hannah tenía la extraña impresión de que, aunque era la gran noche de Jolene, todos los ojos estaban fijos en ella.

Capítulo XXIV

El padre Jimmy levantó el cáliz sobre su cabeza, alzó la mirada hacia la bóveda de la iglesia y luego se arrodilló frente al altar.

La misa del sábado por la tarde en Nuestra Señora de la Luz Divina se había convertido en una alternativa popular a la del domingo por la mañana, incómoda porque obligaba a madrugar. Además, después había una reunión social en los locales del sótano. Las mujeres de la parroquia llevaban galletas, tartas y otros platillos. La gente disfrutaba cada sábado en torno a la fuente de ponche.

Hannah se sentó en el último banco, que se había convertido en su sitio habitual. Casi todas las primeras filas estaban llenas, pero había espacios vacíos a su alrededor. Los domingos, los habitantes de las casas caras iban a misa, pero los sábados por la noche la iglesia pertenecía a los feligreses más modestos, los que atendían a los ricos: los comerciantes, los mensajeros, los jardineros, todos los empleados y sus familias.

Cuando llegó el momento de la comunión, la mayoría se puso de pie y formó una fila en la nave central, avanzando paso a paso. Una vaga sensación de incomodidad mantenía a Hannah pegada a su asiento.

Se contentaba con observar al padre Jimmy. Le había parecido más joven cuando hablaron en el jardín. Allí, con sus vestiduras verdes, tenía una presencia, un empaque que no había notado antes. Practicaba los ritos con pasión, con frescura, sin que se viera la rutina de lo mil veces repetido. Parecía estar dando la bendición por primera vez. En sus ojos brillaba la fe.

Hannah se puso al fin de pie y se sumó a la fila.

—Cuerpo de Cristo —entonó el padre Jimmy, mientras depositaba la hostia consagrada en su lengua.

Dejó que se disolviera lentamente en la boca, consciente de la alegría, la ligereza que este sacramento proporcionaba a los devotos. Quería experimentarla ella misma.

—Amén —dijo, bajando los ojos.

Y realmente, cuando volvió a su lugar sintió una misteriosa liviandad, a pesar del peso extra que llevaba en el vientre.

Después de la misa, se quedó hasta que la iglesia estuvo vacía. Luego bajó al sótano y se sumó a la multitud, que ya había infligido una importante merma a la comida y los refrescos.

Una llamativa mujer vestida con falda vaquera y blusa la tocó en el hombro.

—No creo que nos hayamos visto antes…, señorita, o señora…

—Manning, Hannah Manning.

—Bienvenida, señora Manning. Me llamo Janet.

Webster. Webster’s Hardware. Éste es mi marido, Clyde —Clyde Webster emitió un amable gruñido—. ¿Le importa si le hago una pregunta? —continuó la mujer, levantando las cejas expectante—. ¿Cuándo llegará el pequeño?

—Ah, en diciembre.

—¡Qué maravilla! ¡Justo para Navidad!

—Justo a tiempo para que ya pueda desgravar en la declaración de este año —comentó el marido, con pragmático sentido del humor.

—Sí, eso también, Clyde —dijo su mujer, algo impaciente—. ¿Ha probado ya el ponche? Si me permite hacerle una pequeña sugerencia, pruebe un poco de la tarta de manzana y canela con especias de la señora Lutz.

Hannah le aseguró que así lo haría y se dirigió hacia el bol del ponche, abriéndose paso entre la concurrencia, que se apartaba amablemente en cuanto notaba su estado. Jolene tenía razón en una cosa: no había modo de esconderse en ese pueblo.

Minutos más tarde, el padre Jimmy apareció en la puerta. Al ver a Hannah en un rincón del salón, se acercó a ella lo más rápido que pudo, que no fue mucho, puesto que, a su paso, todos tenían algo que decirle, e invariablemente él se veía obligado a responder.

—¡Uf! —exhaló de forma sonora cuando al fin quedó libre—. Me ha alegrado verte esta noche, Hannah. Esperaba que volvieras por aquí.

Ella sabía que le estaba hablando como confesor, no como amigo, pero no pudo evitar sonrojarse.

—Me ha emocionado mucho la misa —dijo—. Estabas tan inmerso en ella que me has hecho desear sentir lo mismo que tú.

—La misa siempre ha sido para mí una experiencia muy personal; y ahora que la celebro, he tenido que aprender a comunicar mis sentimientos a los demás.

Hannah notó que el hombre estaba satisfecho con su comentario.

—¿Siempre has querido ser sacerdote?

—Desde que tengo memoria —la miró con atención, como si no tuviera claro si ella estaba de verdad interesada en su vocación o preguntaba simplemente por cortesía. Decidió que la chica era sincera y prosiguió—: Fui monaguillo desde muy pequeñito. Bodas, funerales, bautizos, aprovechaba cualquier excusa para estar en la iglesia. Creo que en esa época mi vocación era simple instinto, pero a medida que fui creciendo me di cuenta de que para mí no había otra cosa y nunca la habría.

—Te envidio. Saber lo que quieres hacer el resto de tu vida es hermoso. Ojalá yo lo supiera. A propósito, gracias por escucharme el otro día.

—He pensado mucho en nuestra conversación. ¿Tienes las cosas más claras?

—Me temo que estoy más confundida que antes.

En ese momento, la señora Webster se apartó del grupo y se acercó. En su mano derecha llevaba un plato de papel que alzaba triunfante. Se diría que acababa de robar un pedazo de ambrosía a los dioses.

—Aquí está, padre Jimmy —dijo—. No voy a dejarle escapar sin que tome una porción de la tarta de la señora Lutz. Es un regalo del cielo.

Él aceptó graciosamente el plato y luego se volvió a Hannah.

—Tal vez debamos hablar en un lugar más tranquilo.

La iglesia estaba casi a oscuras, apenas iluminada por dos pilotos que proyectaban una luz blanquecina sobre los bancos, que parecían cubiertos de escarcha. Unas pocas velas seguían ardiendo. La reunión social en el sótano resonaba como un eco distante.

—¿Has visto a la mujer de la agencia? —preguntó el padre Jimmy.

—¿La señora Greene? Sí, pero no he podido decirle lo que me inquieta.

—¿Por qué?

—No sé cómo explicarlo. Es una mujer agradable, muy cordial y todo eso; pero, bueno… algo me decía que no podía confiar en ella —el padre Jimmy esperó que explicara mejor el asunto—. Cerró su oficina en Boston y no me lo dijo. Incluso mintió sobre la fecha en que lo había hecho. No es que sea una cosa importante. Está ocupada con muchas cosas. No tiene por qué mantenerme al tanto de todos sus movimientos, pero… ¿Alguna vez notas que te dejan al margen, padre Jimmy?

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